Francisco Fernández-Carvajal 18 de junio de
2019
— Necesidad y frutos.
— La oración preparatoria. Ponerse en
presencia de Dios.
— La ayuda de la Comunión de los Santos.
I. El Evangelio de
la Misa de hoy1 es
una llamada a la oración personal. Cuando oréis -nos dice Jesús-, no
seáis como los hipócritas, que son amigos de orar de pie en las sinagogas y en
las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres... Tú, por el
contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta,
ora a tu Padre que está en lo oculto...
El Señor, que nos da esta enseñanza acerca de la
oración, la practicó en su vida en la tierra. El Santo Evangelio nos refiere
las muchas veces que se retiraba Él solo para orar2.
Y este mismo ejemplo lo siguieron los Apóstoles y los primeros cristianos, y
después todos aquellos que han querido seguir de cerca al Maestro. «El sendero,
que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender
poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en
árbol frondoso»3.
La oración diaria nos mantiene vigilantes ante el
enemigo que acecha continuamente, nos hace firmes ante pruebas y dificultades,
aprendemos en ella a servir a los demás, es el faro de luz intensa que ilumina
el camino y ayuda a ver con claridad los obstáculos. La oración personal nos
mueve a realizar mejor el trabajo, a cumplir los deberes con la propia familia
y con la sociedad, y tiene una influencia decisiva en las relaciones con los
demás. Pero, sobre todo, nos enseña a tratar al Maestro y a crecer en el amor.
«¡No dejéis de orar! –nos aconseja el Papa Juan Pablo II–. ¡La oración es un
deber, pero también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por
medio de Jesucristo!»4.
En la oración estamos con Jesús; eso nos debe bastar.
Vamos a entregarnos, a conocerle, a aprender a amar. El modo de hacerla depende
de muchas circunstancias: del momento que pasamos, de las alegrías que hemos
recibido, de las penas... que se convierten en gozo cerca de Cristo. En muchas
ocasiones traemos a la consideración algún pasaje del Evangelio y contemplamos
la Santísima Humanidad de Jesús, y aprendemos a quererle (no se ama sino lo que
se conoce bien); examinamos otras veces si estamos santificando el trabajo, si
nos acerca a Dios; cómo es el trato con aquellas personas entre las que
transcurre nuestra vida: la familia, los amigos...; quizá al hilo de la lectura
de algún libro –como el que tienes entre las manos–, convirtiendo en tema
personal aquello que leemos, diciendo al Señor con el corazón esa jaculatoria que
se nos propone, continuando con un afecto que el Espíritu Santo ha sugerido en
lo hondo del alma, recogiendo un pequeño propósito para llevarlo a cabo en ese
día o avivando otro que habíamos formulado...
La oración mental es una tarea que exige poner en
juego, con la ayuda de la gracia, la inteligencia y la voluntad, dispuestos a
luchar decididamente contra las distracciones, no admitiéndolas nunca
voluntariamente, y poniendo empeño en dialogar con el Señor, que es la esencia
de toda oración: hablarle con el corazón, mirarle, escuchar su voz en lo íntimo
del alma. Y siempre debemos tener la firme determinación de dedicar a Dios, a
estar con Él a solas, el tiempo que hayamos previsto, aunque sintamos gran
aridez y nos parezca que no conseguimos nada. «No importa si no se puede hacer
más que permanecer de rodillas durante este tiempo, y combatir con absoluta
falta de éxito contra las distracciones: no se está malgastando el
tiempo»5. La oración siempre es fructuosa si hay empeño por sacarla
adelante, a pesar de las distracciones y de los momentos de aridez. Nunca nos
deja Jesús sin abundantes gracias para todo el día. Él «agradece» siempre con
mucha generosidad el rato en que Le hemos acompañado.
II. Es de particular
importancia ponernos en presencia de Aquel con quien deseamos hablar. Con
frecuencia, el resto de la oración puede depender de estos primeros minutos en
los que ponemos empeño en estar cerca de Quien sabemos nos ama y espera nuestra
súplica, un acto de amor, que consideremos junto a Él un asunto que nos
preocupa..., o sencillamente que permanezcamos en su presencia mirándole y
sabiendo que nos mira. Si cuidamos con esmero, con amor, estos primeros
momentos, si nos situamos de verdad delante de Cristo, una buena parte de la
aridez y de las dificultades para hablar con Él desaparecen..., porque eran
simplemente disipación, falta de recogimiento interior.
Para ponernos en presencia de Dios al comenzar la
oración mental, debemos hacernos algunas consideraciones, que nos ayuden a
alejar de nuestra mente otras preocupaciones. Le podemos decir a Jesús: «Señor
mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, para escucharme. Está en el
Tabernáculo, realmente presente bajo las especies sacramentales, con su Cuerpo,
su Sangre, Alma y Divinidad; y está presente en nuestra alma por la gracia,
siendo el motor de nuestros pensamientos, afectos, deseos y obras
sobrenaturales (...): ¡que me ves, que me oyes!
