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jueves, 22 de marzo de 2018

El lapidario alias de dictador @froilanbarriosf



Por Froilán Barrios


La reciente razia contra connotados jefes militares chavistas refleja, por una parte, que el miedo es libre en las altas esferas del régimen madurista y, por la otra, que la procesión va por dentro en las tan cuestionadas FABN, señaladas por la población como cómplices del martirio que estremece a la nación venezolana, caracterizado en grado de crisis humanitaria por la comunidad internacional. En cuyos escenarios se expande cada día con más fuerza la calificación de dictadura, al momento de definir la gestión de Maduro, opinión que era impensable durante el mandato de Hugo Chávez, quien se presentaba como el nuevo redentor de los países en vías de desarrollo frente al imperio, disfrutando de la aureola libertadora a pesar de la permanente restricción de los derechos democráticos en su gestión.

El surgimiento de dictaduras en América Latina en pleno siglo XXI es percibido como una rara avis por las experiencias sufridas en el siglo XX, cuando los regímenes totalitarios eran justificados por uno u otro bando en el contexto de la coexistencia pacífica, dando rienda suelta al concepto del gendarme necesario, bien fuera para superar las montoneras del siglo XIX, detener la amenaza comunista o para tomar el cielo por asalto en nombre de la revolución.

En fin de cuentas, la búsqueda incesante de la democracia y del bienestar social determinó para nuestro continente una postura definitiva al final del siglo pasado: no hay dictaduras buenas ni dictaduras malas, simplemente no deben existir. El deber para todas las naciones es trazar los caminos constitucionales, de los acuerdos internacionales orientados al respeto de la civilidad, garantizados a partir de la instauración de instituciones democráticas.

Por tanto, este salto atrás que presenciamos en Venezuela es percibido con repudio generalizado por los gobiernos democráticos del continente, incluso por la Unión Europea, determinando la implantación de un cerco sanitario que impida la expansión de semejante tragedia a las naciones de la región.


En este contexto, el régimen madurista ha comenzado a sentir el pesado fardo de ser calificado de dictador, definición por cierto bien ganada, más allá de la pose en la que se enorgullece de su  fotogenia  con Stalin y Hussein, sobre todo por sus acciones concretas, al confiscar a capricho partidos políticos, inhabilitar a dirigentes y mantener en cárceles a cientos de opositores, masacrar en 2014 y 2017 a 250 manifestantes, cerrar centenares de medios de comunicación, en un concierto de control absoluto de los poderes públicos.

Los hechos capitales que lo definen se centran en el abuso de poder al implantar una constituyente fraudulenta, liquidar la Asamblea Nacional y convocar elecciones presidenciales a su medida. Directrices que marcan el destino de los regímenes totalitarios, que al cerrar las puertas de la alternabilidad democrática desatan los demonios de la nación, cuyos sectores democráticos provenientes de diferentes orígenes políticos ansían recuperar la democracia y la libertad amparados en la carta magna.

Ante un gobernante cuya condición manifiesta es creerse propietario eterno del poder y por tanto capaz  de lanzar al basurero la Constitución nacional, utilizando como oráculo lo manifestado por la ex canciller: “Nosotros estamos dando la batalla por la estabilidad política, por eso, a quienes quieren volver al poder les decimos que nosotros más nunca entregaremos el poder”. Confesión que ha sellado su destino más allá de los tiempos y los ritmos de la historia, ante el país y ante la comunidad internacional, que determina una lucha implacable sin límite de rounds hasta la reconquista de la libertad.

21-03-18




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