Francisco Fernández-Carvajal 20 de junio de
2019
— La familia, «el primer ambiente apto para sembrar la
semilla del Evangelio».
— Delicada atención hacia las personas que Dios ha
puesto a nuestro cuidado.
— Dedicarles el tiempo necesario, que está por encima
de otros intereses. La oración en familia.
I. Nos aconseja el
Señor que no amontonemos tesoros en la tierra, porque duran poco y son
inseguros y frágiles: la polilla y la herrumbre los corroen, o
bien los ladrones socavan y los roban1.
Por mucho que lográramos acumular durante una vida, no vale la pena. Ninguna
cosa de la tierra merece que pongamos en ella el corazón de un modo absoluto.
El corazón está hecho para Dios y, en Dios, para todas las cosas nobles de la
tierra. A todos nos es muy útil preguntarnos con cierta frecuencia: ¿en qué
tengo yo puesto el corazón?, ¿cuál es mi tesoro?, ¿en qué pienso de modo
habitual?, ¿cuál es el centro de mis preocupaciones más íntimas?... ¿Es Dios,
presente en el Sagrario quizá a poca distancia de donde vivo o de la oficina en
la que trabajo? O, por el contrario, ¿son los negocios, el estudio, el trabajo,
lo que ocupa el primer plano..., o los egoísmos insatisfechos, el afán de tener
más? Muchos hombres y mujeres, si se respondieran con sinceridad, quizá
encontrarían una respuesta muy dura: pienso en mí, solo en mí, y en las cosas y
personas en cuanto hacen referencia a mis propios intereses. Pero nosotros
queremos tener puesto el corazón en Dios, en la misión que de Él hemos recibido,
y en las personas y cosas por Dios. Jesús, con una sabiduría infinita, nos
dice: Amontonad tesoros en el Cielo, donde ni la polilla ni la
herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está
tu tesoro allí está tu corazón.
Nuestro corazón está puesto en el Señor, porque Él es
el tesoro, de modo absoluto y real. Y no lo es la salud, ni el prestigio, ni el
bienestar... Solo Cristo. Y por Él, de modo ordenado, los demás quehaceres
nobles de un cristiano corriente que está vocacionalmente metido en el mundo.
De modo particular, el Señor quiere que pongamos el corazón en las personas de
la familia humana o sobrenatural que tengamos, que son, de ordinario, a quienes
en primer lugar hemos de llevar a Dios, y la primera realidad que debemos
santificar.
La preocupación por los demás ayuda al hombre a salir
de su egoísmo, a ganar en generosidad, a encontrar la alegría verdadera. El que
se sabe llamado por el Señor a seguirle de cerca no se considera ya a sí mismo
como el centro del universo, porque ha encontrado a muchos a quienes servir, en
los que ve a Cristo necesitado2.
El ejemplo de los padres en el hogar, o de los
hermanos, es en muchas ocasiones definitivo para los demás miembros, que
aprenden a ver el mundo desde un entorno cristiano. Es de tal importancia la
familia, por voluntad divina, que en ella «tiene su principio la acción
evangelizadora de la Iglesia»3.
Ella «es el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio y donde
padres e hijos, como células vivas, van asimilando el ideal cristiano del
servicio a Dios y a los hermanos»4.
Es un lugar espléndido de apostolado. Examinemos hoy si es así nuestra familia,
si somos levadura que día a día va transformando, poco a poco,
a quienes viven con nosotros. Si pedimos frecuentemente al Señor la vocación de
los hijos o de los hermanos –o incluso de nuestros padres– a una entrega plena
a Dios: la gracia más grande que el Señor les puede dar, el verdadero
tesoro que muchos pueden encontrar.
II. Donde está el
propio tesoro, allí están el amor, la entrega, los mejores sacrificios. Por eso
debemos valorar mucho la particular llamada que cada uno ha recibido, y las
personas con las que convivimos, que son beneficiarias inmediatas de ese tesoro
nuestro, porque difícilmente se quiere lo que consideramos de escaso valor. Y
el Señor no querría una caridad que no cuidara en primer lugar a quienes Él ha
puesto –por lazos de sangre o por un vínculo sobrenatural– a nuestro cuidado,
porque no sería ordenada y verdadera.
La familia es la pieza más importante de la sociedad,
donde Dios tiene su más firme apoyo. Y, quizá, la más atacada desde todos los
frentes: sistemas de impuestos que ignoran el valor de la familia, determinadas
políticas educativas, materialismo y hedonismo que tratan de fomentar una
concepción familiar antinatalista, falso sentido de la libertad y de
independencia, programas sociales que no favorecen que las madres puedan
dedicar el tiempo necesario a los hijos... En numerosos lugares, principios tan
elementales como el derecho de los padres a la educación de los hijos han sido
olvidados por muchos ciudadanos que, ante el poder del Estado, acaban por
acostumbrarse a su intervencionismo excesivo, renunciando al deber de ejercer
un derecho que es irrenunciable. A veces, y debido en parte a esas
inhibiciones, se imponen tipos de enseñanza orientados por una visión
materialista del hombre: líneas pedagógicas y didácticas, textos, esquemas,
programas y material escolar que orillan intencionadamente la naturaleza
espiritual del alma humana.
