Carlos Padilla Esteban 22 de junio de 2019
Si creo que es imposible, dejaré de luchar antes de
tiempo
Jesús ha estado predicando al pueblo. Está
oscureciendo. Todos están cansados y tienen hambre. Los discípulos entonces
aconsejan lo razonable:
“Despide a la gente; que vayan a las aldeas y
cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en
descampado”.
Mejor que cada uno vaya a su casa. Así podrán
descansar y comer. Es lo más lógico. ¿Por qué no hacer eso? A menudo tengo
claro lo que deberían hacer los otros. Tengo claro los pasos a seguir. Aconsejo
con rapidez. Opto por lo sensato. Es lo que de verdad importa. Lo elijo.
Pero Jesús hoy me pide la mayor insensatez. Jesús
les dice a los discípulos que hagan lo imposible: “Dadles vosotros de
comer”.
Me pide que me ponga manos a la obra para
llevar a cabo una empresa imposible. Dar de comer a miles. Salvar la vida
de tantos.
Siempre me ha impresionado esta escena. Me
asombra que Jesús me pida lo que no puedo hacer. Como si yo pudiera. Tal vez
confía más en mí de lo que yo confío. O cree en mis capacidades ocultas.
Tengo claro lo que es imposible, lo he aprendido. Sé
lo que puedo hacer y lo que no. La montaña que logro escalar y la que encuentro
demasiado alta.
A veces me han metido en el alma ideas que me limitan.
Desde pequeño escuché: “Tú no puedes hacerlo”. Y me lo he acabado
creyendo con el paso del tiempo.
Quiero creer que puedo para ponerme manos a la
obra. Si creo que es imposible, dejaré de luchar antes de tiempo.
Comenta la sicóloga Mirta Medici:
“Que tengas el suficiente amor propio para pelear
muchas batallas, y la humildad para saber que hay batallas imposibles de ganar
por las que no vale la pena luchar. Que no te permitas los no puedo y que
reconozcas los no quiero”.
Quiero llegar más lejos, más alto, más dentro. Quiero
ser capaz de lo que ahora me parece inalcanzable. Tantas veces me limito.
Pienso que no se puede lograr y no lo intento.
Es que no quiero probar el sabor amargo de la derrota.
O el aspecto bochornoso del que fracasa. Quiero triunfar siempre y me
pongo metas posibles. Para no desanimarme con las derrotas.
Pero ya no sueño. No confío en
cambiar el mundo. Ni a las personas. No creo en el poder imposible del
Espíritu Santo en mi vida. Creo sólo en lo que mis manos tocan, hacen,
alcanzan. Lo posible me parece más verdadero que lo inalcanzable. ¿Para qué
creer en lo que no se puede hacer?
Hoy Jesús me pide que dé yo de comer a miles de
hombres que tienen hambre. Quiere que cambie el rostro de este mundo que me
cuesta y pesa muchas veces.
Quiere que recorra caminos imposibles, rutas
escondidas. Quiere que descubra sendas nuevas y me arriesgue. Quiere, como leía
el otro día, que llegue a “entender que por nosotros mismos no somos ni
podemos nada. Abandonarnos en una total confianza en Dios para quien nada es
imposible, apoyándonos por la fe en su misericordia y su fidelidad”[1].
Quiero aprender a confiar más. Esa
palabra que escucho tan a menudo y se me atraganta en el alma. Confiar
significa dejar hacer. O hacer convencido de que la victoria final es de Dios,
no mía: “Hago lo que puedo, lo demás lo dejo en tus manos”[2].
Esa forma de vivir la vida me da paz.
Es poco lo que puedo hacer. Y siento que mi voz, mi
gesto, mi vida, traspasan los límites de mi carne en la fuerza del Espíritu.
¿No lo he visto tantas veces?
Mi orgullo en ocasiones me hace creer que he sido yo.
Que mis manos han hecho el milagro. Han dado de comer a muchos. He sido yo el
que ha tocado la vida y todo es nuevo.
Soy yo y no soy yo al mismo tiempo. Tengo que querer y ponerme en camino. Tengo que
hacer lo que puedo. Tengo que comenzar a andar y los siguientes pasos
caerán lentamente sobre el camino.
Hay que dar el primer sí, el golpe decisivo. Ese es el
que quiero dar. Me pongo manos a la obra. ¿Cuántas cosas imposibles se abren
ante mí?
Pienso en lo imposible que es vivir plenamente un
camino de santidad. Es imposible superar mis debilidades cada vez que caigo en
mi pecado.
Me duele mi fragilidad para enfrentar la vida y
alegrarme de todo lo que Dios me regala. Dios cuenta conmigo para cambiar este
mundo que necesita amor. Cuenta con lo poco que yo tengo.
Los discípulos son conscientes de lo poco que tienen: “No
tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de
comer para todo este gentío”.
Cuentan los panes y los peces y ven que no basta.
Hacen cálculos humanos, como yo, que soy prudente. Es más sensato mandarlos a
casa.
Mi sensatez me dice que no puedo darles de comer. Miro
a mi alrededor y veo tanta hambre de Dios, de amor, de plenitud. Veo tanta sed,
tantas enfermedades del alma.
¿Qué puedo hacer yo que también tengo sed de hogar, de
paz, de amor? ¿Qué puedo darles yo si también soy un mendigo de
misericordia? Mis panes, mis peces.
Los cuento una y otra vez pensando que van a aumentar
con el paso del tiempo. Pero no es así. Son pocos. No soy mejor que antes. No
tengo más que antes. Son los mismos panes, los mismos peces. Toco mi miseria y
mi pobreza. Palpo mi indigencia y me conmuevo.
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