Francisco Fernández-Carvajal 11 de febrero de 2019
—
Bendiciones de Dios a quien cumpla este mandamiento. La promesa de una larga
vida. El «dulcísimo precepto».
— Amor
con obras a los padres. Qué significa honrar a los padres.
— El
amor a los hijos. Algunos deberes de los padres.
I. En
el Evangelio de la Misa1, Nuestro Señor declara el verdadero alcance del Cuarto
Mandamiento del Decálogo frente a las explicaciones erróneas de la casuística
de escribas y fariseos. El mismo Dios, por boca de Moisés, había dicho: Honra
a tu padre y a tu madre, y quien maldiga al padre o a la madre, será reo de
muerte.
Es tan
grato a Dios el cumplimiento de este mandamiento que lo adornó de incontables
promesas de bendición: El que honra a su padre expía sus pecados; y
cuando rece será escuchado. Y como el que atesora es el que honra a su madre.
El que respeta a su padre tendrá larga vida2. Esta promesa de una larga vida a quien ame y honre a sus
padres se repite una y otra vez. Honra a tu padre y a tu madre; así
prolongarás la vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar3. Y Santo Tomás de Aquino, al explicar este pasaje, enseña que
la vida es larga cuando está llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo,
sino por las obras. Se vive una vida llena cuando está repleta
de virtudes y de frutos; entonces se ha vivido mucho, aunque muera joven el
cuerpo4. El Señor promete también la buena fama –a pesar de sufrir
calumnias–, riquezas y una descendencia numerosa. En cuanto a la descendencia,
sigue diciendo Santo Tomás de Aquino que no solo existen «hijos de la carne»:
hay diversas razones por las cuales se originan otros modos de paternidad
espiritual, que requieren su correspondiente respeto y aprecio5.
A
pesar de la claridad con que se expone este mandamiento en estos y otros muchos
pasajes del Antiguo Testamento, los doctores y los sacerdotes del templo habían
tergiversado su sentido y cumplimiento6. Enseñaban que si alguien decía a su padre o a su madre: lo
que de mi parte pudieras recibir o necesitar, sea «corban», que significa
ofrenda7, los padres no podían ya tomar nada de esos bienes aunque
estuvieran muy necesitados, pues, como habían sido declarados ofrenda
para el altar, constituiría entonces un sacrilegio. Esta costumbre era
frecuentemente un mero artificio legal para seguir gozando de sus bienes y
quedar desligados de la obligación natural de ayudar a sus padres necesitados8. El Señor, Mesías y Legislador, explica en su justo sentido el
alcance del Cuarto Mandamiento, deshaciendo los profundos errores que había en
aquella época sobre esta materia.
El
Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los
hombres, pero especialmente de aquellos que quieren ser buenos cristianos, la
ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, que se realiza cada día en mil
pequeños detalles y se pone particularmente de relieve cuando los progenitores
son ancianos o están más necesitados9. Cuando hay verdadero amor a Dios, quien nunca nos pide cosas
contradictorias, se encuentra el modo oportuno de vivir el amor a los padres,
incluso en el caso de que esos hijos tengan que cumplir primero con otras
obligaciones familiares, sociales o religiosas. Hay aquí un campo grande de
responsabilidades filiales, que los hijos deben examinar con frecuencia delante
de Dios, en su oración personal. Dios paga con la felicidad, ya en esta vida, a
quien cumple con amor esos deberes para con sus padres, aunque alguna vez
puedan resultar costosos. San Josemaría Escrivá solía llamar a este mandamiento
el «dulcísimo precepto del Decálogo», porque es una de las más gratas
obligaciones que el Señor nos ha dejado.
II. El
cumplimiento amoroso del Cuarto Mandamiento tiene sus raíces más firmes en el
sentido de nuestra filiación divina. El único que puede considerarse Padre en
toda su plenitud es Dios, de quien se deriva toda paternidad en el
cielo y en la tierra10. Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa
paternidad de Dios que se extiende a toda la creación. En ellos vemos como un
reflejo del Creador, y al amarles y honrarles rectamente, en ellos estamos
honrando y amando también al mismo Dios, como Padre.
En el
tiempo litúrgico de la Navidad hemos contemplado a la Sagrada Familia –Jesús,
María y José– como modelo y prototipo de amor y espíritu de servicio para todas
las familias. Jesús nos ha dejado el ejemplo y la doctrina que debemos seguir
para cumplir como Dios quiere el dulce precepto del Cuarto Mandamiento. Ante
todo, Jesús reafirmó que el amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a él
deben subordinarse todos los amores humanos: Quien ama a su padre o a
su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más
que a mí, no es digno de mí11. Por eso, es contrario a la voluntad de Dios, y, en
consecuencia, no es verdadero amor, el apegamiento desordenado a la propia
familia, que se convierte en obstáculo para cumplir la voluntad de Dios: Y
Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar
el Reino de Dios12.
Jesús
nos dejó un ejemplo acabado de entrega plena a la voluntad de su Padre
celestial –¿no sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi
Padre?13, les dirá a María y a José cuando le encuentran en
Jerusalén–, y al mismo tiempo es el perfecto Modelo de cómo hemos de cumplir
este precepto y del aprecio que debemos tener por los vínculos familiares:
vivió sujeto a la autoridad de sus padres14, y aprendió de San José su oficio15, ayudándole a sostener el hogar; realizó el primero de sus
milagros a ruegos de su Madre16; escogió entre sus parientes a tres de sus discípulos17; y, antes de morir por nosotros en la Cruz, confió a Juan el
cuidado de su Madre Santísima18; sin contar los innumerables milagros que realiza movido por
las lágrimas o las palabras de una madre19 o de un padre20: al Señor le llegan con especial acento las oraciones de los
padres cuando rezan por sus hijos.
