Fernando Mires 18 de junio de 2018
Para
continuar hablando en jerga mundialista, digámoslo así: Iván Duque (53,98%)
ganó a Gustavo Petro (41,81%) por goleada. Salvo para quienes creen en milagros
de última hora, el resultado no fue una sorpresa. Desde el punto de vista
demoscópico tenía que ser así. Durante la primera vuelta la ventaja de Duque
fue considerable y, como escribimos en un artículo anterior, si solo la mitad
de los que habían votado por otros candidatos se decidían por Duque, este ya
tenía el triunfo en sus manos. Fue más de la mitad. Lo que también es
explicable: la mayoría de los votantes
de Petro son de izquierda pura y dura y, por lo mismo, Petro no tiene demasiado
acceso al electorado de centro, pese a los innombrables esfuerzos que hizo para
“socialdemocratizar” a sus ofertas. Un periodista de buen humor llegó a opinar
que si Petro seguía modificando su programa iba a terminar votando por Duque.
Por el lado de Duque ocurría algo similar.
Para nadie es un misterio que Duque representa también a una derecha dura y
pura, con todos los significados, a veces tortuosos, que eso supone en la
historia colombiana. Sin embargo, Duque, ya habiendo concitado el apoyo de
vastos sectores sociales intermedios, dio muestras de su disposición a
transformar su programa de derecha-centro en uno de centro-derecha. O en otros
términos: sin dejar de ser uribista encontró frente a sí un panorama muy
distinto al que había prevalecido durante la era Uribe: una guerrilla militar y
políticamente derrotada, un fuerte crecimiento económico y el aparecimiento de
un centro político expresado durante la primera vuelta en la candidatura de
Sergio Fajardo, quizás la mayor sopresa del proceso electoral colombiano.
Cierto es que Fajardo opcionó personalmente
por el voto en blanco durante la segunda vuelta. Pero lo hizo de modo
simbólico. Digámoslo así: “para sentar presencia”. O para dejar en claro que en
Colombia no solo hay una lucha antagónica entre dos extremos irreconciliables
sino, además, una fuerte centralidad en condiciones de modificar las posiciones
de los dos extremos. Esa fue la razón por la que Duque no fue radicalmente
uribista del mismo modo como Petro no fue radicalmente chavista. Por lo demás,
Uribe para Duque distaba de ser un lastre como sí lo fue el difunto Chávez para
Petro.
Uribe, además de ser colombiano hasta los
huesos, es, por decirlo así, una figura ambivalente. Por un lado, ex gobernante
autoritario representante de la oligarquía criolla, enredado por parentescos y
amistades y a veces por su propia decisión en turbias relaciones no-políticas,
e incluso inculpado de haberse asociado con las atrocidades cometidas por
grupos para-militares. Pero por otro lado, aparece como el presidente que con
mano de hierro derrotó a la guerrilla, que inició el crecimiento económico de
su país y que opuso tenaz resistencia a las pretensiones del chavismo.
En cierto modo Duque fue tan uribista como
lo fue Santos y por lo mismo puede que durante su mandato deba terminar
distanciándose un tanto del legado uribista, como ocurrió también con Santos. Y
esto por una razón muy sencilla. Así como Santos para gobernar necesitaba del
apoyo de sectores no uribistas, llegará el momento en que a Duque le ocurrirá
lo mismo (si es que ya no le ocurrió) Los gobernantes suelen parecerse más a
sus tiempos que a sus ideas. Distinto es el caso de Petro.
Petro, como casi todo izquierdista
latinoamericano, fue chavista, es decir seguidor de un no-colombiano. Pero -y
esa fue su tragedia- Petro fue el seguidor de un chavismo que hoy se encuentra
asociado a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Pese a los ingentes
intentos de Petro para tomar distancia frente a esos regímenes, hoy mundialmente
repudiados, no pudo borrar, incluso traicionado por sus propias palabras y
gestos, las imágenes venidas del pasado reciente. En esa competencia
“pasadista” con Duque, solo podía perder. Y perdió. Por goleada.
Si en sus relaciones con el pasado Duque se
encontraba mejor posicionado que Petro, mucho más lo estaba en su relación con
el presente. Mientras Petro representa el declive del llamado socialismo del
siglo XXl, Duque representa el ascenso a nivel continental de una -si no,
nueva- modernizada derecha. Pues de una u otra manera Duque pertenece a la
misma familia de Macri en Argentina, de Piñera en Chile, de Kuczinski/Vizcarra
en Perú, de Temer en Brasil y de otros tercios, es decir, de una nueva
tendencia política latinoamericana que alguna vez deberemos estudiar con más
profundidad.
Algunas características de esa nueva
tendencia política son las siguientes: en su mayoría sus portadores levantan
alternativas reactivas, surgidas en antagonismo a los llamados populismos
izquierdistas que hasta hace poco primaban en el continente. En segundo lugar,
sin dejar de representar simbólicamente a las derechas más conservadoras, han
logrado articular en términos hegemónicos a un empresariado moderno nacido al
calor de los procesos globalizadores. En tercer lugar, sus líderes políticos,
no pocos portadores de un pasado empresarial exitoso, adscriben a dogmas
tecnocráticos y a filosofías pragmáticas que generan entusiasmo entre sectores
medios en vías de ascenso social. Duque pertenece sin duda a esa nueva estirpe.
Duque y los presidentes nombrados son
representantes de la lógica de la razón económica aparecidos en contra de los
desmanes producidos por los representantes de la lógica de la razón utópica. O
dicho de otro modo: Duque es en cierto modo la negación dialéctica del
socialismo del siglo XXl. Si esa negación llevará a una confrontación
destructiva entre dos extremos, depende en gran medida de la existencia de un
centro social y políticamente organizado. Ese centro, esa tercera voz que a la vez
representa una negación radical (es decir un centro político antagónico con
respecto a los extremos) ya apareció en Colombia durante la primera vuelta,
donde impidió que Duque obtuviera la mayoría absoluta y durante la segunda,
donde lo hizo ganar bajo condiciones tácitas. Y esa, al fin y al cabo, no deja
de ser una buena noticia. No solo para Colombia
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