Francisco Fernández-Carvajal 22 de junio de
2019
— Amor a Dios y sumisión ante su santidad infinita.
— Temor filial. Su importancia para desterrar el
pecado.
— El santo temor de Dios y la
Confesión.
I. Oh
Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
Mi alma está sedienta de ti,
Señor, Dios mío,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
Mi alma está sedienta de ti,
Señor, Dios mío,
rezamos con el Salmo responsorial de
la Misa1, haciendo nuestra la oración de la liturgia. Y para acercarnos
más y más a nuestro Dios y Señor hemos de apoyarnos en dos fundamentos sólidos
que mutuamente se unen y complementan: confianza y reverencia respetuosa;
cercanía y sumisión reverencial; amor y temor. «Son los dos brazos con los
cuales abrazamos a Dios»2,
enseña San Bernardo. Ante Dios Padre, lleno de misericordia y de bondad,
plenitud de todo bien verdadero, nos sentimos atraídos, y ante el mismo Dios,
absolutamente excelso, majestuoso, elevado, nos inclinamos con la humildad del
que se sabe menos que nada; a Él sometemos nuestra voluntad y tememos sus
justos castigos. También en la Misa de hoy rezamos la siguiente oración: Sancti
nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum... «Concédenos
vivir siempre, Señor, en el amor y temor a tu santo nombre, porque jamás dejas
de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor»3.
Amor y santo temor filial son las dos alas para levantarnos hacia Él.
La Sagrada Escritura nos enseña que el temor
de Dios es el principio de la sabiduría4 y
el fundamento de toda virtud, pues si no te atas fuertemente al temor
de Dios, pronto será derribada tu casa5.
Y Cristo mismo enseña a sus amigos que no deben temer a los
que quitan la vida al cuerpo, porque después ya poco más pueden hacer. Yo
os mostraré a quién habéis de temer -dice precisamente a sus más
fieles seguidores, a quienes lo han dejado todo por Él-: temed al que
después de la muerte tiene poder para arrojar en el Infierno. Sí, os digo:
temed a éste6.
Los Hechos de los Apóstoles nos narran cómo la primitiva
Iglesia se extendía, se fortalecía y andaba en el temor del Señor,
llena de los consuelos del Espíritu Santo7.
No debemos olvidar que el amor a Dios se hace fuerte
en la medida en que estamos lejos del pecado mortal y luchamos decididamente,
con empeño, contra el pecado venial deliberado. Y para mantenernos en esa lucha
abierta contra todo aquello que ofende al Señor es de mucha ayuda el santo
temor de Dios, temor siempre filial, de un hijo que teme causar dolor y
tristeza a su Padre, pues sabe quién es su Padre, qué es el pecado y la
infinita distancia en la que coloca al pecador. Por eso dice San Agustín:
«Bienaventurada el alma de quien teme a Dios, pues está fuerte contra las
tentaciones del diablo: Bienaventurado el hombre que persevera en el
temor(Prov 28, 14) y a quien le ha sido dado tener siempre ante
los ojos el temor de Dios. Quien teme al Señor se aparta del mal camino y
dirige sus pasos por la senda de la virtud; el temor de Dios hace al hombre
precavido y vigilante para no pecar. Donde no hay temor de Dios reina la vida
disoluta»8.
El amor a Dios y el temor filial son los dos aspectos
de una única actitud, que nos permite caminar con seguridad: mirando la
infinita bondad de Dios, que se nos hace cercana en la Humanidad Santísima de
Jesucristo, nos movemos a quererle más y más; contemplando la majestad y
justicia de Dios y la propia pequeñez se despierta el temor de entristecer al
Señor y de perder, por causa de los pecados personales, a quien tanto se ama.
Por eso, «el temor y el amor deben ir juntos; continuad temiendo –aconseja el
Cardenal Newman–, continuad amando hasta el último día de vuestra vida»9.
Después de ese instante ya solo quedará el amor: La caridad perfecta
echa fuera el temor10.
II. El santo temor
de Dios, garantía y respaldo del verdadero amor, nos ayuda a romper
definitivamente con los pecados graves, nos mueve a hacer penitencia por los
pecados cometidos y nos preserva de las faltas deliberadas. «El temor a los
castigos que por nuestros pecados hemos merecido nos da valor para tomar sobre
nosotros los esfuerzos diarios, las renuncias y luchas sin las cuales no
podemos librarnos del pecado ni unirnos plenamente a Dios. Siempre tenemos
motivos para sentirnos traspasados del temor de Dios en vista de las muchas
ocasiones de pecar, en vista de nuestra flaqueza, de la fuerza de las
costumbres y aficiones torcidas, de la inclinación de nuestra naturaleza a
dejarse llevar por los atractivos de la concupiscencia y del mundo, de las
muchas faltas, descuidos y defectos que cada día cometemos»11.
