PILAR SANMARTÍN 06 de mayo de 2018
El día
que dio a luz en Colombia, Ana Madriz, venezolana de 21 años, sintió que de
alguna manera ese país había salvado su vida.
Cargando
en brazos a su hija recién nacida, me recibió días después con una mirada
brillante en el patio de su casa en Cúcuta, Colombia. Su mágica sonrisa
escondía lo que sus ojos no podían: el sufrimiento de dejar atrás toda una
vida, por el miedo que supone quedarse y no vivir para contarlo.
Ana
hace parte de un silencioso pero revelador fenómeno de la diáspora venezolana:
el éxodo de miles de mujeres embarazadas, huyendo de los quirófanos vacíos de
todo.
La
mortalidad materna en Venezuela se ha convertido en el drama nuestro de cada
día. Digo drama, y no pan, porque muchos ya ni pan tienen al día.
Por
años, el gobierno venezolano no publicó datos de salud pública. Sin embargo, a
inicios de 2017, se le escapó un boletín médico que registraba entre otras, las
cifras de mortalidad materna. A pesar de que fue inmediatamente retirado de la
página web del Ministerio de Salud tras el escándalo que provocaron sus cifras,
la verdad ya estaba dicha.
Entre
2015 y 2016 la mortalidad materna había aumentado en Venezuela en un 65%,
pulverizando los logros alcanzados, y retrocediendo a cifras de hace 25 años.
Las causas: falta de medicamentos como anticoagulantes, cicatrizantes,
analgésicos, antibióticos, o antisépticos; falta de insumos y utensilios
médicos básicos, como bisturís, agujas o guantes; y una cantidad cada vez más
reducida de personal médico dispuesto a trabajar con nada y por nada a fin de
mes. Cuando llegué a Colombia con el equipo de Amnistía Internacional para
profundizar en las razones por las cuales millones de personas están
abandonando Venezuela, entrevisté a decenas de mujeres embarazadas que llenaban
los pasillos de hospitales de la frontera. En su mayoría, habían salido de
emergencia de Venezuela por miedo a perder su embarazo o perder su vida al dar
a luz en su país.
En el
caso de Ana, había decidido partir hacia Colombia en 2015, junto con su pareja
y su entonces recién nacido y único hijo, en busca de una mejor vida.
Cruzaron
por una de las más de 250 “trochas”, o caminos de entrada irregular que existen
entre Colombia y Venezuela. Ana recordaba perfectamente el terror que pasó al
cruzar un río que separa ambos países en medio de la noche, mientras hombres
armados que controlan este tipo de rutas les apuntaban con sus AK-47. Sujetó en
brazos a su hijo, se sumergió en las aguas, y mirando al frente, cruzó.
Una
vez en Colombia, quedó embarazada un año después. A pesar de que volvía
periódicamente a Venezuela, a partir de ese momento decidió no cruzar nunca
más. Una de sus mejores amigas había fallecido poco antes al dar a luz en un
quirófano venezolano. Una mala praxis médica, seguida de la falta de
antibióticos y anticoagulantes para atenderla, había ocasionado su muerte.
El
terror de morir dando a luz en Venezuela hizo que Ana y su pareja decidieran
instalarse definitivamente en Colombia, a pesar de las dificultades que
enfrentaban como migrantes irregulares en Cúcuta. Esta ciudad fronteriza cuenta
con el mayor índice de empleo irregular y uno de los mayores de desempleo en
Colombia. Además, alberga, muchas veces a la intemperie, a cientos de
venezolanos que enfrentan a menudo la xenofobia estridente de unos pocos y la
solidaridad muda de muchos.
Ana,
que sabía que la ley colombiana solo garantiza servicios de urgencias para
personas extranjeras, se presentó en el Hospital Erasmo Meoz de Cúcuta, casi a
punto de dar a luz, en noviembre de 2017. A pesar de ser una atención médica
limitada a la atención del parto, Ana la describía maravillada. Y no me
extrañó. Si algo vi en Colombia, fue un personal médico consciente y dispuesto
a calmar en lo posible el dolor de sus vecinos.
El
hospital Erasmo Meoz es el que más atenciones ha prestado a personas
venezolanas en el último año, de las cuales un tercio fueron partos. En total
prestó más de 2,100 atenciones de parto a venezolanas tan sólo en 2017. Esta
cifra, que supone casi seis partos al día, representa un incremento de tres
veces más atenciones a embarazadas venezolanas respecto al año anterior en ese
hospital.
Si
bien el éxodo de las embarazadas venezolanas es claramente visible en los
pasillos del Erasmo Meoz, existen numerosos ejemplos a lo largo de la geografía
colombiana, como el Hospital San José de Maicao, o el Hospital Niño Jesús de
Barranquilla, que registraron cifras inéditas de atención a venezolanas en
estado de gestación el año pasado.
Salir
de emergencia de Venezuela para dar a luz en Colombia es sólo un reflejo más
del grave, agónico e irresponsable deterioro del sistema de salud venezolano.
Si
bien las cifras de Venezuela no se conocen, porque el gobierno las esconde, las
de Colombia no mienten, sino asustan. Según cifras oficiales, Colombia, que
había dado atención médica a un total de 1,475 de personas provenientes de
Venezuela en 2015, cerró el año 2017 con un total de 24,720 atenciones a esa
misma población. Es decir, hubo un aumento de 15 veces más en el transcurso de
dos años.
A
pesar de esto, el Presidente Nicolás Maduro sigue negando que el sistema sanitario
de Venezuela esté en crisis, y que la conquista de ciertos derechos se haya
perdido.
Al
final de nuestra conversación, Ana me dijo que era necesaria una Venezuela
donde los derechos de sus hijos a la alimentación, a la salud y a la educación
se hicieran valer.
Yo
digo que además es necesaria una Venezuela donde los derechos de las mujeres,
específicamente aquellos relacionados al acceso a la salud integral y servicios
de salud sexual y reproductiva, sean respetados también.
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