Fernando Mires 29 de marzo de 2018
Pocas
veces, quizás desde la segunda guerra mundial, Occidente –el Occidente político
por supuesto, no el geográfico- había llegado a ser tan occidental como en los
últimos días de marzo, cuando la gran mayoría de los países europeos, más
Australia, Canadá y los EE UU han procedido a expulsar diplomáticos rusos de
sus países, como represalia frente al intento de asesinato cometido a Skripal y
a su hija.
El
caso Skripal fue solo la gota de agua que colmó el vaso. Antes habían sido
cometidos asesinatos en contra de ciudadanos rusos residentes en Inglaterra y
otros países. Más aún: el mundo democrático observaba atónito como Putin,
después de la ocupación de territorio ucraniano, intervenía abiertamente en las
elecciones que han tenido lugar en EE UU y diversos países de Europa, o de como
sistemas de espionajes rusos tendían sus hilos en torno a la política de los
países occidentales, o haciendo ostentación de su poderío militar, amenazando a
las naciones democráticas en el mismo estilo mediático de sus predecesores
soviéticos.
Evidentemente,
Putin no esperaba la masiva, unitaria y decidida reacción de los gobiernos de
las naciones occidentales, mucho menos después de unas elecciones en las cuales
emergía triunfante al haber cerrado el paso, inhabilitar e incluso eliminar a
sus principales opositores.
Putin
y sus asesores habían hecho suya la idea de que Occidente está formada por
naciones decadentes, gobernadas por blandos y corruptos liberales, susceptibles
de ser amenazados e incluso comprados a buen precio. De ahí que el apoyo
recibido por Theresa May de gran parte de los gobiernos occidentales –con excepción de los
latinoamericanos (¿dónde estaba la OEA?) ha tenido un enorme poder simbólico.
Simbólico,
porque “el grito de May” surgió desde la nación cuya Carta Magna de 1215 puede
ser considerada el acta fundacional de la democracia occidental. Simbólico,
porque el Reino Unido de May es el mismo de Churchill, lugar desde donde fue
forjada la unidad de las naciones occidentales en contra de la Alemania nazi y
del avance de Stalin. Simbólico, porque demostró que el Brexit no ha mermado
las relaciones políticas de Inglaterra con Europa. Todo lo contrario: la
concertada acción inter-occidental ha demostrado claramente que Inglaterra
necesita de Europa y Europa de Inglaterra. Y finalmente simbólico porque EE UU
demostró que el aislacionismo económico al que pretende conducirlo Donald Trump
no es un aislacionismo político. El pacto histórico entre USA y Europa continúa
inalterable. La Alianza Atlántica no ha muerto como muchos pensaron cuando asumió Trump su presidencia. La OTAN
sigue tan viva como antes.
Muy
pragmático será Putin, pero lo hubiera querido o no, debe haber tomado nota del
significado simbólico de esos signos. Pues detrás de esos signos se esconde su
enorme soledad internacional. Y eso no es simbólico. Tampoco fue simbólico que
Polonia, precisamente en los mismos días en que estaba siendo formada la gran
coalición internacional en apoyo al Reino Unido, ha “comprado” a EE UU el más
refinado sistema de defensa anti-misíles del que se tenga noticias.
Pero
la expulsión de diplomáticos rusos llevada a cabo en distintos países
occidentales no fue solo una demostración de solidaridad altruista con Gran
Bretaña. En ningún país del mundo la política internacional contradice a la
nacional y, como es sabido, la política internacional rusa tiene alcances en
los propios interiores de los países occidentales. No nos referimos solo a los
sistemas de espionaje sino a los “caballos de Troya” que mueve Rusia al
interior de Europa. Pues para nadie es un secreto que las extremas derechas y
las extremas izquierdas europeas cuentan con el apoyo de Rusia en todo lo que
tenga que ver con la desestabilización de los gobiernos y de la Unión Europea.
El
anti-europeísmo de los extremistas europeos colinda perfectamente con el
anti-europeismo (político y cultural) del gobierno ruso. Marine Le Pen, por
ejemplo, nunca ha ocultado su admiración por Putin. En España, ni el extremismo
de Podemos ni el separatismo catalán, han dicho una sola palabra en contra de
las injerencias rusas en Inglaterra. En Alemania tuvo lugar incluso un hecho
interesante pero también grotesco: los neo-fascistas de AfD y los
post-estalinistas de “Die Linke” se pronunciaron al unísono en contra de la
expulsión de los diplomáticos rusos llevada a cabo por el gobierno Merkel.
Putin, para decirlo en pocas palabras, ha llegado a ser para muchos gobiernos
europeos no solo un problema de política externa sino, además, interna, La
solidaridad hacia Theresa May manifestada por la mayoría de los gobiernos
europeos puede ser considerada sin problemas como un acto de auto-solidaridad.
La
diplomacia rusa ha reaccionado con sarcasmo, tratando, como era de esperarse, de
minimizar el hecho. Por supuesto, ya está enviando de vuelta a diplomáticos de otros países cuyos
gobernantes no han cometido ningún crimen. Putin, lo sabemos todos, no se va a
dejar intimidar por condenas simbólicas, ni siquiera por actos de repudio internacional.
Él, un “Real-Politiker”, sabe muy bien que solo los ilusos y los políticos
nonatos creen que con sanciones o bloqueos económicos provenientes de la
comunidad internacional puede ser debilitado un gobierno. Todo indica que Putin
piensa lo contrario. La posición de quedar “solo frente al mundo” puede incluso
favorecer el ultranacionalismo que intenta aplicar en su país. El significado
de la acción internacional hay que verlo entonces desde otra perspectiva, a
saber, en el hecho de que por primera vez en muchos años, el Occidente político
ha dado prueba de su existencia.
Se
demuestra así una vez más que la unidad política no es el producto de
declaraciones diplomáticas sino de situaciones existenciales en las cuales la
“sociedad abierta” (Popper) debe ser defendida de sus enemigos. Con lentitud
pero con certeza los gobiernos democráticos del mundo aprenden que una
democracia no amenazada desde dentro y desde fuera es, en los tiempos que
vivimos, una imposibilidad histórica.
La
acción común llevada a cabo por el Occidente político ha trazado una línea
demarcatoria. Putin deberá decidir ahora a que lado de la línea sitúa su
política internacional. O emulando a Lenin y Stalin, en dirección hacia el
Oriente antidemocrático, o siguiendo la tradición que intentaron crear Jelzin y
Gorbachov, en dirección hacia el Occidente político. Todo parece indicar que
Putin elegirá la primera vía. Y así el mundo no descansará en paz.
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