Francisco Fernández-Carvajal 21 de junio de
2019
— Amar la voluntad de Dios. Dios tiene los mejores
proyectos posibles para cada hombre. Serenidad ante las contradicciones.
— Abandono en Dios y responsabilidad.
— Omnia in bonum. Para quienes aman a
Dios, todo ocurre para su bien.
I. Todo, aun lo más
pequeño del universo, existe porque Dios lo sostiene en su ser. Él es
quien cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia para la tierra. Quien
hace brotar hierbas de los montes para pasto de los que sirven al hombre; quien
da el alimento al ganado y a los polluelos del cuervo que claman1.
La creación entera es obra de Dios, que además cuida amorosamente de todas las
criaturas, empezando por mantenerlas constantemente en la existencia. «Este
“mantener” es, en cierto sentido, un continuo crear (conservatio est
continua creatio)»2.
Este cuidado y providencia se extiende muy particularmente al hombre, objeto de
su predilección.
Jesucristo nos da a conocer constantemente que Dios es
nuestro Padre, que quiere lo mejor para sus hijos. Lo que podríamos imaginar,
para nosotros mismos y para aquellos a quienes más queremos, se queda muy lejos
de los planes divinos. Él sabe muy bien lo que necesitamos, y su mirada alcanza
esta vida y la eternidad; la nuestra es corta y muy deficiente. Es lógico que
la felicidad, y la santidad, consistan esencialmente en conocer, amar y
realizar la voluntad de Dios, que se nos manifiesta de formas diversas, pero
con la suficiente claridad, a lo largo de la vida. En el Evangelio de la Misa,
el Señor nos hace una recomendación para que se llenen de paz nuestros
días: no andéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por
el cuerpo pensando qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y
el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni
siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta3.
Es una invitación a vivir con alegre esperanza el quehacer diario. Es lógico
que encontremos sufrimientos, preocupaciones, trabajos, pero debemos llevarlos
como hijos de Dios, sin agobios inútiles, sin la sobrecarga de la rebeldía o de
la tristeza, porque sabemos que el Señor permite esos sucesos, esta enfermedad,
aquello que parece un desastre, para purificarnos, para convertirnos en
corredentores. Los padecimientos, la contradicción, deben servirnos para
purificarnos, para crecer en las virtudes y para amar más a Dios. «¿No has oído
de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? —Consuélate: te
exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, “ut fructum plus
afferas” —para que des más fruto.
»¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego,
¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!»4.
No nos desconcertemos con los planes divinos; Él sabe bien lo que hace o
permite.
Examinemos hoy si llevamos con paz la contradicción y
el dolor y el fracaso; si nos quejamos, o si dejamos paso, aunque sea por poco
tiempo, a la tristeza o a la rebeldía. Veamos junto al Señor si los quebrantos
–físicos o morales– nos acercan verdaderamente a nuestro Padre Dios, si nos
hacen más humildes. No andéis agobiados por la vida..., nos dice
hoy de nuevo el Señor en este rato de oración.
II. Con frecuencia
los hombres no sabemos lo que es bueno para nosotros; «y lo que hace aún peor
la confusión es que creemos saberlo. Nosotros tenemos nuestros propios planes
para nuestra felicidad, y demasiado a menudo miramos a Dios simplemente como
alguien que nos ayudará a realizarlos. El verdadero estado de las cosas es
completamente al contrario. Dios tiene Sus planes para nuestra felicidad, y
está esperando que Le ayudemos a realizarlos. Y quede bien claro que nosotros
no podemos mejorar los planes de Dios»5.
Tener la certeza práctica de estas verdades, vivirlas en el acontecer diario,
lleva a un abandono sereno, incluso ante la dureza de aquello que no
comprendemos y que nos causa dolor y preocupación. Nada se derrumba si estamos
amparados en el sentido de nuestra filiación divina: pues si a una
hierba que hoy está en el campo, y mañana se echa al fuego en el horno, Dios
así la viste, ¿cuánto más a vosotros...?6.
A veces nos ocurre –dice Santo Tomás– lo que al
profano en medicina que ve al médico recetar a un enfermo agua y a otro vino,
según le sugiere su ciencia: al no saber medicina, piensa que el médico receta
estos remedios al azar. «Así pasa con respecto a Dios. Él, con conocimiento de
causa y según su providencia, dispone las cosas que necesitan los hombres:
aflige a unos que quizá son buenos, y deja vivir en prosperidad a otros que son
malos»7. Nunca podemos olvidar que Dios nos quiere felices aquí, pero
nos quiere aún más felices con Él para siempre en el Cielo.
