Carlos Padilla Esteban 17 de febrero de 2018
Pienso
que necesito adherirme a la verdad de mi vida dejando de lado las mentiras que
me pesan.
Muchas
veces vuelve a mi corazón esa afirmación de san Juan, cuando dice que la verdad
me hará libre. La verdad sobre mí. La verdad en mi vida. La verdad que deseo y
anhelo. La verdad en la que me reconozco y encuentro mi camino.
No hay
nada que me haga más daño que la mentira. El engaño envenena mi alma. Enturbia
la luz que ilumina mis pasos.
Tengo
la opción de vivir en la verdad o vivir en la mentira.Engañar
y ser engañado. Pero en ocasiones no me siento capaz de aceptar toda la verdad.
No tengo fuerzas para enfrentar los hechos como son. Tengo miedo.
No soy
capaz de hacer frente a toda la verdad sobre mi vida. Mi historia, mi presente.
No soy capaz de cargar con todo y aceptar sin dudar todo lo que Dios quiere de
mí.
El
otro día leía: “Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que
sepa reír de sus errores. Que no se envanezca con sus triunfos. Que no se
considere electa antes de la hora. Que no huya de sus responsabilidades. Que
defienda la dignidad humana. Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y
la honradez”.
Me
gustan las personas así. Humanas, verdaderas, sinceras. Que aceptan
su vida y la viven sin miedo.
Quiero
besar la verdad de mi vida y dejar de lado las mentiras que se me han pegado en
la piel con el paso de los años.
La
verdad me hará libre, lo sé. Si la tomo entre mis manos y se la ofrezco a Dios.
La verdad sobre lo que Él quiere que haga con mi vida. La verdad oculta en sus
planes.
Muchas
veces no conoceré toda la verdad. No sabré todo lo que me va a pasar en el
camino. No es lo más importante. Lo que vale es aceptar mi vida en toda
tal como es, sin tapujos. Sin temer tanto lo que puede suceder mañana,
pasado mañana.
Cuentan
una anécdota del tiempo del padre José Kentenich en Dachau: “El sacerdote
alsaciano Haumesser que estuvo en el campo de concentración de Dachau con el
Padre Kentenich se acercó a él y le dijo: – Padre, disculpe, yo quiero hacerle
sólo una pregunta que para mí es muy importante. Lo único que le pido es que no
me engañe, que me diga la verdad, ¿cree usted que vamos a salir con vida de
este infierno de Dachau? El Padre se sonrió y le dijo: – Yo no creo que esa sea
la pregunta más importante en este momento. La pregunta más importante en este
momento es si aquí, en este infierno de Dachau, hacemos o no la voluntad de
Dios”[1].
No
necesito conocer toda la verdad. No preciso saber lo que
va a suceder al final del camino o mañana. No es relevante. No hace falta que
conozca todo sobre todos. Tampoco sobre mí mismo. A lo mejor no puedo soportar
tanta verdad.
Pero
sí necesito saber qué es lo que tengo que hacer. El Padre Kentenich fue un
enamorado de la verdad. Pero cuando esa verdad era especulativa y estaba separada
de la vida, sufrió con amargura.
A
veces me puede pasar. Veo una verdad objetiva. Y una realidad que no encaja. Me
frustro, me desespero, me amargo.
Amar
la verdad es necesario. Pero amando al hombre, amando la vida concreta que vivo,
amando a las personas sin querer que encajen en mi verdad. Aspiro a vivir en la
verdad, para que mi vida responda al sueño de Dios conmigo.
No
conozco la verdad de todo lo que hago. En ocasiones sentiré mentiras que me
duelen. Desearé liberarme de lo que me ata.
Quiero
reconocer el sueño verdadero que tiene que ver conmigo. Quiero conocerme de
verdad, a fondo, liberado de cadenas que me engañan. Liberando a otros. Aceptar
la verdad es lo que me hace libre. El engaño es lo que me llena de ansiedad y
tristeza.
Le
pido a Dios que me enseñe a descubrirme en mis pequeñas mentiras. Esas que
justifico y me hacen pensar que soy bueno. Quiero fiel al sueño de Dios
conmigo. La verdad me hará libre y me hará feliz.
Cuando
descubro que lo importante es lo que el Padre Kentenich señala como
camino: “El mejor medio para la felicidad personal me parece que es el
empeño por brindar alegrías a los demás”[2]. Dar
alegrías a los demás. Darles paz. En lugar de vivir obsesionado con ser yo
feliz en todo lo que hago.
Tal
vez puedo aprender a darme cuenta de mis justificaciones. Adorno las cosas para
que parezcan lo que no son. Escondo mis verdaderas razones sin reconocer mi
auténtica motivación.
Tengo
que mirar con sinceridad mi vida, con honestidad.
Tal
vez por eso admiro tanto a las personas honestas. No se creen nada especial.
Son lo que son, sin máscaras. Se enfrentan a la vida con humildad.
Me
gustan las personas sinceras. Y a mí me hace bien ser honesto en todo lo que
hago y pienso. Lo demás poco importa. Lo sé muy bien, pero de repente
me encuentro justificando todo lo que hago.
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