Rafael Luciani 29 de marzo de 2018
La
clave para comprenderla no está en la muerte, sino en el modo filial y fraterno
como Él vivió su vida y las consecuencias que esto le trajo.
Justificar
la muerte de un inocente, como la de Jesús y, más aún, decir que era voluntad
divina, sería hacer del mal un modo humano de actuar justificable por parte de
Dios y los hombres. De ahí que sea tan relevante comprender el hecho histórico
y el sentido teológico de la muerte y pasión de Jesús, no como un simple relato
que se escucha en Cuaresma, sino como un acontecimiento que revela una realidad
trágica y que nos debe poner a pensar hasta dónde somos capaces de llegar si
nos dejamos convertir en verdugos, seducidos por el poder y el dinero.
El
modo como asesinaron a Jesús, en una cruz, representa un gran escándalo para
cualquier ser humano más allá de sus creencias. El madero era símbolo de la
negatividad humana, el peor de los males deseados; también simbolizaba el
rechazo divino, porque quien así moría era considerado un maldito de Dios (Dt
21,23).
¿Se
podía, entonces, decir que el Padre bueno en quien Jesús creía había permitido
una muerte así?
La
muerte de Jesús no fue casual, ni fruto del azar o de la voluntad divina. Fue
meditada, decidida y ejecutada por personas concretas (Jn 11,47.53), por
hermanos de un mismo pueblo (Jn 7,1) que regían los destinos de una nación.
Fue
justificada por representantes de instituciones religiosas y políticas
oficiales (Jn 11,49-50) que veían en él a un peligro porque manifestaba una
nueva forma de vivir —humanizadora—, cuya pretensión era reconciliar al pueblo
disperso (Jn 11, 52) y proclamar una relación personal con Dios basada en un
pacto inédito, sin la mediación sacerdotal ni la economía sacrificial del
Templo (Jr 31,31-34).
Su
vida hacía temer a quienes no querían perder el poder otorgado por los romanos,
de cuyo estatus social y beneficio económico vivían (Jn 11,48-50).
Aunque
la conflictividad fue creciendo de cara a las autoridades religiosas que lo
entregaron (Jn 11,53), fue el poder político romano el que volteó la mirada
ante un inocente y dictó la sentencia para que lo torturaran y asesinaran (Mt
27,24).
Las
autoridades religiosas no tenían el derecho de ius gladii. Por eso armaron un
expediente para justificar formalmente su muerte. Lo acusaron de ser un falso
profeta (Dt 13,5). Así ganaban dos cosas: sumar a otros grupos religiosos que
detestaban a Jesús, y darle una razón formal al poder imperial para que lo
condenara y procesara como reo político (Mc 15,26). Todos podían seguir
disfrutando sus cuotas de poder (Jn 11,50).
La
muerte de Jesús, como la de cualquier inocente, nunca ha sido querida por Dios.
Justificarla es sacralizar la acción del victimario y hacer que la desgracia
que se inflige a otro sea aceptada como un sacrificiodivino, y es además negar
las consecuencias de la responsabilidad de los sujetos concretos que torturan y
asesinan, cuyas acciones los deshumanizan hasta el punto de convertirlos en
verdugos y victimarios de otros.
Decir
que Jesús murió por voluntad divina como víctima sacrificial es, pues, hacer de
Dios un cómplice del mal ejecutado por los hombres (Sal 35), o un sádico que
justifica el sufrimiento del inocente.
Jesús
siempre tuvo la conciencia de que Dios estaba de su lado, acompañándolo en sus
decisiones (Mc 12,6), pero actuaba con el realismo de quien sabe que su
predicación del Reino y las duras críticas en contra del sistema religioso (Mt
23,1-36) y del político (Lc 13,31-32) le traerían como resultado su propia
muerte (Lc 13,34).
Tengamos
en cuenta, pues, que fue su vida vivida como entrega en el servicio y el amor
al otro, la razón por la cual murió; y no olvidemos que el espíritu fraterno
con el que vivió fungió como la razón por la cual lo mataron personas e
instituciones concretas.
