MIREYA TABUAS 26 de marzo de 2018
Estoy
segura de que nunca en su vida barrió el piso de su casa. Estoy segura de que
además nunca cocinó, nunca lavó su ropa ni nunca zurció una media. Estoy segura
de que cuando iba a algún restaurant, miraba con cierto aire de superioridad al
mesonero que lo atendía y a veces –perverso- le limitaba la propina. Estoy
segura de que veía con cierto desdén mezclado con lástima a quien le cuidaba el
auto en la calle, e intercambiaba apenas cuatro palabras imprescindibles (y si
eran menos, mejor) con la cajera del supermercado o a la recepcionista del
consultorio médico.
En su
vida “antes de” era quizás un estudiante de los últimos años de una buena
universidad, o un recien graduado con pasantías en importantes empresas, o una
joven promesa de su disciplina, o un profesional que escalaba rápidamente
puestos en la compañía.
Desde
niño seguramente se trazó un camino hacia el éxito profesional. Nunca le tocó
más que dedicarse al cultivo de sí mismo, nunca se mentalizó que iba a hacer
otra cosa. Su vida era estudiar y su destino graduarse y trabajar en una buena
empresa.
A
pesar del país en el que vivía.
A
pesar del horror.
Pero a
este joven le tocó migrar.
Y,
como a él, a todos estos jóvenes venezolanos les tocó huír, salir corriendo de
un país descuartizado.
Y
ahora los veo aquí en Santiago de Chile (pero también están en Bogotá o Madrid,
en Miami o Lima, en Londres o Buenos Aires y pare de contar…), los veo por
todas partes, allí están los jóvenes venezolanos trabajando. Y siempre les pregunto qué hacen, de dónde
vienen, cómo se sienten.
Veo,
por ejemplo, a un ingeniero civil trabajando de garzón en un restaurant chino,
a una arquitecta laborando en la cocina de un hotel, a una abogada lavando
baños, a una publicista pintando uñas a domicilio, a una médico haciendo de
recepcionista en un consultorio odontológico, a una psicóloga atendiendo
llamadas en un call center, a un periodista cargando cajas en un almacén, a un
administrador de empresas haciendo empanadas venezolanas y vendiéndolas en los
alrededores del mercado La Vega.
Veo,
por ejemplo, a un ingeniero civil trabajando de garzón en un restaurant chino,
a una arquitecta laborando en la cocina de un hotel, a una abogada lavando
baños, a una publicista pintando uñas a domicilio, a una médico haciendo de recepcionista
en un consultorio odontológico, a una psicóloga atendiendo llamadas en un call
center, a un periodista cargando cajas en un almacén, a un administrador de
empresas haciendo empanadas venezolanas y vendiéndolas en los alrededores del
mercado La Vega.
Ninguno
se queja.
Ninguno
critica.
Les
toca limpiar pisos, fregar platos, trabajar hasta muy tarde en la noche. Lo que
nunca.
Pero
repito.
Ninguno
se queja.
Ninguno
critica.
Están
contentos.
Y
cuando tienen un ratico libre se compran un vino y, en la azotea de uno de esos
edificios del centro que están llenos de venezolanos, donde hay piscina y
gimnasio, ponen música y comparten con sus amigos. Crean lazos familiares con
sus vecinos o sus compañeros de la pega. Se imaginan a su mamá en otras señoras,
se inventan hermanos entre los demás compatriotas. Tienen como mesa familiar un
chat de whatsapp o un grupo de Facebook.
Parecen
alegres, pero también están tristes.
Como
los sobrevivientes en un bote salvavidas.
Pero
de pronto pienso que esos chicos, esa generación de venezolanos profesionales
que están pasando trabajo, que lloran a los suyos, que están “echándole bola”
(trabajando duro, para los lectores chilenos), van a ser una gran generación.
Porque estos muchachos tienen la formación profesional, pero a la vez están
aprendiendo una importante lección de humildad, de ponerse en el lugar del
otro, de entender el valor de las labores más sencillas. Están aprendiendo que
detrás de cada oficio hay un ser humano, que nadie es mejor que el otro. Además
están aprendiendo a entender otro país, otra cultura, otras voces, otras
formas. Están aprendiendo –literalmente- a ganarse el pan con el sudor de su
frente, de sus piernas, de sus brazos, de sus hombros.
Quiero
creer que esta generación será más fuerte. Que será también más bondadosa.
Cuando el ingeniero encuentre trabajo en una empresa minera, ya no mirará con
menosprecio al garzón que lo atiende en el restaurant; cuando la doctora
trabaje en una clínica valorará la labor de su recepcionista (o tal vez el
ingeniero se quede por mucho tiempo como garzón y la médico como recepcionista,
y descubran que la vida también así es bella).
Eso sí, cuando ellos vean a una persona vendiendo comida en la calle, la
mirarán a los ojos, le preguntarán cómo está, le contarán su propia historia,
le darán aliento.
Creo
que no solo estos muchachos ganarán, como individuos, con esta vivencia
migrante. También ganará Chile (o el país que los reciba) porque serán
ciudadanos agradecidos con la nación que les dio una oportunidad y la asumirán
–y defenderán- como suya. Por eso, cuando en Chile (o en otros países
receptores) se abre el debate sobre la migración, yo me pregunto si quienes
critican la presencia de extranjeros han reflexionado sobre lo que la
experiencia migrante significa para el
ser humano, cuánto transforma, cuánto nutre, cuánto potencia.
Migrar
es un postgrado.
Si mis
jóvenes paisanos se quedan en Chile, aportarán su bagaje, sus músculos, su
intelecto, y serán hijos de dos naciones.
Y si
algún día vuelven a Venezuela, llegarán nutridos de ánimos de reconstrucción y
con fortaleza de luchadores. Han
aprendido a valorar lo suyo desde la distancia. Además, nunca perderán los
vínculos (ni la gratitud) con el país que los acogió.
Siento
que lo mejor que pudo pasarle a Venezuela es esta generación de profesionales
que limpian pisos en otras tierras.
Porque sin duda ellos serán mejores personas que todos nosotros. Mejores
venezolanos y mejores ciudadanos del mundo
Tomado
de: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/02/14/estos-jovenes-migrantes-venezolanos/
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