Son
muchas las manifestaciones en las que se hace realidad el Cuarto Mandamiento,
en las que mostramos nuestra honra y nuestro amor hacia nuestros padres. «Los
honramos cuando pedimos rendidamente a Dios que todas las cosas les sucedan
próspera y felizmente, que gocen de la estima y respeto de los demás y que alcancen
gracia ante el mismo Dios y ante los Santos que están en el Cielo.
»Además,
honramos a nuestros padres cuando los socorremos con lo necesario para su
sustento y una vida digna, como se comprueba por el testimonio de Cristo, al
reprobar la impiedad de los fariseos... Ese deber es más exigente cuando se
encuentran enfermos de peligro. Entonces hay que poner todos los medios para
que no omitan la confesión, ni los demás sacramentos que deben recibir los
cristianos (...).
»Por
último, una vez difuntos, se honra a los padres cuidando sus exequias,
sepulturas y funerales, elevando por ellos sufragios y las misas de
aniversarios, y ejecutando fielmente cuanto mandaron en su testamento». Así se
expresa y resume el Catecismo Romano21.
Si,
por desgracia, los padres estuvieran lejos de la fe, el Señor nos dará gracia
para realizar con ellos un apostolado lleno de aprecio y respeto, que
consistirá, de ordinario, en oración y mortificación por ellos, y en el ejemplo
de una conducta filial alegre, ejemplar, llena de cariño, junto con el empeño
de buscar ocasiones para acercarles a quienes les puedan hablar de Dios con más
autoridad, porque los hijos no pueden constituirse por iniciativa propia en
maestros de sus padres.
III. El
primer deber de los padres es amar a los hijos, con amor verdadero: interno,
generoso, ordenado, con independencia de sus cualidades físicas, intelectuales
o morales, y les sabrán querer con sus defectos. Deben amarlos en cuanto son
sus hijos y porque lo son; y también porque son hijos de Dios. De ahí que sea
deber fundamental de los padres amar y respetar la voluntad de Dios sobre sus
hijos, más aún cuando reciben una vocación de entrega plena a Dios –incluso
muchas veces la pedirán al Señor y la desearán para esos hijos–, porque «no es
sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría»22. Este amor debe ser operativo, que se traduzca eficazmente en
obras. El verdadero amor se manifestará en el empeño esforzado para que sus
hijos sean trabajadores, austeros, educados en el sentido pleno de la
palabra... y, sobre todo, buenos cristianos. Que arraiguen en ellos los
fundamentos de las virtudes humanas: la reciedumbre, la sobriedad en el uso de
los bienes, la responsabilidad, la generosidad, la laboriosidad, que aprendan a
gastar sabiendo las necesidades que muchos padecen actualmente en el mundo...
El
amor verdadero llevará a los padres a preocuparse por el colegio donde estudian
sus hijos, a estar muy pendientes de la calidad de la enseñanza que reciben, y
de modo particular de la enseñanza religiosa, pues de ella puede depender su
misma salvación. El amor a los hijos les moverá a buscar un lugar adecuado para
la época de vacaciones y el descanso –con frecuencia sacrificando otros gustos
o intereses–, evitando aquellos ambientes que harían imposible, o al menos muy
difícil, la práctica de una verdadera vida cristiana. Los padres no deben olvidar
que son administradores de un inmenso tesoro de Dios y que, por ser cristianos,
no constituyen una familia más –y así lo enseñarán con oportunidad a sus
hijos–, sino que forman una familia en la que Cristo está presente, lo cual les
da unas características completamente nuevas. Esta realidad viva impulsará a
los padres a ser ejemplares en toda ocasión (vida de familia, deberes
profesionales, sobriedad, orden...). Y los hijos encontrarán en ellos el camino
que conduce a Dios. «En el rostro de toda madre se puede captar un reflejo de
la dulzura, de la intuición, de la generosidad de María. Honrando a vuestra
madre, honraréis también a la que, siendo Madre de Cristo, es igualmente Madre
de cada uno de nosotros»23.
Terminemos
nuestra oración poniendo a nuestras familias bajo la protección de la Santísima
Virgen y de los santos Ángeles Custodios.
1 Mc 7,
1-13. —
2 Ecl 3,
4-5, 7. —
3 Ex 20,
12. —
4 Cfr. Santo
Tomás, Sobre el doble precepto de la caridad, Marietti, n.
1245. —
5 Cfr. ibídem,
n. 1247. —
6 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1985, pp.
299-300. —
7 Mc 7,
11. —
8 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, Herder, Barcelona 1963, vol. III, in loc. —
9 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 48. —
10 Ef 3, 15.—
11 Mt 10,
37; cfr. también Lc 9, 60; 14, 2. —
12 Lc 9,
60. —
13 Lc 2,
49. —
14 Cfr. Lc 2,
51. —
15 Cfr. Mc 6,
3. —
16 Cfr. Jn 2,
1-11. —
17 Cfr. Mc 3,
17-18; 6, 3. —
18 Cfr. Jn 19,
26-27. —
19 Cfr. Lc 7,
11-17; Mt 15, 22-28. —
20 Cfr. Mt 9,
18-26; 17, 14-20. —
21 Catecismo
Romano, III, 5, nn. 10-12. —
22 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 22. —
23 Juan
Pablo II, Alocución 10-I-1979.
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