La santidad consiste en el cumplimiento amoroso de la
voluntad de Dios, que se manifiesta en los deberes de cada día, en las propias
circunstancias, contando con los incidentes de toda vida normal y
abandonándonos en Dios con total confianza. Pero este abandono ha de ser activo
y responsable, poniendo los medios que cada situación requiera: acudir al
médico cuando estamos enfermos, hacer todas las gestiones necesarias para
conseguir ese empleo que tanto necesitamos y por el que hemos rezado a Dios,
trabajar esforzadamente para salir adelante, estudiar las horas necesarias y
con hondura para aprobar esa asignatura difícil... El abandono en Dios ha de ir
íntimamente unido a la responsabilidad, que lleva a poner los oportunos
remedios humanos, pues en muchas ocasiones lo que se disfraza con excusas
(«mala suerte», ambiente adverso, etc.) es mediocridad oculta, pereza,
imprudencia por no haber previsto todas las posibilidades y no haber puesto los
medios precisos que la situación requería. Un trabajo hecho a conciencia, con
orden, acabado, santificado, lo mismo que el apostolado constante y
sacrificado, da sus frutos con el tiempo. Y si esos frutos tardan en llegar es
señal de que Dios los dará por caminos insospechados para nosotros y que quiere
que nos santifiquemos en esas circunstancias.
III. El
sentido de la filiación divina nos ayuda a descubrir que todos los
acontecimientos de nuestra vida son dirigidos, o permitidos para nuestro bien,
por la amabilísima Voluntad de Dios. Él, que es nuestro Padre, nos concede lo
que más nos conviene y espera que sepamos ver su amor paternal tanto en los
acontecimientos favorables como en los adversos8.
Dice San Pablo que todas las cosas cooperan
para el bien de quienes aman a Dios9.
El que ama a Dios con obras sabe que, pase lo que pase, todo será para bien, si
no deja de amar. Y, precisamente porque ama, pone los medios para
que el resultado sea bueno, para que el trabajo acabado y hecho con rectitud de
intención dé frutos de santidad y de apostolado. Y, una vez que ha puesto los
medios a su alcance, se abandona en Dios y descansa en su providencia amorosa.
«Fíjate bien –escribe San Bernardo– que no dice que las cosas sirvan para el
capricho, sino que cooperan al bien. No al capricho, sino a la utilidad; no al
placer, sino a la salvación; no a nuestro deseo, sino a nuestro provecho. En
este sentido, cooperan siempre las cosas a nuestro bien, aun incluyendo la
misma muerte, aun el mismo pecado (...). ¿Acaso no cooperan los pecados al bien
de aquel que con ellos se vuelve más humilde, más fervoroso, más solícito, más
precavido, más prudente?»10.
Después de poner los medios a nuestro alcance, o ante acontecimientos en los
que nada podemos hacer, diremos en la intimidad de nuestro corazón: Omnia
in bonum, todo es para bien.
Con esta convicción, fruto de la filiación divina,
viviremos llenos de optimismo y de esperanza y superaremos así muchas
dificultades: «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se
vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?:
omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada
malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén
ahora ciegos.
»Omnia in bonum!; Señor, que otra vez y siempre
se cumpla tu sapientísima Voluntad!»11.
Omnia in bonum! ¡Todo
es para bien! Todo lo podemos convertir en algo agradable a Dios, y en bien del
alma. Esta expresión de San Pablo puede servirnos para repetirla a modo de jaculatoria,
como una pequeña oración, que nos dará paz en momentos difíciles.
La Santísima Virgen, Nuestra Madre, nos enseñará a
vivir confiadamente en las manos de Dios, si a Ella acudimos frecuentemente
cada día. En el Corazón Dulcísimo de María –cuya fiesta celebramos en este mes
de junio– encontramos siempre paz, consuelo y alegría.
1 Sal 147,
8-9. —
2 Juan
Pablo II, Audiencia general 29-I-1986. —
3 Mt 6,
25-26. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 701. —
5 E.
Boylan, El amor supremo. vol. II, p. 46. —
6 Mt 6,
30. —
7 Santo
Tomás, Sobre el Credo, 1, en Escritos de Catequesis,
Rialp, Madrid 1975, p. 35. —
8 Cfr. Sagrada
Biblia, Carta a los Romanos, EUNSA, Pamplona 1986, nota a Rom 8,
28. —
9 Rom 8,
28. —
10 San
Bernardo, Sobre la falacia y brevedad de la vida, 6.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IX, n. 4.
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