IBSEN MARTÍNEZ 10 de diciembre de 2018
El
libro de Fareed Zakaria sobre las democracias no liberales apenas acababa de
salir a la luz, en 1997, cuando Hugo Chávez, exmilitar fracasado como golpista,
salía de la cárcel. Intentó entonces capitalizar su carisma y su inmensa
popularidad propagando el evangelio abstencionista.
Sin
embargo, Venezuela, acostumbrada en el curso de 40 años a todas las liturgias,
protocolos y fastos de la democracia representativa, pronto hizo sentir a
Chávez que predicaba en el desierto. Los venezolanos de entonces valorábamos el
voto, nos gustaba votar, gozábamos jacarandosamente del carnaval publicitario
que eran nuestras campañas electorales. El astuto futuro demagogo tomó cumplida
nota de ello y se hizo candidato presidencial.
Su
oferta primordial fue la convocatoria a una Asamblea Constituyente.
La viga maestra de su proyecto de Constitución fue la consulta directa: la
palabra referéndum saltaba a cada pocos párrafos. Veinte años más tarde,
Venezuela es una sangrienta distopía narcomilitarizada, al tiempo que satélite
de Cuba.
La
historia de cómo esto pudo llegar a ser puede contarse de muchas maneras y una
de ellas es la de cómo Chávez logró paulatina y finalmente hacer de cada
elección presidencial un plebiscito amañado y de cada referéndum un algo
irrelevante. Si quisiésemos hablar de un método, lo esencial del mismo consiste
en desconocer todo resultado electoral adverso y convertir el referéndum en
instrumento de un tiránico apartheid político.
Como
ejemplo de ello, téngase primero el referéndum revocatorio del mando que la
oposición quiso activar en 2004 ante los desafueros de Chávez.
El
caudillo saludó con cínico aspaviento que la oposición depusiese lo que hasta
entonces había sido una estrategia insurreccional y abrazase la vía electoral.
Acto seguido contraatacó, violentando una garantía fundamental en toda
democracia: el secreto del voto.
Chávez
hizo públicas las listas de centenares de miles de opositores venezolanos que
firmaron la solicitud de que se realizase un referéndum revocatorio. De este
modo, Chávez convirtió una lista de ciudadanos en una lista de apestados a
quienes aún hoy se les niega la posibilidad de trabajar en la administración
pública o contratar con organismos del Estado. La extorsión del voto de los
empleados públicos —el Estado venezolano es, con mucho, el mayor empleador del
país— se unió a la indignación, el desánimo y el miedo de muchos opositores.
Chávez ganó, y pudo además ufanarse de una elevada participación electoral: la
del pleno de los intimidados empleados públicos. Años más tarde, en 2007, los
resultados de otro referéndum, convocado esta vez por el propio Chávez, le
fueron adversos.
El
caudillo bolivariano buscaba hacerse aprobar por vía refrendaria decenas de
enmiendas que habrían dado a Venezuela una
Constitución comunista. Luego de tortuosos tejemanejes en la trastienda del
concejo electoral, Chávez debió reconocer la victoria opositora, no sin
calificarla, echando espumarajos, de “victoria de mierda”. A pesar de ello,
andando el tiempo, el tirano hizo aprobar por su mayoría parlamentaria las
reformas rechazadas en el referéndum de 2007.
Las
elecciones regionales de 2008, destinadas a renovar gobernadores, resultaron en
un verdadero varapalo para Chávez. La oposición ganó holgadamente en los cinco
Estados que concentran más de la mitad de la población del país, la mayor parte
de la industria petrolera y el grueso de la actividad industrial del país. Se
alzó, además, con la alcaldía mayor de Caracas y con la gobernación del vecino
y populoso Estado Miranda.
La
respuesta de Chávez sentó el patrón que Maduro ha prolongado: escamotear las
atribuciones y los presupuestos de las gobernaciones y alcaldías en las que el
régimen resulte derrotado y nombrar protectores para cada región, a la manera
de los gauleiters nazis. En casos extremos, se encarcela al alcalde
problemático. O bien, se arroja desde un décimo piso al concejal electo,
batallador e irreductible.
Todo
hay que decirlo: la cúpula opositora, al acudir a las elecciones regionales de
2017, convocadas por una espuria Asamblea Constituyente madurista, desconoció
cínicamente un referendo convocado por ella misma para repudiar la inminente y
fraudulenta elección de la Constituyente.
El
abstencionismo venezolano no responde a una campaña en Twitter, como
afirman algunos comentaristas. Es fruto de un largo proceso, alentado por el
régimen, de desvalorización del voto como fundamento democrático, ¿puede
extrañar la elevadísima abstención del domingo pasado?
Con
todo, adviértase que hay veces en que abstenerse es elegir.
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