Por Marco Negrón
Iniciándose la década de
1960, en un texto colectivo sobre la metrópoli del futuro, Kevin Lynch y Lloyd
Rodwin preveían que “Con toda probabilidad (ella) será, asimismo, esencialmente
móvil e igualitaria”. La primera predicción se ha cumplido con creces, pero
acerca de la segunda comienzan a aparecer señales no precisamente alentadoras.
Ha habido un consenso
extendido acerca del éxito de las metrópolis modernas en la esfera económica:
estudios recientes muestran cómo 150 áreas metropolitanas, que apenas concentran
el 12% de la población mundial, generan el 46% del valor agregado bruto de la
economía. Pero también ha sido notable su aporte en la política, estimulando el
desarrollo de las instituciones democráticas, y en la cultura, expandiendo el
acceso de sectores cada vez más amplios de la población al conocimiento y la
educación, particularmente la superior.
Sin embargo, ahora muchos
estudiosos encuentran que esa dinámica empieza a generar preocupantes dinámicas
excluyentes, dando origen a conflictos de clase de nuevo tipo que tienden a
crecer y agudizarse. Algunos, por ejemplo, señalan al fenómeno de los “chalecos
amarillos” franceses ‑“los blancos entre 30 y 50 años que viven lejos de las
grandes ciudades”, como los define el filósofo y escritor Pascal Bruckner- como
la reacción de los excluidos de la metrópoli, la cual se emparentaría con la de
los hijos de los inmigrantes árabes y africanos de la banlieu.
Otros atribuyen a ese mismo
fenómeno el inesperado triunfo del Brexit y la igualmente sorprendente victoria
electoral de Donald Trump. Coincidiendo con Bruckner, quien afirma que se
trata del triunfo de los incompetentes, para los que “el conocimiento se ha
convertido en el nuevo enemigo”, el estudioso del fenómeno metropolitano
Richard Florida considera que en estos dos últimos casos se trata de reacciones
contra las “densas y ricas ciudades basadas en el conocimiento”.
Pero, además de lo que
pudiéramos definir como el problema metropolitano interno, en el plano
internacional se constata un distanciamiento económico profundo y creciente
entre los centros que lideran el desarrollo de la economía, el conocimiento y
la tecnología y el resto de las ciudades; a la vez se plantea la crisis de la
urbanización en el llamado mundo en desarrollo, donde, sin embargo, las tasas
de urbanización y metropolización crecen más rápidamente.
En nuestra crítica situación
actual, esas tendencias deberían llamar fuertemente la atención de quienes
piensan en el día después y de nuestros centros de investigación: como por fin
ha terminado reconociendo el BCV, los venezolanos nos hemos empobrecido
dramáticamente, colocándose el ingreso promedio en los niveles de 1950, a lo
cual se suma la profunda crisis de los servicios públicos, particularmente de
electricidad y agua, sin los cuales la vida en los centros urbanos es
simplemente imposible.
Así, lo que algunos han
llamado la “nueva crisis urbana” alcanza hoy una dimensión dramática entre
nosotros, conduciendo a la inversión del papel de las ciudades: si
históricamente ellas fueron los mecanismos generadores de las clases medias que
apuntalaron el desarrollo de la Venezuela moderna, ahora las transforman en
masas empobrecidas que encuentran como única salida el éxodo en masa.
Cosa que en apariencia no
preocupa al régimen que pareciera verlo como la forma de alcanzar, “por otros
medios”, el sueño de Pol Pot y sus avispados discípulos locales
El tema es crítico para el
futuro de la nación, por lo que se volverá sobre él en próximas columnas.
Errata corrige: en
nuestra columna anterior atribuimos erradamente al eminente demógrafo Kingsley
Davis una frase que en realidad pertenece al no menos eminente historiador de
la ciudad Gideon Sjoberg. El artículo de este último apareció inmediatamente
después del de Davis en el número de Scientific American dedicado a
la ciudad de septiembre de 1965.
25-06-19
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