Los padres han de ser conscientes de que ningún poder
terreno puede eximirles de esta responsabilidad, que les ha sido dada por Dios
en relación con sus hijos. Y todos hemos recibido del Señor, de distintas
formas, el cuidado de otros: el sacerdote, las almas que tiene encomendadas; el
maestro, sus alumnos; y lo mismo tantas otras personas sobre quienes haya
recaído una tarea de formación espiritual. Nadie responderá por nosotros ante
Dios cuando nos dirija la pregunta: ¿Dónde están los que te di? Que
cada uno podamos responder: No he perdido a ninguno de los que me diste5,
porque supimos poner, Señor, con tu gracia, medios ordinarios y extraordinarios
para que ninguno se extraviara.
Todos debemos poder decir en relación a quienes se nos
han confiado: Cor meum vigilat: Mi corazón está vigilante. Es la
inscripción ante una de las muchas imágenes de la Virgen de la ciudad de Roma.
Vigilantes nos quiere el Señor ante todos, pero en primer lugar ante los
nuestros, ante los que Él nos confió.
Dios pide un amor atento, un amor capaz de percibir
que quizá uno descuida sus deberes para con Dios, y entonces se le ayuda con
cariño; o que está triste y aislado de los demás, y se tienen con él más
atenciones; o se facilita a otro acercarse al confesonario, con cariño,
amablemente, insistiendo cuando sea oportuno... Un corazón vigilante para
percibir si en el ambiente familiar se van introduciendo modos de proceder que
desdicen de un hogar cristiano, si en la televisión se ven programas sin
seleccionar o con demasiada frecuencia, si se habla poco de temas comunes, si
no hay un clima de laboriosidad o falta preocupación por los otros... Y sin
enfados, dando ejemplo, con oración, con más detalles de cariño, pidiendo a San
José vivir la fortaleza y la constancia, llenas de caridad y de cariño humano.
Y si uno cae enfermo todos se desviven, porque hemos aprendido que los enfermos
son los predilectos de Dios, y en ese momento la persona que sufre es el tesoro
de la casa, y se le ayuda a ofrecer su enfermedad, a rezar alguna oración, y se
procura que padezca lo menos posible, porque el cariño quita el dolor o lo
alivia; al menos, es un dolor distinto.
III.
Pensemos hoy en nuestra oración si la familia y las personas a nuestro cargo y
cuidado ocupan el lugar querido por Dios, si el nuestro es para ellos un
corazón que vigila. ¡Ese, junto a la propia vocación, sí que es un tesoro
que dura hasta la vida eterna! Otros tesoros que nos parecieron
importantes quizá encontremos un día que la falta de rectitud de intención los
convirtió en herrumbre y en orín, o que eran falsos tesoros, o de menor
cuantía.
Vida familiar significa en muchos casos tener tiempo
los unos para los otros: celebrar fiestas de familia, hablar, escuchar,
comprender, rezar juntos... No basta con tener un cariño latente y genérico,
sino que hay que hacerlo crecer: es necesario empeño y oración, ejercicio de
las virtudes humanas y olvido de uno mismo. No es ocioso que nos preguntemos:
¿para qué –o para quién– vivo yo?, ¿qué intereses llenan mi corazón?
Ahora, cuando parece que los ataques a la familia se
han multiplicado, el mejor modo de defenderla es el cariño humano verdadero
–contando con los defectos propios y ajenos– y hacer presente a Dios gratamente
en el hogar: la bendición de la mesa, el rezar con los hijos más pequeños las
oraciones de la noche..., leer con los mayores algún versículo del Evangelio,
rezar por los difuntos alguna oración breve, por las intenciones de la familia
y del Papa..., y el Santo Rosario, la oración que los Romanos
Pontífices tanto han recomendado que se rece en familia y que tantas gracias
lleva consigo. Alguna vez se puede rezar durante un viaje, o en un momento que
se acomoda al horario familiar..., y no siempre tiene que ser iniciativa de la
madre o de la abuela: el padre o los hijos mayores pueden prestar una
colaboración inestimable en esta grata tarea. Muchas familias han conservado la
saludable costumbre de ir juntos los domingos a Misa.
No es necesario que sean numerosas las prácticas de
piedad en la familia, pero sería poco natural que no se realizara ninguna en un
hogar en el que todos, o casi todos, se profesan creyentes. No tendría mucho
sentido que individualmente se consideren buenos creyentes y que ello no se
refleje en la vida familiar. Se ha dicho que a los padres que saben rezar con
sus hijos les resulta más fácil encontrar el camino que lleva hasta su corazón.
Y estos jamás olvidan las ayudas de sus padres para rezar, para acudir a la
Virgen en todas las situaciones. ¡Cuántos habrán hallado la puerta del Cielo
gracias a las oraciones que aprendieron de labios de su madre, de la abuela o
de la hermana mayor!
Y unidos así, con un cariño grande y con una fe recia,
se resisten mejor y con eficacia los ataques de fuera. Y si alguna vez llega el
dolor o la enfermedad, se lleva mejor entre todos, y es ocasión de una mayor
unión y de una fe más honda. La Virgen, nuestra Madre, nos enseñará que el
tesoro lo tenemos en la llamada del Señor, con todo lo que ella implica, y en
la propia casa, en el propio hogar, en las personas que Dios ha querido
vincular de diversos modos a nuestra vida.
Dentro del Corazón de Jesús encontraremos infinitos
tesoros de amor6.
Procuremos que nuestro corazón se asemeje al Suyo.
1 Mt 6,
19-21. —
2 Cfr. F.
Koenig, Carta pastoral sobre la familia, 23-III-1977.
—
3 Juan
Pablo II, Discurso en Guadalajara -México-, 30-I-1979.
—
4 ídem, Discurso
a los obispos de Venezuela, 15-XI-1979. —
5 Jn 18,
9. —
6 Cfr. Misal
Romano, Oración colecta de la Solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús.
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