Francisco Fernández-Carvajal 26 de junio de
2019
— Los frutos de la Misa. El sacrificio eucarístico y
la vida ordinaria del cristiano.
— Participación consciente, activa y piadosa.
Nuestra participación en la Santa Misa debe ser oración personal, unión con
Jesucristo, Sacerdote y Víctima.
— Preparación para asistir a la Misa. El apostolado y
el sacrificio eucarístico.
I. El Concilio
Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación
sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha
del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo
tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio»1.
Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su
sacrificio en la Cruz.
Estos cuatro fines de la Santa Misa
se logran en distinta medida y manera. Los fines que directamente se refieren a
Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción de gracias, se
producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor,
aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un
solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el
sacrificio eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece
una acción de gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice
Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo2,
pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima
que se ofrece en todas ellas.
Sin embargo, los otros dos fines del sacrificio
eucarístico (propiciación y petición), que revierten en favor de los hombres y
que se llaman frutos de la Misa, no siempre alcanzan de hecho
la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de reconciliación con
Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia podrían también ser
infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero de hecho nunca los
recibimos en tal grado porque se nos aplican según las disposiciones
personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio del Altar logra
una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y petición. La misma
oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en la medida en que,
en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los suyos.
Para recibir los frutos de la Misa, la Iglesia nos
invita a unirnos al sacrificio de Cristo, a participar, por tanto, en la
alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de Jesucristo. El mismo
rito externo de la Misa (las acciones y ceremonias), a la vez que significa el
sacrificio interior de Jesucristo, es signo de la entrega y oblación de los
fieles unidos a Él3.
Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para
realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus
oraciones e iniciativas apostólicas –señala el Concilio Vaticano II–, la vida
conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo,
si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales,
aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el
Cuerpo del Señor»4.
Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo
gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se
dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan
todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.
II. Para que
obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia quiere
que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de
comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de
la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta
disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando
con la gracia divina5.
Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos
de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento
de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión
con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho
ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia:
las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes
en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.
En muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer
en el propio misal las oraciones del celebrante. El empeño por vivir la
puntualidad –llegar al menos unos minutos antes del comienzo–, nos ayudará a
prepararnos mejor y será una delicada atención con Cristo, con el sacerdote que
celebra la Misa y con quienes van a participar de ella. El Señor agradece que
también en esto seamos ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente
antelación si se tratase de una importante audiencia? Nada existe en el mundo
más importante que la Santa Misa.
La participación interna consiste
principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos de fe, de esperanza y de
amor. En el momento de la Consagración podemos repetir, con el
Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor mío y
Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras que
nuestra piedad nos sugiera.
Nuestra participación en la Santa Misa debe ser, ante
todo, oración personal, en la que culmina nuestro diálogo habitual con el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta oración, «en cuanto a cada uno es
posible, es condición indispensable para una auténtica y consciente
participación litúrgica. Y no solo eso; ella es también el fruto, la
consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy y siempre, pero hoy
más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración personal... Sin
una propia íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no
podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa,
participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio
de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar,
respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y
peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres. No
os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra
íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os
observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o
abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta
embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo»6.
De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el
momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su
momento culminante. «El efecto propio de este sacramento –enseña Santo Tomas de
Aquino– es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el
Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí»7.
III.
Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al
acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa
celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande
que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una
sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la
ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que
recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas
cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que
pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella
humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y
la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de
los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la
amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una
mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran
necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios,
el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los
hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: esa es nuestra aspiración fundamental
al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario»8.
De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale
fortalecido.
Los minutos de acción de gracias después
de la Misa completarán esos momentos tan importantes del día, y tendrán una
influencia directa en el trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos
a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La
Misa así vivida nunca será un acto aislado; será alimento de todas nuestras
acciones y les dará unas características peculiares...
Y en la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre
Santa María. «¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio sin recordar e
invocar a la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha
participado muy íntimamente en el sacerdocio de su Hijo durante su vida
terrestre, para que esté ligada para siempre al ejercicio de su sacerdocio.
Como estaba presente en el Calvario, está presente en la Misa, que es una
prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre;
en el altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza cuyo
sacrificio renueva. Ofrezcámonos a Jesús por medio de Nuestra Señora»9.
Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella
nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.
1 Misal
Romano, Ordenación general, Proemio, 2. —
2 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológicas, 3, q. 48, a. 2. —
4 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 34. —
6 Pablo
VI, Alocución 14-VIII-1969. —
7 Santo
Tomás, IV Libro de las sentencias, d. 12, q. 2, a. 1. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, pp. 79-80. —
9 P.
Bernadot, La Virgen en mi vida, Barcelona 1947, p. 233.
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