Carlos Zapata 21 de marzo de 2018
El drama de sobrevivir en
Venezuela -entre hambre, frustración y culpa- en medio de una crisis
humanitaria cuyas cifras tienen rostro, nombre y apellido. Dios se hace
presente, la mayor de las veces en silencio, en ocasiones con rostro de mujer
“Decidí
darme un lujo y comprarme un Sunday en McDonalds. Primero, me dieron mi helado
de mala gana. No supe por qué. Apenas agarré el helado, ya habiendo hecho el
pago, no pasaron ni diez segundos cuando salió una señora de no más de cuarenta
años a pedirme que le diera un poco. Yo no lo había probado… y ya me estaban
pidiendo. Seguí caminando mientras decía que no con mi cabeza”.
“Dos
minutos después, aún en mi caminata hacia el Metro para tomar la estación rumbo
al trabajo, me siguió un niño. Se comportó agresivo e incluso violento. Se puso
a mi lado y me pidió una vez más. Le dije que no, pero esta vez me
dolió internamente. ¡Y mucho! De pronto pensé que tal vez ese niño llevaba
meses -o años- sin probar siquiera una galleta”.
“Pero
seguí adelante, sintiendo una rara mezcla de culpa y rabia porque mi helado
parecía poner en mí algún tipo de faro, desnudando por instantes una pobreza
nunca vista en esta rica nación petrolera”.
“Con
la mitad de mi helado encima, ya estaba llegando a la estación del tren cuando
pasé junto a dos hombres de algo más de veinte años. Estaban con unos bolsos,
sentados cerca de los asientos de concretos en el Boulevard de Sabana Grande”.
“Los
vi y noté que me miraban también ellos a mí. Inmediatamente después de
pasarlos, sentí que alguien me seguía. Apuré el paso. Y en menos de lo que
pudiese reaccionar, uno de los tipos me agarró el vaso de helado y salió corriendo.
Yo tenía sujetado el vaso con fuerza; así que el helado acabó
desparramado en el piso, y aquel hombre llevándose una pequeña parte del
contenido original, mientras corría con su ‘botín’ calle abajo por el
boulevard”.
“Un
estúpido helado que me costó 200 mil bolívares (1 dólar, de los 4 que se
obtienen por un mes de trabajo como salario mínimo). Dinero que fácilmente pude
haber invertido en frutas, pero que decidí gastar en un simple helado para
olvidar el estrés de la universidad y este país arrebatado por un tipo que
capaz tiene mi edad”.
“Lo
vi, maldije con rabia, mientras se me bajaban las lágrimas de la
impotencia. Las personas se quedaron mirándome, como si yo fuera un loco.
Respiré hondo, bajé la cabeza y seguí mi viaje. ¡Volvieron mi país un
basurero!, dije cargado de rabia y frustración”.
Así lo
explicaba un venezolano en un testimonio publicado originalmente en Reddit.
Apenas
media cuadra delante de donde ocurría el episodio estaba una jovencita haciendo
cola para comprar pan (2 por persona, según el cartel) en una panadería que,
por casualidad, estaba vendiendo el preciado alimento en Caracas.
Había
unas 15 personas, casi todos jóvenes, adquiriendo las piezas. La mayoría eran
damas. No se sabe de qué hablaban, pero mostraban malestar porque debían pagar
en efectivo, algo que tampoco se consigue en la nación sudamericana. Esta es su
historia:
“Estaba
saliendo de hacer cola para comprar pan en la panadería y cuando salí de allí
para caminar hacia el edificio donde vivo, un señor pasó corriendo, me
empujó y me arrancó la bolsa con los panes. No me quitó nada más. Solamente
tomó los panes y salió corriendo”.
“Ahora
preguntó -dijo la jovencita: ¿¡A qué nivel hemos llegado para que nos estemos
robando la comida!?” Hubo una segunda indignación, dijo: Lo más triste,
lamentable y vergonzoso es que la gente de la panadería vio lo que ocurrió,
pero se negó a venderme panes otra vez”. Venezuela, ¡Cuándo llegamos a esto!”.
En la
misma esquina, junto a un puesto de perrocalientes estaba un muchacho, de poco
más de quince años. Lucía sano, aunque particularmente delgado. Estaba
descalzo, vistiendo un intento de ropa, particularmente sucia y desgarrada.
Estaba cerca del cesto de basura, en silencio, como esperando…
De
pronto, una de las personas que comía su hamburguesa lanzó al pote unas
servilletas estrujadas. Y antes de que lograra tocar el bote, aquel
jovencito la rescató mientras luchaba con un perro por ella. La tomó y
lamió algo de lo que al parecer quedaba entre unos restos que difícilmente
podrían llamarse comida.
Se le
acercó una señora. Lo miró fijamente hasta quedar a unos cincuenta centímetros
junto a él. Lo escudriñó con la mirada en un intento por comprobar si
efectivamente estaba “comiendo de la basura”.
Aquel
muchacho parecía no notar su presencia. Hurgaba en la basura buscando qué
comer.
La
dama, humilde pero impecable y claramente educada, alargó su brazo y le ofreció
una pequeña bolsa. Acarició con temor y ternura su cabello mientras le
entregaba aquella cosa. Se adivinaba una vianda desechable no se sabe con qué.
El
muchacho levantó la cabeza, pero no la mirada, tomó la bolsa y se fue
retrocediendo lentamente, sin levantar nunca la mirada. Entre los dientes y con
visible pena, alcanzó a decir: ¡Gracias!
Se
sentó en unas escaleras, acurrucado y abrió la bolsa. Había en ella una porción
de pollo que aún humeaba. Envuelto en lágrimas ya no supo a quién agradecer,
pues aquella dama ya se había marchado.
Tres
historias, una realidad… La Venezuela alguna vez rica en la que abundan el
hambre y la rabia, pero también la solidaridad.
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