MIBELIS ACEVEDO DONÍS 27 de marzo de 2018
@Mibelis
Acuciado
por su propio desasosiego respecto a lo que llamó la “degeneración de la
democracia italiana”, Norberto Bobbio retomaba en su lúcido ensayo, “Política y
moral”, la añeja pero no menos vital discusión sobre la relación entre ambas
nociones. En el marco de la diferenciación de los dictámenes que rigen la vida
pública y la privada, Bobbio admitía la instrumental divergencia, la tensión
entre principios y responsabilidad, el contraste entre idealismo y realismo; la
certeza de que el criterio que determina si una acción es buena o mala en
política (donde es preciso mirar el fin, alertaba Maquiavelo) es distinta al
que se aplica para una acción moral.
“No es
casual –escribía Bobbio- que la máxima virtud del político sea no tanto la
sabiduría sino la prudencia, es decir, la suprema capacidad de entender las
cuestiones concretas, de adaptar los principios a las soluciones de hechos
particulares que requieren agudeza y mesura”. De allí que colija que la
distancia entre moral y política atiende“casi siempre a la distinción entre la
ética de los principios y la ética de los resultados, en el sentido de que el
hombre moral actúa y valora las acciones ajenas a partir de la ética de los
resultados. El moralista se pregunta: “¿qué principios debo observar?”. El político
se cuestiona: “¿qué consecuencias derivan de mi acción?” (…) El moralista puede
aceptar la máxima “Fiat iustitiapereatmundus”, pero el político actúa en el
mundo y para el mundo. Y no puede tomar una decisión que implique la
consecuencia de que “el mundo perezca”.
La
reflexión del teórico turinés -de la que se desprende no la idea de la absoluta
incompatibilidad entre ambas categorías, sino la de dos prácticas sociales con
desiguales aplicaciones, dos modos de juzgar la misma faena; de allí la sospecha
de la necesaria autonomía de la política respecto a otros sistemas de acción, a
sabiendas de esa compleja búsqueda del bien común- viene a santo del intenso
baile que han desplegado palabras como “moral” y “dignidad”, asociadas al
quehacer político en Venezuela. Según algunos de nuestros avispados sofistas
resulta inadmisible moverse en la ciénaga gris de los relativismos, así que
para “salvar” a la sociedad de los mercenarios del pragmatismo toca depurar a
fondo e instalarse en la petrificada esquina del orgullo; parte de la cura
consistiría entonces en voltearle los ojos, sacarle la lengua, cerrar puertas
al farsante que ose cruzar ese inmaculado zaguán: y sí, “hacer justicia aunque
el mundo perezca”. Al más rancio estilo del jacobinismo francés (cuyo ascenso a
partir de la derrota girondina fue avivado por el extremismo) cunde una soflama
de “rabiosos” y “exagerados”, emponzoñada por el delirio de una minoría
“selecta”, últimos “reductos de dignidad”: una estirpe en extinción,
auto-ungida parala tarea de conducir a las masas hacia la instauración de un
régimen de virtud, pero cuya intolerancia parece llevar el mismo sello del
autoritarismo que censura.
Penosamente,
a merced de la molienda, la fatigosa incertidumbre y los tropiezos con la misma
piedra, del desamor que nace como pago por el pecado de incoherencia, esa
tendencia a la moralización de la política, esa dislocada aplicación de los
valores particulares de la moral cotidiana a la vida pública parece seducir
ahora a la dirigencia con su súbito sex-appeal, su boca roja, el puñal de su
verbo bello e hiriente. De allí que en aras de una verticalidad que, en teoría,
serviría de alcázar frente a la inmoralidad indomeñable del entorno, la
alternativa es confinarnos al callejón sin salida del “todo o nada”,
encadenarnos a la talanquera del pensamiento binario y evadir las luces del
pensamiento estratégico. Menuda tragedia. La inercia de los “decentes” se ha
disfrazado de solución.
¿Cómo
explorar una transición a la democracia a partir de tal rigidez? ¿Cómo aspirar
a definir una ruta de concreciones que incidan en el beneficio colectivo cuando
se trafica sólo con lo apolíneo, lo inasible, con el fervor por lo impoluto?
¿Cómo zanjar el dilema entre opciones en apariencia excluyentes -participar o
no- sin mutilar un espacio de maniobra que podría redundar en saldos relevantes
para la vida en la polis? No en balde quienes han vivido las encrucijadas que
empujan este tipo de procesos apuntan que la inflexibilidad no sólo es
infamementora, sino un rasgo de ingenuidad que emparentada con la antipolítica
suele urdir peligrosas engañifas.
Asumiendo
así que la acción política no debe juzgarse como “buena” o “mala” sino por ser
pertinente o no, por estar estratégicamente apegada al objetivo o no, la clave
podría estar en apartar la estorbosa moralina y activar el pensamiento
integrador: esa capacidad para “movernos con soltura entre dos aguas”, casar
ideas contrarias y sintetizarlas para encontrar un mejor resultado. Eso es lo
que hay que pedir, diría Savater: “no se trata de exigir moral”, entonces,
”sino que el político funcione bien como político”.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
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