Francisco Fernández-Carvajal 28 de junio de
2019
— La entrega de Cristo en la Cruz, renovada en la
Eucaristía, purifica nuestras flaquezas.
— Jesús en Persona viene a curarnos, a consolarnos, a
darnos fuerzas.
— La Humanidad Santísima de Cristo en la Eucaristía.
I. Pie
pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús,
bondadoso pelícano, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre, de la que una sola
gota puede salvar de todos los crímenes al mundo entero1.
Cuenta una vieja leyenda que el pelícano devolvía la
vida a sus hijos muertos hiriéndose a sí mismo y rociándolos con su sangre2.
Esta imagen fue aplicada desde muy antiguo a Jesucristo por los cristianos. Una
sola gota de la Sangre Santísima de Jesús, derramada en el Calvario, hubiera
bastado para reparar por todos los crímenes, odios, impurezas, envidias..., de
todos los hombres de todos los tiempos, de los pasados y de los que han de
venir. Pero Cristo quiso más: derramó hasta la última gota de su Sangre por la
humanidad y por cada hombre, como si solo hubiera existido él en la tierra: ...este
es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será
derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados,
dirá Jesús en la Última Cena, y repite cada día el sacerdote en la Santa Misa,
renovando este sacrificio del Señor hasta el fin de los tiempos. Al día
siguiente, en el Calvario, cuando había ya entregado su vida al Padre, uno
de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y
agua3, la última que le quedaba. Los Padres de la Iglesia ven brotar
los sacramentos y la misma vida de la Iglesia de este costado abierto de
Cristo: «¡Oh muerte que da vida a los muertos! –exclama San Agustín–. ¿Qué cosa
más pura que esta sangre? ¿Qué herida más saludable que esta?»4.
Por ella somos sanados.
Santo Tomás de Aquino, comentando este pasaje del
Evangelio, resalta que San Juan señala de un modo significativo aperuit,
non vulneravit, que abrió el costado, no que lo hirió, «porque por este
costado se abrió para nosotros la puerta de la vida eterna»5.
Todo esto ocurrió –afirma el Santo en el mismo lugar– para mostrarnos que a
través de la Pasión de Cristo conseguimos el lavado de nuestros pecados y
manchas.
Los judíos consideraban que en la sangre estaba la
vida. Jesús derrama su sangre por nosotros, entrega su vida por la nuestra. Ha
demostrado su amor por nosotros al lavarnos de nuestros pecados con su propia
sangre y resucitarnos a una vida nueva6.
San Pablo afirma que Jesús fue expuesto públicamente por nosotros en la Cruz:
colgaba allí como un anuncio para llamar la atención de todo el que pasara
delante. Para llamar nuestra atención. Por eso le decimos hoy, en la intimidad
de la oración: Señor Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, que
me encuentro lleno de flaquezas, límpiame con tu sangre...
II. El Señor viene
en la Sagrada Eucaristía como Médico para limpiar y sanar las heridas que tanto
daño hacen al alma. Cuando hemos ido a visitarlo, nos purifica su mirada desde
el Sagrario. Pero cada día, si queremos, hace mucho más: viene a nuestro
corazón y lo llena de gracias. Antes de comulgar, el sacerdote nos presenta la
Sagrada Forma y nos repite unas palabras que recuerdan las que el Bautista dijo
al oído de Juan y de Andrés, señalando a Jesús que pasaba: Este es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y los fieles responden con
aquellas otras del centurión de Cafarnaún, llenas de fe y de amor. Señor,
no soy digno de que entres en mi casa... En aquella ocasión, Jesús se
limitó a curar a distancia al siervo de este gentil, lleno de una fe grande.
Pero en la Comunión, a pesar de que le decimos a Jesús que no somos dignos, que
nunca tendremos el alma suficientemente preparada, Él desea llegar en Persona,
con su Cuerpo y su Alma, a nuestro corazón manchado por tantas indelicadezas.
Todos los días repite las palabras que dirigió a sus discípulos al comenzar la
Última Cena: Desiderio desideravi... He deseado ardientemente comer
esta Pascua con vosotros...7.
¡Cómo puede llenar nuestro corazón de gozo y de amor el meditar con frecuencia
el inmenso deseo que tiene Jesús de venir a nuestra alma!
Bien se puede pensar que «el milagro de la
transubstanciación se ha realizado exclusivamente para vosotros. Jesús vino y
habitó solo para vosotros (...). Ningún intermediario, ningún agente secundario
nos comunicará la influencia que nuestra alma necesita; vendrá Él mismo.
¡Cuánto debe querernos para hacer esto! ¡Qué decidido debe estar a que por
parte suya no falte nada, que no tengamos ninguna excusa para rechazar lo que
nos ofrece, cuando lo trae Él mismo! ¡Y nosotros tan ciegos, tan vacilantes,
tan desdeñosos, tan poco dispuestos a darnos plenamente a Aquel que se da
totalmente a nosotros!»8.
