Francisco Fernández-Carvajal 05 de febrero de 2019
— Vida
de trabajo de Jesús en Nazaret. La santificación del trabajo.
— El
trabajo nos hace partícipes de la obra creadora de Dios. Jesús y el mundo del
trabajo.
—
Sentido redentor del trabajo. Acudir a San José para que nos enseñe a trabajar
con competencia y a corredimir con nuestras tareas.
I. Después
de un tiempo, Jesús volvió a Nazaret, su ciudad, con sus discípulos1.
Allí le esperaba su Madre con inmensa alegría. Quizá fue la primera vez que
aquellos primeros seguidores del Maestro conocieron el lugar donde se había
desarrollado la vida de Jesús; y en casa de María repondrían fuerzas. La Virgen
tendría particulares atenciones con ellos; les serviría como nadie hasta
entonces lo había hecho.
En
Nazaret todos conocen a Jesús. Le conocen por su oficio y por la familia a la
que pertenece, como a todo el mundo: es el artesano, el hijo de María. Como
ocurre a tantos en la vida, el Señor siguió el oficio de quien hizo de padre
suyo aquí en la tierra. Por eso también le llaman el hijo del artesano2; tuvo
la profesión de José, que ya habría muerto, quizá hacía años. Su familia, que
custodiaba el mayor de los tesoros, el Verbo de Dios hecho hombre, fue una más
entre las del vecindario, querida y apreciada por todos. «El mismo Verbo
encarnado quiso hacerse partícipe de esta humana solidaridad. Tomó parte en las
bodas de Caná, se invitó a casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores.
Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre, echando mano de las
realidades más vulgares de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las
imágenes de la existencia más corriente. Santificó las relaciones humanas,
sobre todo las relaciones familiares, de las que brotan las relaciones
sociales, siendo voluntariamente un súbdito más de las leyes de su patria.
Llevó una vida idéntica a la de cualquier obrero de su tiempo y región»3.
Jesús
debió de estar varios días en casa de su Madre, y visitar a otros parientes y
conocidos... Y llegado el sábado se puso a enseñar en la sinagoga.
Las gentes de Nazaret quedaron sorprendidas. Uno que les ha construido muebles
y aperos de labranza, que se los ha arreglado cuando se estropeaban, les habla
con suma autoridad y sabiduría, como nadie lo había hecho hasta entonces. Solo
ven en Él lo humano, lo que habían observado durante treinta años: la
normalidad más completa. Les cuesta trabajo descubrir al Mesías detrás de esa
«normalidad».
También
la ocupación de la Virgen fue la de cualquier ama de casa de su tiempo, con su
forma peculiar de hablar, propia de las mujeres galileas, con el modo de vestir
sencillo y común de aquella región. Todo igual a las demás mujeres..., menos,
claro está, su amor a Dios, que jamás podrá ser igualado.
El
taller de José, que luego heredaría Jesús, era como los otros existentes en
aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de Nazaret. Olía a madera y a
limpio. José cobraba lo habitual; quizá daba más facilidades a quien estaba con
apuros económicos, pero cobraba lo justo. Los trabajos que se realizaban en
aquel pequeño taller eran los propios de ese oficio, en el que se hacía un poco
de todo: construir una viga, fabricar un armario sencillo, arreglar una mesa
desajustada, pasarle la garlopa a una puerta que no encajaba bien... No se
fabricaban allí cruces de madera, como nos presentan algunos grabados piadosos:
¿quién les iba a encargar un objeto semejante? Tampoco importaban del cielo las
maderas, sino de los bosques vecinos.
Los
habitantes de Nazaret se escandalizaron de Él. La Virgen, no. Ella
sabe bien que su hijo es el Hijo de Dios. Le mira con inmenso amor y con una
admiración sin límites. Ella le comprende bien.
La
meditación de este pasaje, en el que indirectamente queda reflejada la vida
anterior de Jesús en Nazaret, nos ayuda a examinar si nuestra vida corriente,
llena de trabajo y de normalidad, es camino de santidad, como lo fue la de la
Sagrada Familia. Así será si procuramos llevarla a cabo con perfección humana,
con honradez y, a la vez, con fe y sentido sobrenatural. No debemos olvidar
que, permaneciendo en nuestro lugar, con nuestros quehaceres aquí en la tierra
nos ganamos el Cielo y ayudamos a toda la Iglesia y a la humanidad entera.
II. El
Señor manifestó conocer muy bien el mundo del trabajo. En su predicación
utiliza frecuentemente imágenes, parábolas, comparaciones de la vida de trabajo
que Él vivió o vivieron sus paisanos.
Quienes
le oyen entienden bien el lenguaje que emplea. Jesús hizo su trabajo en Nazaret
con perfección humana, acabándolo en sus detalles, con competencia profesional.
Por eso ahora, cuando vuelve a su ciudad, es conocido precisamente como el
artesano, por su oficio. A nosotros nos enseña hoy el valor de la vida
corriente, del trabajo y de las tareas que debemos desempeñar cada día4.
