Francisco Fernández-Carvajal 23 de junio de
2019
— La misión del Bautista.
— Nuestro cometido: preparar los corazones para que
Cristo pueda entrar en ellos.
— Oportet illum crescere... Conviene
que Cristo crezca más y más en nuestra vida y que disminuya la propia
estimación de lo que somos y valemos.
I. Surgió
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía para dar testimonio
de la luz y preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto1.
Hace notar San Agustín que «la Iglesia celebra el
nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único cuyo nacimiento festeja;
celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo»2.
Es el último Profeta del Antiguo Testamento y el primero que señala al Mesías.
Su nacimiento, cuya Solemnidad celebramos, «fue motivo de gozo para muchos»3,
para todos aquellos que por su predicación conocieron a Cristo; fue la aurora
que anuncia la llegada del día. Por eso, San Lucas resalta la época de su
aparición, en un momento histórico bien concreto: El año decimoquinto
del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes
tetrarca de Galilea...4.
Juan viene a ser la línea divisoria entre los dos Testamentos. Su predicación
es el comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios5,
y su martirio habrá de ser como un presagio de la Pasión del Salvador6.
Con todo, «Juan era una voz pasajera; Cristo, la Palabra eterna desde el
principio»7.
Los cuatro Evangelistas no dudan en aplicar a Juan el
bellísimo oráculo de lsaías: He aquí que yo envío a mi mensajero, para
que te preceda y prepare el camino. Voz que clama en el desierto: preparad el
camino del Señor, enderezad sus sendas8.
El Profeta se refiere en primer lugar a la vuelta de los judíos a Palestina,
después de la cautividad de Babilonia: ve a Yahvé como rey y redentor de su
pueblo, después de tantos años en el destierro, caminando a la cabeza de ellos,
por el desierto de Siria, para conducirlos con mano segura a la patria. Le
precede un heraldo, según la antigua costumbre de Oriente, para anunciar su
próxima llegada y hacer arreglar los caminos, de los que, en aquellos tiempos,
nadie solía cuidar, a no ser en circunstancias muy relevantes. Esta profecía,
además de haberse realizado en la vuelta del destierro, había de tener un
significado más pleno y profundo en un segundo cumplimiento al llegar los
tiempos mesiánicos. También el Señor había de tener su heraldo en la persona del
Precursor, que iría delante de Él, preparando los corazones a los que había de
llegar el Redentor9.
Contemplando hoy, en la Solemnidad de su nacimiento,
la gran figura del Bautista que tan fielmente llevó a cabo su cometido, podemos
pensar nosotros si también allanamos el camino al Señor para que entre en las
almas de amigos y parientes que aún están lejos de Él, para que se den más los
que ya están próximos. Somos los cristianos como heraldos de Cristo en el mundo
de hoy. «El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz
ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que
anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»10.
II. La misión de
Juan se caracteriza sobre todo por ser el Precursor, el que anuncia a
otro: vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos
creyeran por él. No era él la luz, sino el que había de dar testimonio de la
luz11. Así consigna en el inicio de su Evangelio aquel discípulo
que conoció a Jesús gracias a la preparación y a la indicación expresa que
recibió del Bautista: Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos
discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios.
Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús12.
¡Qué gran recuerdo y qué inmenso agradecimiento tendría San Juan Apóstol
cuando, casi al final de su vida, rememora en su Evangelio aquel tiempo junto
al Bautista, que fue instrumento del Espíritu Santo para que conociera a Jesús,
su tesoro y su vida!
La predicación del Precursor estaba en perfecta
armonía con su vida austera y mortificada: Haced penitencia –clamaba
sin descanso–, porque está cerca el reino de los Cielos13.
Semejantes palabras, acompañadas de su vida ejemplar, causaron una gran
impresión en toda la comarca, y pronto se rodeó de un numeroso grupo de
discípulos, dispuestos a oír sus enseñanzas. Un fuerte movimiento religioso
conmovió a toda Palestina. Las gentes, como ahora, estaban sedientas de Dios, y
era muy viva la esperanza del Mesías. San Mateo y San Marcos refieren que
acudían de todos los lugares: de Jerusalén y de todos los demás pueblos de
Judea14; también llegaban gentes de Galilea, pues Jesús encontró allí
sus primeros discípulos, que eran galileos15.
Ante los enviados del Sanedrín, Juan se da a conocer con las palabras de
Isaías: Yo soy la voz que clama.