Las faltas y miserias cotidianas, de las que nadie
está nunca libre, no son obstáculo para recibir la Comunión. «No por
reconocernos pecadores hemos de abstenernos de la Comunión del Señor, sino más
bien aprestarnos a ella cada vez con mayor deseo. Para remedio del alma y
purificación del espíritu, pero con tal humildad y tal fe que, juzgándonos
indignos de recibir tan gran favor, vayamos más bien a buscar el remedio de
nuestras heridas»9.
Solo los pecados graves impiden la digna recepción de la Sagrada Eucaristía, si
antes no ha tenido lugar la Confesión sacramental, en la que el sacerdote,
haciendo las veces de Cristo, perdona los pecados.
La Redención, su Sangre derramada, se nos aplica de
muchas maneras. De modo muy particular en la Santa Misa, renovación incruenta
del sacrificio del Calvario. En el momento de la Comunión de manos del
sacerdote, el alma se convierte en un segundo Cielo, lleno de resplandor y de
gloria, ante el cual los ángeles sienten sorpresa y admiración. «Cuando le
recibas, dile: Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Sé el
apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para
remediar la flaqueza de las criaturas»10.
III. ...
Me immundum, munda tuo sanguine..., a mí, inmundo, límpiame con tu sangre...
Debemos pedir al Señor un gran deseo de limpieza en
nuestro corazón. Al menos como aquel leproso que un día, en Cafarnaún, se
postró delante de Él y le suplicó que le limpiara de su enfermedad, que debía
de estar ya muy avanzada, pues el Evangelista dice que estaba cubierto
de lepra11. Y Jesús extendió la mano, tocó su podredumbre, y dijo: Quiero,
queda limpio. Y al instante desapareció de él la lepra. Y eso hará el Señor
con nosotros, pues no solamente nos toca sino que viene a habitar en nuestra
alma y derrama en ella sus gracias y dones.
En el momento de la Comunión estamos realmente en posesión
de la Vida. «Tenemos al Verbo encarnado todo entero, con todo lo que Él es y
todo lo que hace, Jesús Dios y hombre, todas las gracias de su Humanidad y
todos los tesoros de su Divinidad, o, para hablar con San Pablo, la
riqueza insondable de Cristo (Ef 3, 8)»12.
En primer lugar, Jesús está en nosotros como hombre. La Comunión derrama en
nosotros la vida actual, celestial y glorificada de su Humanidad, de su Corazón
y de su Alma. En el Cielo están los ángeles inundados de felicidad por la
irradiación de esta Vida.
Algunos santos tuvieron la visión del Cuerpo
glorificado de Cristo como está en el Cielo, resplandeciente de gloria, y como
está en el alma en el momento de la Comunión, mientras permanecen en nosotros
las sagradas especies. Dice Santa Ángela de Foligno: «era una hermosura que
hacía morir la palabra humana», y durante mucho tiempo conservó de esta visión
«una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y continuo, un
deleite deslumbrante que sobrepuja a todo deslumbramiento»13.
Este es el mismo Jesús que cada día nos visita en este sacramento y obra las
mismas maravillas.
También viene el Señor a nuestra alma como Dios.
Especialmente en esos momentos estamos unidos a la vida divina de Jesús, a su
vida como Hijo Unigénito del Padre. «Él mismo nos dice: Yo vivo por el
Padre (Jn 6, 58). Desde la eternidad, el Padre da a su
Hijo la vida que tiene en su seno. Y se la da totalmente, sin medida, y con tal
generosidad de amor que, permaneciendo distintos, no forman más que una
divinidad con una misma vida, plenitud de amor, de la alegría y de la paz.
»Esta es la vida que nosotros recibimos»14.
Ante un misterio tan insondable, ante tantos dones,
¿cómo no vamos a desear la Confesión, que nos dispone para recibir mejor a
Jesús? ¿Cómo no le vamos a pedir, cuando esté en el alma en gracia, que
purifique tantas manchas, tantas flaquezas? Si el leproso quedó curado al ser
tocado por la mano de Jesús, ¿cómo no va a quedar purificado nuestro corazón,
si nuestra falta de fe y de amor no lo impide? Hoy le decimos a Jesús, en la
intimidad de la oración: «Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes
curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras
debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus.
Señor, Tú que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al
contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»15.
1 Himno Adoro
te devote. —
2 Cfr. San
Isidoro de Sevilla, Etimologías, 12, 7, 26, BAC, Madrid
1982, p. 111. —
3 Jn 19,
34. —
4 San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 120, 2.
—
5 Santo
Tomás, Lectura sobre el Evangelio de San Juan, in loc., n.
2458. —
6 Cfr. Apoc 1,
5. —
7 Lc 22,
15. —
8 R.
A. Knox, Sermones pastorales, pp. 516-517. —
9 Casiano, Colaciones,
23, 21. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 832. —
11 Cfr. Lv 5.
—
12 P.
M. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, 7ª
ed., Madrid 1976, pp. 22-23. —
13 Cfr. Ibídem.
—
14 Ibídem,
p. 24. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93.
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