Por Froilán Barrios
La reciente razia contra
connotados jefes militares chavistas refleja, por una parte, que el miedo es
libre en las altas esferas del régimen madurista y, por la otra, que la
procesión va por dentro en las tan cuestionadas FABN, señaladas por la
población como cómplices del martirio que estremece a la nación venezolana,
caracterizado en grado de crisis humanitaria por la comunidad internacional. En
cuyos escenarios se expande cada día con más fuerza la calificación de
dictadura, al momento de definir la gestión de Maduro, opinión que era
impensable durante el mandato de Hugo Chávez, quien se presentaba como el nuevo
redentor de los países en vías de desarrollo frente al imperio, disfrutando de
la aureola libertadora a pesar de la permanente restricción de los derechos
democráticos en su gestión.
El surgimiento de dictaduras
en América Latina en pleno siglo XXI es percibido como una rara
avis por las experiencias sufridas en el siglo XX, cuando los regímenes
totalitarios eran justificados por uno u otro bando en el contexto de la
coexistencia pacífica, dando rienda suelta al concepto del gendarme necesario,
bien fuera para superar las montoneras del siglo XIX, detener la amenaza
comunista o para tomar el cielo por asalto en nombre de la revolución.
En fin de cuentas, la búsqueda
incesante de la democracia y del bienestar social determinó para nuestro
continente una postura definitiva al final del siglo pasado: no hay dictaduras
buenas ni dictaduras malas, simplemente no deben existir. El deber para todas
las naciones es trazar los caminos constitucionales, de los acuerdos
internacionales orientados al respeto de la civilidad, garantizados a partir de
la instauración de instituciones democráticas.
Por tanto, este salto atrás
que presenciamos en Venezuela es percibido con repudio generalizado por los
gobiernos democráticos del continente, incluso por la Unión Europea,
determinando la implantación de un cerco sanitario que impida la expansión de
semejante tragedia a las naciones de la región.
En este contexto, el régimen
madurista ha comenzado a sentir el pesado fardo de ser calificado de dictador,
definición por cierto bien ganada, más allá de la pose en la que se enorgullece
de su fotogenia con Stalin y Hussein, sobre todo por sus acciones
concretas, al confiscar a capricho partidos políticos, inhabilitar a dirigentes
y mantener en cárceles a cientos de opositores, masacrar en 2014 y 2017 a 250
manifestantes, cerrar centenares de medios de comunicación, en un concierto de
control absoluto de los poderes públicos.
Los hechos capitales que lo
definen se centran en el abuso de poder al implantar una constituyente
fraudulenta, liquidar la Asamblea Nacional y convocar elecciones presidenciales
a su medida. Directrices que marcan el destino de los regímenes totalitarios, que
al cerrar las puertas de la alternabilidad democrática desatan los demonios de
la nación, cuyos sectores democráticos provenientes de diferentes orígenes
políticos ansían recuperar la democracia y la libertad amparados en la carta
magna.
Ante un gobernante cuya
condición manifiesta es creerse propietario eterno del poder y por tanto
capaz de lanzar al basurero la Constitución nacional, utilizando como
oráculo lo manifestado por la ex canciller: “Nosotros estamos dando la
batalla por la estabilidad política, por eso, a quienes quieren volver
al poder les decimos que nosotros más
nunca entregaremos el poder”. Confesión que ha sellado su
destino más allá de los tiempos y los ritmos de la historia, ante el país y
ante la comunidad internacional, que determina una lucha implacable sin límite
de rounds hasta la reconquista de la libertad.
21-03-18
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