RAMIRO ESCOBAR LA CRUZ 25 de junio de 2019
@ramirix
La
rápida y masiva migración venezolana comienza a sacudir a algunas sociedades
latinoamericanas. ¿Están preparadas para ser países de acogida?
Al
comienzo, hace unos tres años, las decenas —o tal vez cientos— de venezolanos
que llegaban a Lima, o a otras ciudades del Perú, generaban curiosidad, cierto
asombro y frecuentes raptos de gentileza. A los peruanos, que no somos tan
tropicales como ellos, nos llamaban la atención su acento, su calidez, sus
maneras decorosas y que comenzaran a vender en estas calles tan devotamente
culinarias las deliciosas arepas.
Hoy
esas escenas callejeras, que no sobresaltaban demasiado ni al Estado ni a los
ciudadanos, se han transformado en dramáticos tumultos fronterizos, en colas
interminables en las aduanas o en los sitios donde los migrantes venezolanos
tienen que regularizar su situación. Hombres jóvenes, mujeres embarazadas,
niños, ancianos, personas con discapacidad conforman una marea humana que busca
la salvación.
Hay
cerca de 600.000 venezolanos en el Perú, más de un millón en Colombia, unos
200.000 en Ecuador, alrededor de 100.000 en Brasil, tal vez 200.000 en Chile y
más de 100.000 en Argentina. En relación con el conjunto de la población de
estos países no constituyen una cifra aún significativa (en tierras peruanas
son el 1,2% de la población económicamente activa), pero su presencia se
siente, se escucha, se palpa en el día a día.
Y
ha comenzado a alarmar a no pocas personas y en ciertos casos a desatar un
sentimiento que, al menos en tierras peruanas, era relativamente desconocido:
la xenofobia. Los hijos de este país andino, amazónico, costeño, pluricultural
y amable de pronto vimos cómo nos salía de algún rincón de las entrañas una
desconfianza algo parecida al desprecio. Un impulso por cargarle al extraño
males que ya se conocían.
Como
los robos, los asaltos, los secuestros. No los inventaron los venezolanos, por
supuesto, pero bastó que algunos de ellos se vieran involucrados en estos
hechos violentos para que la tentación de estigmatizarlos rondara. A pesar de
que, probadamente, su incidencia en el aumento de los delitos no ha sido
significativa, corre el rumor en algunos barrios —de Lima y otras ciudades— de
que ellos son los culpables.
De
pronto vimos cómo nos salía de algún rincón de las entrañas una desconfianza
algo parecida al desprecio
O
de que vinieron a agravar las cosas. Uno de los últimos episodios relacionados
con este revoltijo social, algo inesperado para las sociedades
latinoamericanas, ha sido la expulsión de algunos venezolanos que delinquieron
a su país de origen en aviones, como ocurrió en el Perú hace algunas semanas.
Simultáneamente, se ha puesto ya restricciones para la entrada de quienes
huyen, como pueden, del caos bolivariano.
En
el Perú ya se les pide pasaporte y visa humanitaria, aun cuando se sabe que
conseguir el citado documento de viaje puede resultar más difícil que sacar a
Nicolás Maduro del poder. En Ecuador, también se optó por exigirles pasaporte,
pero un tribunal de Quito logró neutralizar la medida. En los países a donde
llegan los venezolanos, se cavila entre abrir las puertas cuidadosamente o
cerrarlas con candado.
No
estamos acostumbrados a estas situaciones, triste y simplemente. Al Perú y
otras repúblicas llegaron migrantes desde siempre. Para reemplazar a los
esclavos afrodescendientes liberados de las haciendas llegaron chinos coolíes,
en el siglo XIX, en un episodio poco feliz de nuestra naciente república. Por
esa época también llegaron franceses, ingleses e italianos premunidos de
mayores recursos y en clave de libertad.
Más
tarde, entre los siglos XIX y XX, llegaron árabes, japoneses. Luego, españoles
que huían de la sangrienta Guerra Civil, o europeos que venían para salvarse
del espanto de la II Guerra Mundial. A todos ellos le debemos lo que somos, lo
que comemos, algunas instituciones (los italianos fueron clave en la creación
de compañías de bomberos en el Perú). No hemos sido nunca extraños al natural
devenir migratorio de la especie.
Pero
la actual ola migratoria tiene dos características inusuales: es abrupta y
masiva. En solo un día pueden ingresar 2.000 venezolanos o más. No ocurrió como
con otras migraciones —la de los cubanos a varios países o la de los peruanos y
bolivianos a Chile y Argentina—, que fueron de flujo lento, progresivo. Sin
mucho dolor si se quiere. No. Esta migración, además de ser más grande que las
habituales, es veloz y desesperada.
De
nuestros países, hace pocos años, la gente se quería ir, sobre todo a Europa o
a Estados Unidos, para vivir el american dream o el sueño del progreso en el
mundo desarrollado. Ahora resulta que tenemos acá a nuestros propios hermanos
de la Patria Grande, huyendo de un régimen impresentable, y no sabemos bien qué
hacer. Tendemos a verlos como extraños, cuando son tan parecidos a nosotros,
tan latinoamericanos.
Todo
país, como es obvio, tiene derecho a regular el flujo migratorio que recibe,
pero a la vez debe respetar los derechos de los migrantes con celo e
inteligencia. Los países de esta región lo están intentando, con más o menos
fortuna, con modos distintos de los europeos probablemente; pero no hemos
podido evitar que también instintos básicos salten como resortes desde
sociedades que ya tenían bastantes problemas.
En
el Perú ya se les pide pasaporte y visa humanitaria, aun cuando se sabe que
conseguirlo es más difícil que sacar a Maduro del poder
La
xenofilia, que es lo contrario de la xenofobia, no nos la enseñaron, acaso
porque juzgamos que no era necesaria. La habíamos aprendido en la práctica, al
querer al forastero entre abrazos y manjares, pero cuando irrumpen los
venezolanos en masa aparecemos desarmados, incluso a nivel político, porque
desde varios gobiernos, o grupos políticos, insistimos más en tumbar al régimen
que en edificar el diálogo.
No
hay democracia en Venezuela, esa es una crudísima realidad. Y el caos económico
es supremo. Hasta el punto de que hoy los venezolanos encabezan la lista de
solicitantes de asilo, por encima de sirios y afganos, como ha reportado ACNUR.
Por lo mismo, es urgente unir las hebras de la ayuda humanitaria, la
negociación política, las estrategias diplomáticas. Y sobre todo poner en el
centro a las víctimas, no al deseo de poder.
Los
panas (amigos, en jerga venezolana) que vienen son un desafío para las
autoridades, para los ciudadanos, para la imaginación por último. Porque no
puede ser que la única solución que avizoremos para ellos sea echarlos al
incendio de una intervención extranjera, o a la contumaz intransigencia de un
proyecto político fracasado por hipotecarse, por enésima vez, a las fauces
engañosas del petróleo.
Tomado
de: https://elpais.com/elpais/2019/06/24/migrados/1561370637_128671.amp.html?__twitter_impression=true
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