La
humanidad de uno como Jesús es insoportable y se convierte en estorbo para las
conciencias de aquellos que sólo viven del poder, el dinero y la muerte.
La
clave para comprender el sentido de la pasión de Jesús no está en la muerte,
como si esta tuviera un efecto salvífico en sí misma, sino en el modo filial y
fraterno como él vivió su vida, y las consecuencias que esto le trajo (Neh
9,26).
La
muerte de Jesús no tiene sentido, como no lo tienen la de tantas personas que
mueren cada día a causa del hambre, la criminalidad, la violencia política que
arrebata la vida. Sería inhumano justificarlas.
Lo que
sí tiene sentido, y es salvífico —humanizador— es el modo en que Jesús asumió
su muerte, y cómo se identificó a lo largo de su vida con los que sufren y así
mueren, sin miedo alguno para denunciar que el Dios del Reino, a quien él le
oró, no quería que esto ocurriese más en nuestro mundo, y rechazando a quien
así actuase.
Jesús
había vivido el amor en sus muchas formas: como perdón, liberación, sanación,
reconciliación. Pero, especialmente, lo vivió de manera solidaria en su entrega
a las víctimas, los rechazados por la sociedad y los enfermos (Mt 8,17). Y
entendió que Dios solo actuaba con compasión y se oponía a los sacrificios (Mt
9,13; Sal 50).
La
memoria de los primeros seguidores cristianos recordó tres aspectos:
a) El
modo como había vivido Jesús: su pretensión histórica o conciencia mesiánica no
violenta ni revolucionaria (GS 22);
b) La
singularidad de su praxis: con hechos y palabras que humanizaron y dieron vida
a quien la necesitaba (DV 2);
c) La
libre asunción de su destino: como fidelidad absoluta al Dios del Reino (GS 22;
38) en un amor incondicional a los otros.
Su
vida es, pues, salvífica porque vivió para todos y por cada uno, entregándose
cada día, más allá del agotamiento físico y mental, para que todos se uniesen
en torno a la paternidad materna de ese Dios compasivo en quien siempre creyó.
Como
lo explica Schürmann: «la voluntad de servicio de Jesús, su exigencia de amor,
de manera especial su mandato de amar a los enemigos, y su amor a los pecadores,
todo ello unido a su oferta de salvación llevada hasta la última hora, hacen
sostener que Jesús entendió y vivió su propia muerte amando, intercediendo,
bendiciendo y plenamente seguro de la salvación».
Él «se
ha entregado a sí mismo» (Gal 2,20), voluntariamente; no ha sido entregado por
su Padre como una víctima expiatoria que sustituye lo que nosotros mismos
debemos hacer. Además, tampoco cedió ante el poder de sus victimarios y
verdugos.
Su
muerte luego fue interpretada desde varios modelos. Uno fue el del siervo:
sirviendo y dando su vida al necesitado, entregándose con actos de solidaridad
fraterna que se fueron consumando día a día hasta su muerte.
Como
siervo reveló un mensaje de esperanza que sigue siendo actual. Por una parte,
¿hasta dónde es capaz de llegar el hombre cuando asume la bondad de su propia
naturaleza?: hasta poder superar el mal causado por el victimario.
Por
otra, el mal no es una realidad absoluta que pueda triunfar, puede acabar con
la vida mental o física de muchas personas y deshumanizar a las instituciones,
pero quien se atreve a vivir humanamente, sin dejar deshumanizarse, puede
frenar el mal al no reproducirlo ni retribuirlo.
En
Jesús se revela esta esperanza, la de un modo de ser humano nuevo, uno que
carga con el otro (Mt 8,17; 11,28-30) y atrae a todos (Jn 12,32), uno que nunca
se descarga sobre el otro ni lo aleja de sí. Uno que mantiene la dignidad de su
vida como hijo en el peso de la fraternidad.
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