Con su vida y con sus palabras Juan dio testimonio de
la verdad; sin cobardías ante los que ostentaban el poder, sin conmoverse por
las alabanzas de las multitudes, sin ceder a la continua presión de los
fariseos. Dio su vida defendiendo la ley de Dios contra toda conveniencia
humana: no te es lícito tener por mujer a la esposa de tu hermano16,
reprochaba a Herodes.
Poca era la fuerza de Juan para oponerse a los
desvaríos del tetrarca, y limitado el alcance de su voz para preparar al Mesías
un pueblo bien dispuesto. Pero la palabra de Dios tomaba fuerza en sus labios.
En la Segunda lectura de la Misa17 la
liturgia aplica al Bautista las palabras del Profeta: Hizo de mi boca
una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha
bruñida, me guardó en su aljaba. Y mientras Isaías piensa: en vano
me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas, el Señor le
dice: te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta
el confín de la tierra.
El Señor quiere que le manifestemos en nuestra
conducta y en nuestras palabras allí donde se desenvuelve diariamente el
trabajo, la familia, las amistades..., en el comercio, en la Universidad, en el
laboratorio..., aunque parezca que ese apostolado no es de mucho alcance. Es la
misma misión de Juan la que el Señor nos encomienda ahora, en nuestros días:
preparar los caminos, ser sus heraldos, los que le anuncian a otros corazones.
La coherencia entre la doctrina y la conducta es la mejor prueba de la
convicción y de la validez de lo que proclamamos; es, en muchas ocasiones, la
condición imprescindible para hablar de Dios a las gentes.
III. La
misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano, cuando llega el que
es anunciado. «Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo– que por esto fue
permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el
fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los
dos»18. Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque
fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la
humildad y el desprendimiento. De los doce Apóstoles, cinco, según mención
expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que
los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar
testimonio de su predicación19.
En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ese es el
tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes,
su predicación..., habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos
pensaran que quizá Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan
solo desea la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta
abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte
que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: Él os
bautizará en Espíritu Santo y en fuego20.
Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más
humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales
como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el
sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua,
símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes
esperaban al Mesías. El Bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que
purifica como lo hace el fuego21.
Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter
firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué
salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El
Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de
una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. Algo
parecido nos pide a nosotros el Señor: pasar ocultos haciendo el bien,
cumpliendo con perfección nuestras obligaciones.
Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de
Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al
Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido
enviado delante de él... Es necesario que Él crezca y que yo disminuya22. Oportet
illum crescere, me autem minui: conviene que Él crezca y que yo disminuya.
Esta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet
illum crescere... Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la
medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras
pobres vidas, nuestra alegría será incontenible.
Pidámosle al Señor, con el poeta: «Que yo sea como una
flauta de caña, simple y hueca, donde solo suenes tú. Ser, nada más, la voz de
otro que clama en el desierto». Ser tu voz, Señor, en medio del mundo, en el
ambiente y en el lugar en el que has querido que transcurra mi existencia.
1 Antífona
de entrada. Jn 1, 6-7; Lc 1, 17. —
2 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura. San Agustín, Sermón
293, 1. —
3 Misal
Romano, Prefacio de la Misa del día. —
4 Cfr. Lc 3,
1 ss. —
5 Cfr. Mc 1,
1. —
6 Cfr. Mt 17,
12. —
7 San
Agustín, o. c., 3. —
8 Mc 1,
2. —
9 Cfr. L.
Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, FAX, 8ª ed.,
Madrid 1966, p. 260. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 1. —
11 Jn 1,
6. —
12 Jn 1,
29-30. —
13 Mt 3,
2. —
14 Cfr. Mt 3,
5; Mc 1, 1-5. —
15 Cfr. Jn 1,
40-43. —
16 Mc 6,
18. —
17 Segunda
lectura. Is 49, 1-6. —
18 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio, de San Juan,
29, 1. —
19 Cfr. Hech 1,
22. —
20 Jn 3,
15-16. —
21 Cfr. San
Cirilo de Alejandría, Catequesis, 20, 6. —
22 Cfr. Jn 3,
27-30.
*Esta
Solemnidad se celebraba ya en el siglo iv. Juan, hijo de Zacarías e
Isabel, pariente de la Virgen, es el Precursor de Jesucristo, y en esta misión
pone su vida entera, llena de austeridad, de penitencia y de celo por las
almas. Como él mismo nos dice: conviene que Él (Jesús) crezca, y
que yo mengüe. Es también este el proceso que se debe realizar en la vida
espiritual de todo fiel cristiano.
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