Por Marino J. González R.
En 2030 la población de
América Latina aumentará en 100 millones de personas. Eso significa el
equivalente a dos veces la población de Argentina o Colombia, poco menos de los
habitantes de México o la mitad de Brasil. Tal incremento se suma a los
déficits de atención ya existentes en educación, salud, servicios públicos,
solo para nombrar algunas áreas. Si a ello agregamos las nuevas demandas para
satisfacer este aumento poblacional, son evidentes los enormes retos que
deberán afrontar las sociedades de la región.
Para satisfacer estas
previsiones, especialmente en un contexto cada vez más competitivo a escala
global, se requieren al menos dos condiciones. En primer lugar, la
institucionalidad que permita generar los consensos necesarios para acometer
los objetivos de desarrollo. Nada más con imaginar el Estado de Derecho que se
requiere para dirimir las diferencias en ese proceso, se tiene buena idea de
las restricciones que hoy son casi generalizadas en los países de América
Latina. A ello se debe sumar el crecimiento ordenado de las economías, así como
las políticas orientadas a la creación de valor (con impacto directo en
exportaciones).
Estas condiciones deberían
promover que la región se convierta en un polo de atracción de inversiones,
especialmente las provenientes de otras zonas del mundo. La cantidad y calidad
de esas inversiones serían entonces la palanca para crear nuevas empresas, o
ampliar las existentes.
Tales inversiones traerían
aparejado un ritmo de crecimiento sostenible para las próximas décadas. Esa
debería ser la idea.
La realidad, sin embargo,
marcha en otra dirección. De acuerdo con el último reporte de las inversiones
en el mundo, elaborado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio
y Desarrollo (Unctad), América Latina pierde terreno en la captación de
recursos internacionales. En 2018 la región experimentó una reducción de
6% en inversión extranjera directa con respecto al año anterior.Esta caída se
aprecia especialmente en la inversión dirigida a la instalación de
infraestructuras para producción de manufacturas o de nuevas oficinas para
empresas. La mayoría de estas inversiones se han desplazado a países de Asia y
África.
El decrecimiento de las
inversiones ha afectado a las grandes economías de América Latina. En el caso
de Brasil la reducción alcanzó 9%. En Colombia la caída fue 20%. En Perú, a
pesar del sostenido y alto crecimiento económico, la disminución de la
inversión extranjera fue 9%. Argentina y México se mantuvieron en los niveles
previos de inversión, lo cual es una demostración más bien de estancamiento.
También Costa Rica y República Dominicana, caracterizadas por el dinamismo
económico, registraron reducciones de inversión extranjera directa.
América Latina entra
entonces en la tercera década del siglo XXI mostrando poco atractivo para las
inversiones, lo cual no es otra cosa que la expresión del agotamiento del
modelo de producción en un mundo cada vez más caracterizado por la innovación
en sociedades de conocimientos. Tales limitaciones agravan la situación
concreta de cientos de millones de hogares. Sin inversiones no habrá
bienestar. Y sin cambios en las visiones de nuestras sociedades, no habrá
inversiones. Este círculo vicioso pende como extraordinaria restricción para el
futuro de la región.
19-06-19
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