HÉCTOR E. SCHAMIS 03 de junio de 2018
Una
fundamental lección del Holocausto es que el mismo fue posible por la
existencia de un orden Estado-céntrico que permitía a los gobiernos tratar a
sus ciudadanos como quisieran. Ocurría invocando la soberanía, una versión
rígida de la misma. En la posguerra, el “Nunca Más” dejó sentado que reparar
dichos crímenes y prevenirlos en el futuro requería modificar aquella
concepción.
Desde
entonces, los gobiernos no pueden hacer lo que les plazca dentro de sus
fronteras. Fue el comienzo de un movimiento global por los derechos humanos.
Surgió así una nueva arquitectura normativa: organizaciones, legislación del
derecho internacional, tratados, pactos y convenciones diversas, y por supuesto
tribunales internacionales, inicialmente constituidos ad-hoc.
El “Nunca
Más” se propagó en el espacio y el tiempo. Argentina, Chile y Sudáfrica, por
nombrar tres ejemplos, usaron la consigna para llevar adelante sus respectivas
investigaciones por la verdad y la justicia. Un hito clave en este proceso fue
la firma del Estatuto de Roma en 1998, en vigencia desde 2002. El mismo
establece la creación de la Corte Penal Internacional, tribunal internacional
de carácter permanente.
El
Estatuto define y tipifica una serie de crímenes imprescriptibles y de
jurisdicción universal. Cristalizando el mandato de la Declaración Universal de
Derechos Humanos de 1948, establece la competencia de la Corte para investigar
y juzgar el genocidio y los crímenes de guerra, de agresión y de lesa
humanidad. La Corte no juzga gobiernos ni Estados, responsabiliza individuos;
desconoce la inmunidad de los funcionarios políticos; y ejerce jurisdicción
cuando los tribunales nacionales son incapaces o renuentes a administrar
justicia.
Como
es el caso de Venezuela, donde la ausencia de justicia es flagrante. Ante ello,
el secretario general de la OEA, Luis Almagro, convocó al ex fiscal general de
la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, y le encomendó el diseño de
un procedimiento para recabar información sobre la posible comisión de crímenes
de lesa humanidad en ese país.
Posteriormente,
Almagro designó un panel de tres expertos—Santiago Canton de Argentina, Irwin
Cotler de Canadá y Manuel Ventura Robles de Costa Rica—a efectos de examinar la
documentación, analizar la evidencia y evaluar si la misma amerita referir el
caso a la Fiscalía de la Corte Penal Internacional con el propósito de abrir
una investigación firme. Ello agregado al hecho que la Fiscalía ya había
dispuesto un examen preliminar de Venezuela.
El
resultado de dicha tarea es un informe elaborado por la OEA y el panel de
juristas. Son 400 páginas escritas en base a los alegatos de testigos en tres
rondas de audiencias públicas, los testimonios de las víctimas y sus
familiares, y documentos presentados por organizaciones no gubernamentales
venezolanas e internacionales.
El
texto es por momentos abrumador. Describe un país convertido en teatro de
operaciones militares. Se trata de una supuesta guerra librada por el Estado
contra la población civil, contra todo aquel considerado opositor al partido y
gobierno en el poder desde 1998. “Enemigos del Estado” es el lenguaje oficial.
El
análisis legal cubre la presidencia de Maduro desde 2013, en especial el
periodo que comienza con las protestas de febrero de 2014 y hasta las protestas
de 2017. El mismo es contundente, tanto que de a ratos angustia. Tal cual lo
expresaron los propios juristas en rueda de prensa: “me ha golpeado moralmente,
los casos de tortura son indescriptibles”, dijo Manuel Ventura.
De las
once categorías de crímenes de lesa humanidad tipificados en el Estatuto de
Roma, el panel de expertos identificó siete que fueron cometidos por el
gobierno de Maduro. Citan más de 8 mil asesinatos y ejecuciones extrajudiciales
cometido por fuerzas regulares y paramilitares. Reportan 12 mil casos de
detención arbitraria, casi todos con la complicidad de jueces y fiscales.
Presentan evidencia de 289 casos de tortura, muchos de ellos acompañados de
violación y tortura sexual.
Dejan
constancia de 1,300 presos políticos desde 2013, no todos al mismo tiempo, y
del uso de la desaparición forzada como táctica represiva. Todo ello en un
contexto generalizado de impunidad. Recomiendan investigar a 11 funcionarios
por responsabilidad en la comisión de estos crímenes, Maduro y la primera línea
de su gobierno, y a otros 146 cuyos nombres han mantenido en reserva.
El
informe presenta una innovación en el análisis de crímenes de lesa humanidad:
el hambre y la enfermedad como política de Estado, es decir, convertidas en
armas en la guerra contra la población civil. En la Venezuela de Maduro no se
alimenta ni se cura a quien piensa distinto. El gobierno niega la existencia de
una crisis humanitaria y ha rechazado toda asistencia internacional en la
materia, produciendo un sufrimiento masivo deliberado.
Los
juristas concluyen que existe razonable evidencia de la comisión de crímenes de
lesa humanidad desde febrero de 2014. Recomiendan a la OEA remitir la
información a la Corte Penal Internacional con la sugerencia de abrir una
investigación e invitando a todo Estado parte del Estatuto de Roma a acompañar
la gestión, no solo a los miembros de la OEA. El secretario general Almagro
envió el informe con una carta pública a la Fiscal Fatsou Bensouda en La Haya.
Todo
esto se lee como un verdadero “Nunca Más” venezolano, aun si los responsables
de dichos crímenes continúan en el poder. La estrategia de Almagro de llevar el
caso directamente a La Haya podría ser histórica. Ello debido a que la
denegación de justicia en Venezuela es incontestable—el Poder Judicial es un
instrumento del Ejecutivo—y que el gobierno abandonó la Corte Interamericana de
Derechos Humanos en 2013. De este modo, no solo no es aplicable el principio de
complementariedad jurídica, sino que la Corte Penal Internacional es la última
instancia disponible para reparación de las víctimas y castigo a los culpables.
Se
trata, en definitiva, de recordar lo aprendido durante la larga noche de las
dictaduras y el terrorismo de Estado en la región. Almagro y su equipo de
asesores jurídicos lo saben bien: en América, la muerte y la tortura no son
formas aceptables de hacer política. Dejarlo tallado en piedra también es hacer
historia.
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