Francisco Fernández-Carvajal 29 de junio de
2019
— Exigencias de la vocación: prontitud en la entrega,
desprendimiento, no poner condiciones...
— Las pruebas de la fidelidad.
— Virtudes que sostienen nuestro camino hacia el
Señor.
I. Las lecturas de
la Misa nos ayudan a meditar las exigencias que la propia vocación lleva
consigo en el servicio a Dios y a los hombres. La Primera lectura1 muestra
cómo Elías es enviado por Dios desde el Horeb, para que consagrara como profeta
de Yahvé a Eliseo. Bajó Elías del monte y encontró a Eliseo arando; pasó
a su lado y le echó encima el manto, indicando con este gesto que Dios lo
tomaba a su exclusivo servicio. Eliseo respondió con prontitud y con plenitud,
sin dejar atrás nada que le retuviera: cogió la yunta de bueyes y los
mató, hizo fuego con los aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente.
Luego se levantó y marchó tras Elías...
San Lucas nos presenta en el Evangelio de la Misa2 a
tres personas que pretenden seguir al Señor. El primero se acerca a Jesús mientras
iban de camino en ese largo viaje, el último, hacia Jerusalén y hacia
el Calvario. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen
excelentes: te seguiré a dondequiera que vayas, le dice al Maestro.
Y ante esta muestra de generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de
vida que le espera si de verdad le sigue, para que luego no se llame a engaño.
La misión de Cristo es un ir y venir constante, predicando el Evangelio y dando
la salvación a todos, y no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha
de ser la vida de los que le sigan: han de estar desprendidos de las cosas y su
disponibilidad ha de ser completa.
Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme,
le dice. Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro
quiere oír la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más
oportuno, porque le retiene un asunto familiar. No se da cuenta de que, cuando
Dios llama, ese es precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia,
miradas con ojos humanos las circunstancias que rodean una vocación, puedan
encontrarse razones que aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios
tiene unos planes más altos para el discípulo y para quienes, aparentemente,
saldrían perjudicados por su marcha. Tiene todo dispuesto desde la eternidad
para que de esa elección resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien
siga a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones3.
Dilatar la entrega ante Jesús que pasa a nuestro lado puede significar que más
tarde, cuando intentemos de nuevo darle alcance, ya no lo encontramos. El Señor
sigue su camino. Es grave ceder a la «tentación de las dilaciones» ante la
entrega que pide Cristo4.
Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares
circunstancias. Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con
prontitud, con desasimiento, sin condiciones, a la peculiar vocación que Cristo
nos ha dado.
II. El tercero de
los discípulos (solo San Lucas lo menciona) quiere volver atrás para
despedirse de los suyos. Quizá desea estar un tiempo, el último, con los de su
familia. Este parece que ya «ha puesto la mano en el arado», que está decidido
a seguir al Maestro. Pero la llamada del Señor siempre urge porque la
mies es mucha y los operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean
porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la
entrega, todo es lo mismo. Jesús le dice: Nadie que pone su mano en el
arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
La nueva labor del que es llamado es como la del arado
palestino, que es difícil de guiar y más aún en la tierra dura de las orillas
del lago de Genesaret. No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano
en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor.
Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en
Jesús5, como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en
otros asuntos: solo le importa la meta; como el labrador que se fija en un
punto de referencia y hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale
torcido.
A veces, la tentación de mirar atrás puede
llegar a causa de las propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente
con los compromisos contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser
ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que
el ser fiel no es un valor fundamental de la persona; en otras
ocasiones puede llegar esa tentación a causa de la falta de esperanza, al ver
la santidad como lejana a pesar de los esfuerzos, de luchar una y otra vez.
«Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos,
los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y,
sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te
falta experiencia de la vida.
»Te daré un medio seguro para superar esos temores
–tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!–: “desprécialos”, quita
de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace
veinte siglos: “¡no vuelvas la cara atrás!”»6.
Por el contrario, en esas situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, hemos
de mirar a Cristo que nos dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre
que nuestra mirada se dirige a Jesús adelantamos un buen trecho en el camino.
«No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás»7.
«Mirar atrás -enseña
San Atanasio- no es sino tener pesares y volver a tomarle gusto a las cosas del
mundo»8. Es la tibieza, que se introduce en el corazón de quien no
tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber llenado el corazón de Dios y de
las cosas nobles de la propia vocación.
Mirar atrás, a lo
que se dejó, «a lo que pudo ser», con nostalgia o tristeza puede significar en
muchos casos romper la reja del arado contra una piedra, o por lo menos que el
surco, la misión encomendada, salga torcido... Y en la tarea sobrenatural a la
que el Señor nos llama a todos, lo que está en juego son las almas.
Nosotros queremos solo tener ojos para mirar a Cristo
y todas las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo
responsorial de la Misa: El Señor es mi lote y mi heredad. Me
enseñarás el sendero de mi vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha9.
«El sendero de la vida» es la propia vocación, que hemos de mirar con amor y
agradecimiento.
III. El
Espíritu Santo ha querido, a través de San Lucas, señalarnos las palabras a
estos tres discípulos para que las apliquemos a la llamada que hemos recibido
de Dios.
El hombre se define por la vocación recibida. Cada
hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro
sentido que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. «El
hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto
que sobre él tiene Dios»10.
Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a
reconocerle como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad
divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de Cristo el
centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones teniendo siempre
presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e
hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo
para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que
conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha de realizar en la
propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y
según la misión que personalmente le corresponde desarrollar11.
La fidelidad a la propia vocación lleva consigo
responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se
trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el
trabajo, en las alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con
firmeza aquello que de alguna manera signifique mirar donde no podemos
encontrar a Cristo. La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales, sin
las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para
reconocer que –como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro
de Daniel12– tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que
son consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden
encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la
templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento,
a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del
Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo,
como al Amigo de toda la vida. «El que no deja de ir adelante –enseña Santa
Teresa–, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino
dejar la oración»13.
Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no
deseamos otra cosa en la vida que seguirle de cerca en las horas buenas y en
las malas. Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al
que se dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría
rota y descentrada.
Acudamos al terminar nuestra oración a la Virgen
fidelísima, nuestra Madre Santa María.
1 1
Rey 19, 16; 19-21. —
2 Lc 9,
57-62. —
3 F.
Fernández-Carvajal, El Evangelio de San Lucas, Palabra, 5.ª
ed., Madrid 1988, in loc. —
4 Cfr. F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid
1984, pp. 70-71. —
5 Heb 12,
2. —
6 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 133. —
7 ídem, Es
Cristo que pasa, 160. —
8 San
Atanasio, Vida de San Antonio, 3. —
9 Sal 15,
11. —
10 J.
L. Illanes, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, p. 108.
—
11 Cfr. ibídem,
p. 110. —
12 Cfr. Dan 2,
33. —
13 Santa
Teresa, Vida, 19, 5.
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