¿Cómo no temer ante tanta flaqueza personal? ¿Cómo no confiar ante la inmensa
bondad divina?
El temor filial aleja la afición al pecado, mantiene
el alma vigilante ante una falsa y engañosa tranquilidad, pues quizá el mayor
de los males sea precisamente permanecer sin inquietud en el pecado cometido, y
la ligereza y superficialidad, que pueden llegar hasta la misma pérdida del
sentido del pecado. Esta actitud, que vemos en gentes que parecen volver de
nuevo al paganismo, es consecuencia de haber perdido el santo temor de Dios. En
estas tristes circunstancias se ridiculiza, se hace trivial o se le quita
importancia a la ofensa a Dios, y se consideran «naturales» las más graves
aberraciones, porque se han roto las referencias entre la criatura y su
Creador, de quien realmente depende en su ser y en el existir. Las
deformaciones más graves de la conciencia –y, por tanto, de la orientación
esencial del hombre– se derivan frecuentemente de haberse perdido esta actitud
de respeto sagrado hacia Aquel que hizo todas las cosas de la
nada.
El temor filial y el amor van siempre unidos. Quien no
acoge en su alma el temor filial –ese deseo de agradarle e interés por no
entristecerle– corre el peligro de descuidar la lucha ascética y de caer en una
falsa confianza en la bondad de Dios; por el contrario, quien solo conoce el
temor se cierra al amor misericordioso y grande de nuestro Padre Dios, a la
sencillez, al abandono, actitudes imprescindibles para el alma que aspira a la
santidad.
El comienzo del temor de Dios es un amor imperfecto,
pues se basa en el temor al castigo, pero este temor puede y debe ser elevado a
una actitud filial desde la que contemplamos ante todo la grandeza de Dios, su
infinita majestad y nuestra condición de criaturas. «“Timor Domini sanctus”.
—Santo es el temor de Dios. —Temor que es veneración del hijo para su Padre,
nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»12.
Se convierte en temor de hijo que ama sinceramente a su padre, y su amor le da
fuerzas para evitar todo lo que le pueda causar dolor o separación.
III.
Cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia nos ayudará mucho el
fomentar en nuestra alma el santo temor de Dios. Aunque para la recepción del
sacramento es suficiente la atrición (dolor sobrenatural, pero
imperfecto, por miedo al castigo, por la fealdad del pecado...), recibiremos
muchas gracias si movemos nuestra alma a un sentimiento de temor filial, por
haber ofendido a un Dios Todopoderoso, que a la vez es nuestro Padre. De esa
actitud filial será más fácil pasar a la contrición, al
arrepentimiento por amor, al dolor de amor. Entonces la Confesión se convierte
en una fuente inmensa de gracias, un lugar donde cada vez se hace más fuerte el
amor13.
La vida interior crece más delicada y profunda si
consideramos aquellas verdades que nos muestran los fundamentos de este don del
Espíritu Santo: la santidad de Dios y la propia miseria, nuestros diarios
desfallecimientos, la total dependencia de la criatura de su Creador, la
importancia que adquiere un solo pecado venial ante la santidad divina, la
ingratitud que suponen las faltas de generosidad ante las exigencias de nuestra
vocación...14. Sobre todo, comprenderemos más el misterio del pecado, si
nos acostumbramos a considerar con frecuencia la Pasión de Nuestro Señor. Allí
aprendemos a amar, y a temer cometer una sola falta venial. En la contemplación
de tanto dolor como padeció Cristo por nuestros pecados, por los de cada uno en
particular, se fortalece también la esperanza, se hace más firme la contrición
y el empeño por rechazar toda falta deliberada.
El santo temor de Dios, unido al amor, da a la vida
cristiana una particular fortaleza: nada hay que pueda atemorizarla, porque ya
nada la separará de su Dios15.
El alma se reafirma en la virtud de la esperanza, alejándose de una falsa
tranquilidad y manteniendo un amor vigilante –Cor meum vigilat– contra
el atractivo de la tentación.
Pidámosle a nuestra Madre Santa María –Refugium
peccatorum– que entendamos bien lo mucho que perdemos cada vez que damos un
paso fuera del camino que conduce a su Hijo Jesús, aunque sean solo faltas
leves.
1 Sal 62,
2. —
2 San
Bernardo, Sobre la consideración, 5, 15. —
3 Oración
colecta. —
4 Sal 110,
10. —
5 Eclo 27,
3-4. —
6 Lc 12,
4.—
7 Hech 9,
31. —
8 San
Agustín, Sermón sobre la humildad y el temor de Dios.
—
9 Card. J.
H. Newman, Sermones parroquiales, Sermón 24.
—
10 1
Jn 4, 18. —
11 B.
Baur, La confesión frecuente, p. 153. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 435. —
13 Cfr. Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 31, III. —
14 Cfr. B.
Baur, o. c., p. 156. —
15 Cfr. Rom 8,
35-39.
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