Por Gustavo J. Villasmil
Prieto
Durkheim, Mosca, Pareto,
Michels: notables fueron los pensadores estudiosos del fenómeno de las élites a
lo interno de las sociedades. Soy consciente de que el término no está libre de
polémicas. Históricamente, han sido las élites el grupo social capaz de
asomarse y mirar más lejos, allá a donde la vista de la generalidad jamás
alcanzó a ver. Venezuela es producto de sus élites. Nada de popular
tuvo la reunión de criollos que, con Bolívar y otros mantuanos a la cabeza,
impulsó desde la Sociedad Patriótica de Caracas la idea de imponer la República
en Venezuela sobre el edificio institucional de trescientos años de monarquía
católica.
La generación de los
promotores de la Independencia y del ensayo de república comercial intentando
por el general Paéz y su entorno, la de Guzmán Blanco y sus liberales
“amarillos”, la de los gabinetes gomeros, lopecistas, medinistas y perezjimenistas
y en no menos medida los de la democracia, reunieron lo mejor de una élite
ductora en posesión de ideas sólidas sobre aquello que debía hacerse, sea que
uno lo suscribiera o no. Digámoslo claramente: Santos Michelena, lo mismo que
Román Cárdenas, Gumersindo Torres, Adriani o Tejera, cada uno en su particular
tiempo, formaron parte de una élite con atributos y capacidades superiores a
las del resto del país.
Yo reivindico lo elitesco en
materia de dirección pública, por polémica que la idea resulte. Los
ejércitos tienen sus unidades de élite así como los cuerpos estudiantiles
su “dean list”. En todo quehacer hay y habrán unos de desempeño
superior al de los demás. Rómulo Betancourt lo sabía. Por eso designó como su
ministro de sanidad a un doctor por Johns Hopkins que incluso fue cercano al
medinismo. De Gabaldón alguna vez Betancourt dijo que era “el mejor sanitarista
del mundo”.
Venezuela necesita volver a
ver florecer una gran élite médico-sanitaria. Quiso y pudo tenerla tras el
inmenso esfuerzo que en los años setenta la democracia hizo desde Fundayacucho
y desde los consejos de desarrollo científico y humanístico de nuestras
universidades autónomas. Tuve maestros doctorados en Oxford, en Stanford, en
Michigan, en Harvard, en París-Descartes y hasta en la Sapienza, muchos
patrocinados por una política educativa orientada a crear precisamente eso: una
gran élite médica. Pero tales esfuerzos se irían disipando tras la crisis de
1983 hasta quedar revertido definitivamente en tiempos de la revolución: ahora
Venezuela exporta a sus élites, las exilia, al punto de haber ido constatando
cómo posiciones clave en la sanidad venezolana, otrora ocupadas por técnicos de
clase mundial, hoy están en cabeza de algunos de los menos aventajados
estudiantes de nuestras facultades de Medicina en su tiempo. En cierta ocasión,
durante los días de aquel duro brote de dengue que vivimos en 2003, fui
convocado al entonces Ministerio de Salud y Desarrollo Social (MSDS) a una
pretendida reunión técnica en la sede de El Silencio. Sorpresa mayúscula la mía
al constatar que el funcionario ministerial que me recibía era nada menos que
un antiguo egresado de mi facultad a quien recordé haber visto casi llorar tras
resultar reprobado una y otra vez ¡nada menos que en la asignatura de Medicina
Tropical!
En 1936, una élite médica
venezolana afincada en París y sus grandes hospitales académicos lo vio claro:
“nuestro deber está allá, volvamos a Venezuela”. Hoy, por el contrario,
duele ver al graduado con honores camino al aeropuerto tras haber obtenido
“visa para no volver”. El retorno y la formación de una gran élite médica
y sanitaria ha de ser abordado en la Venezuela por venir como lo que es: un
problema de estado. La forja de una nueva sanidad pública venezolana ha de ser
la resulta del esfuerzo de sus élites y no de la mayor o menor fortuna de
quienes, en no pocos casos, solo pueden exhibir como palmarés el haber
sobrevivido in extremis al reglamento universitario de repitientes.
He allí el reto entonces:
convocar a una élite sanitaria magnánima, so pena de abandonar vidas
venezolanas a merced del último de la promoción”
24-02-18
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