Por Marco Negrón
Las ciudades, se sabe, son en
su esencia sistemas de comunicación formal e informal, material e inmaterial,
física y espiritual- que buscan siempre más amplios márgenes de libertad, sin
cortapisas ni restricciones. Si esa condición no está presente podrá tenerse un
cuartel o, al máximo, un campamento, pero no esa “congregación de animales que
encierran su historia biológica en sus propios límites y que al mismo tiempo la
modelan con todas sus intenciones de seres pensantes” que, a decir de
Levy-Strauss, es la ciudad.
La capacidad de comunicación
se amplía y se fortalece en la medida en la cual crece la movilidad y con
ella la posibilidad de los intercambios no sólo de productos sino también y
sobre todo- de conocimiento y experiencias. Por eso el rol de las ciudades, que
ha sido esencial a lo largo de todo el proceso civilizatorio, se ha potenciado
en la última centuria como consecuencia de la extraordinaria expansión de la
democracia y de las tecnologías de las comunicaciones.
Pero si la movilidad en el
interior de las ciudades es esencial, no es suficiente pues ellas no son islas,
entes aislados y autosuficentes sino que se inscriben dentro de sistemas de
ciudades que se complementan y se apoyan mutuamente en complejos procesos de
competencia virtuosa.
En la Venezuela colonial y la
republicana pre-petrolera las ciudades, que interiormente funcionaban
razonablemente bien, existían dentro de lo que Elías Pino llamó el país
archipiélago, en un territorio desarticulado, formando en el mejor de los
casos binomio con un puerto que posibilitaba unas precarias y esporádicas
comunicaciones con el resto del mundo.
Los fundadores de la moderna
democracia venezolana entendieron muy bien la magnitud de ese obstáculo al
desarrollo nacional y en 1945, junto a la Comisión Nacional de
Urbanismo, crearon la Comisión Nacional de Vialidad que dos años más tarde
entregaba el Plan Preliminar de Vialidad, valiosísimo instrumento que guió
la construcción de la red de comunicaciones del país durante toda la segunda
mitad del siglo XX, una de las mejores si no la mejor de toda América Latina,
que en muchos aspectos se adelantó incluso a varios países europeos y
contribuyó de manera decisiva a la consolidación del actual sistema de
ciudades.
El sedicente Socialismo del
siglo XXI no sólo ha sido incapaz de seguir ese ejemplo de planificación a
largo plazo sino que ni siquiera ha logrado mantener lo que recibió: la
obsolescencia de las vías, su deterioro por falta de mantenimiento y la
inseguridad han vuelto a colocar al territorio nacional en condiciones no muy
diferentes de las que existían en el país archipiélago cuando el mundo, con el
desarrollo de los trenes de alta velocidad y de los incipientes pero
prometedores automóviles y camiones autónomos impulsa una auténtica revolución
copernicana en la integración de sistemas de ciudades que incluso trascienden
las fronteras nacionales.
Otros países de la región como
Brasil o Colombia han entendido la magnitud del desafío y han creado
comisiones encargadas de planificar y desarrollar infraestructuras
territoriales de punta, en grado de competir a escala mundial. Mientras
tanto, en el “país potencia energética”, infraestructuras ferroviarias
decididas arbitrariamente yacen inconclusas, los principales puertos y
aeropuertos ven disminuir su actividad día a día, las carreteras son cada vez
más intransitables y los cortes de luz ocurren cada vez con mayor frecuencia.
La reconstrucción del país
cuando se salga de este infortunio, que más bien deberá ser
renacimiento, deberá recoger la experiencia de 1945 dentro del contexto
del sistema de ciudades que demanda la sociedad venezolana para finalmente
entrar en el siglo XXI. Un tema, por cierto, gravemente ausente del debate pero
que debe ser abordado con urgencia
20-03-18
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