Si
nuestras disposiciones son realmente sinceras, Dios nos concederá siempre la
luz sobrenatural para imitar el ejemplo del Señor, buscando en la ocupación
profesional no solo el cumplir, sino el sobreabundar en la abnegación y el
sacrificio, en un empeño gustoso, con amor. Nuestro examen personal ante el Señor
y nuestra conversación con Él versará frecuentemente sobre esas tareas que nos
ocupan: debemos llegar al fondo, con valentía. Hemos de realizar el trabajo a
conciencia, haciendo rendir el tiempo, sin dejarnos dominar
por la pereza; mantener la ilusión por mejorar día a día la preparación
profesional; cuidar los detalles en la tarea cotidiana; abrazar con amor la
Cruz, la fatiga de la labor de cada día.
El
trabajo, cualquier trabajo noble hecho a conciencia, nos hace partícipes de la
Creación y corredentores con Cristo. «Esta verdad –enseña Juan Pablo II–, según
la cual el hombre, a través del trabajo, participa en la obra de Dios mismo, su
Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús
ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos
y decían: ¿De dónde sabe estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le
ha dado?... ¿No es este el artesano?»5.
Los
años de Jesús en Nazaret son el libro abierto donde aprendemos a santificar lo
de cada día. La misma ausencia forzosa de trabajo, la enfermedad... es una
situación querida o permitida por Dios para ejercitar las virtudes
sobrenaturales y las humanas6. Todo
cuanto hacéis de palabra o de obra, todo sea en el nombre del Señor, dando
gracias a Dios7.
III. La
extrañeza de los vecinos de Nazaret –¿no es este el artesano...?– es
para nosotros una luminosa enseñanza: nos revela que la mayor parte de la vida
del Redentor fue de trabajo, como la de los demás hombres. Y esta tarea
realizada día a día fue instrumento de redención, como todas las acciones de
Cristo. Siendo una tarea humana sencilla (la propia de un carpintero que en un
pueblo pequeño debía hacer otras muchas labores) se convierte en acciones de
valor infinito y redentor por estar realizadas por la Segunda Persona de la
Trinidad Beatísima hecha hombre.
El
cristiano, al ser otro Cristo por el Bautismo, ha de convertir sus quehaceres
humanos rectos en tarea de corredención. Nuestro trabajo, unido al de Jesús,
aunque según el juicio de los hombres sea pequeño y parezca de poca
importancia, adquiere un valor inconmensurable.
El
mismo cansancio que todo trabajo lleva consigo, consecuencia del pecado
original, adquiere un nuevo sentido. Lo que aparecía como castigo es redimido
por Cristo y se convierte en mortificación gratísima a Dios, que sirve para
purificar nuestros propios pecados y para corredimir con el Señor a la entera
Humanidad. Aquí radica la diferencia profunda entre el trabajo humanamente bien
realizado por un pagano y el de un cristiano que, además de estar bien acabado,
es ofrecido en unión con Cristo.
La
unión con el Señor, buscada en el trabajo diario, reforzará en nosotros el
propósito de hacer todo solamente por la gloria de Dios y el
bien de las almas. Nuestro prestigio, noblemente acrecentado, atraerá a nuestro
lado a los mejores colegas y será abundante la ayuda del Cielo para empujar a
otras muchas personas por el camino de una intensa vida cristiana. De ese modo
irán a la par en nuestra vida la santificación del trabajo y el afán apostólico
en nuestra labor profesional, índice claro de que trabajamos realmente con
rectitud de intención.
San
José enseñó a Jesús su oficio. Lo hizo poco a poco, según crecía aquel Niño que
el mismo Dios le había encomendado. Un día le explicó cómo se manejaba la
garlopa; otro, la sierra, la gubia, el formón... Jesús supo pronto distinguir
las clases de maderas y las que debían utilizarse en cada caso; aprendió a
fabricar la cola para ensamblar las juntas, el modo de encajar una cuña para
ajustar dos piezas... Jesús seguía las indicaciones de José sobre el modo de
cuidar los instrumentos, aprendió de él a recoger las virutas después de la
jornada, a dejar las herramientas ordenadas en su sitio...
Acudamos
hoy a San José para pedirle que nos enseñe a trabajar bien y a amar nuestro
quehacer. José es Maestro excepcional del trabajo bien realizado, pues enseñó
su oficio al Hijo de Dios; de él aprenderemos, si acudimos a su patrocinio
mientras trabajamos. Y si amamos nuestros quehaceres, los realizaremos bien,
con competencia profesional, y entonces podremos convertirlos en tarea
redentora, al ofrecerlos a Dios.
1 Mc 6, 1-6. —
2 Cfr. Mt 13, 55. —
4 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, p. 29. —
5 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981. —
6 Cfr. Pablo
VI, Discurso a la Asociación de Juristas Católicos,
15-XII-1963. —
7 Col 3,
17.
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