»Enseguida –nos sigue diciendo San Josemaría Escrivá–,
el saludo, como se acostumbra a hacer cuando conversamos con una persona en la
tierra. A Dios se le saluda adorándole: ¡te adoro con profunda reverencia! Y si
a esa persona la hemos ofendido alguna vez, si la hemos tratado mal, le pedimos
perdón. Pues, a Dios Nuestro Señor, lo mismo: te pido perdón de mis pecados, y
gracia para hacer bien, con fruto, este rato de conversación contigo. Y ya
estamos haciendo oración, ya nos encontramos en la intimidad de Dios.
»Pero, además, ¿qué haríamos si esa persona principal,
con la que queremos charlar, tiene madre, y una madre que nos ama? ¡Iríamos a
buscar su recomendación, una palabra suya en favor nuestro! Pues a la Madre de
Dios, que es también Madre nuestra y nos quiere tanto, hemos de invocarla:
¡Madre mía Inmaculada! Y acudir a San José, el padre nutricio de Jesús, que
también puede mucho en la presencia de Dios: ¡San José, mi Padre y Señor! Y al
Ángel de la Guarda, ese príncipe del Cielo que nos ayuda y nos protege...
¡Interceded por mí!
»Una vez hecha la oración preparatoria, con esas
presentaciones que son de rigor entre personas bien educadas en la tierra, ya
podemos hablar con Dios. ¿De qué? De nuestras alegrías y nuestras penas, de
nuestros trabajos, de nuestros deseos y nuestros entusiasmos... ¡De todo!
»También podemos decirle, sencillamente: Señor, aquí
estoy hecho un bobo, sin saber qué contarte... Querría hablar contigo, hacer
oración, meterme en la intimidad de tu Hijo Jesús. Sé que estoy junto a Ti, y
no sé decirte dos palabras. Si estuviera con mi madre, con aquella persona
querida, les hablaría de esto y de lo otro; contigo no se me ocurre nada.
»¡Esto es oración (...)! Permaneced delante del
Sagrario, como un perrito a los pies de su amo, durante todo el tiempo fijado
de antemano. ¡Señor, aquí estoy! ¡Me cuesta! Me marcharía por ahí, pero aquí
sigo, por amor, porque sé que me estás viendo, que me estás escuchando, que me
estás sonriendo»6.
Y junto a Él, incluso cuando no sabemos muy bien qué
decirle, nos llenamos de paz, recuperamos las fuerzas para sacar adelante
nuestros deberes, y la cruz se torna liviana porque ya no es solo nuestra:
Cristo nos ayuda a llevarla.
III.
Junto a Cristo en el Sagrario, o allí donde nos encontremos haciendo el rato de
oración mental, perseveraremos por amor, cuando estemos gozosos y cuando nos
resulte difícil y nos parezca que aprovechamos poco. Nos ayudará en muchas
ocasiones el sabernos unidos a la Iglesia orante en todas las partes del mundo.
Nuestra voz se une al clamor que, en cada momento, se dirige a Dios Padre, por
el Hijo, en el Espíritu Santo. «A la hora de la oración mental, y también
durante el día –nos continúa diciendo San Josemaría Escrivá–, recordad que
nunca estamos solos, aunque quizá materialmente nos encontremos aislados. En
nuestra vida (...) permanecemos siempre unidos a los Santos del Paraíso, a las
almas que se purifican en el Purgatorio y a todos nuestros hermanos que pelean
aún en la tierra. Además, y esto es un gran consuelo para mí, porque es una
muestra admirable de la continuidad de la Iglesia Santa, os podéis unir a la
oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos han precedido,
los que viven ahora, los que vendrán en los siglos futuros. Así, sintiendo esta
maravilla de la Comunión de los Santos, que es un canto inacabable de alabanza
a Dios, aunque no tengáis ganas o aunque os sintáis con dificultades –¡secos!–,
rezaréis con esfuerzo, pero con más confianza.
»Llenaos de alegría, pensando que nuestra oración se
une a la de aquellos que convivieron con Jesucristo, a la incesante plegaria de
la Iglesia triunfante, purgante y militante, y a la de todos los cristianos que
vendrán. Por tanto (...), cuando te encuentres árido en la oración, esfuérzate
y di al Señor: Dios mío, yo no quiero que falte mi voz en este coro de alabanza
permanente dirigida a Ti y que no cesará nunca»7.
En la diaria oración se encuentra el origen de todo
progreso espiritual y una fuente continua de alegría, si ponemos empeño y vamos
decididos a estar «a solas con quien sabemos nos ama»8.
La vida interior progresa al compás de la oración, y repercute en las acciones
de la persona, en su trabajo, en su apostolado, en su mortificación...
Acudamos con frecuencia a Santa María para que nos
enseñe a tratar a su Hijo, pues ninguna persona en el mundo supo dirigirse a
Cristo como lo hizo su Madre. Y junto a Ella, San José, que tantas veces habló
con Jesús, mientras trabajaba, en el descanso, durante un viaje, mientras
paseaban por los alrededores de Nazaret... Después de María, José fue quien más
horas pasó junto al Hijo de Dios. Él nos enseñará a tratar al Maestro y, si se
lo pedimos, nos ayudará cada día a sacar propósitos firmes, concretos y claros
que nos ayudarán a mejorar el trabajo, a limar las asperezas del carácter, a ser
más serviciales, a estar alegres por encima de todas las contradicciones que
pueden sobrevenir...
Sancte Ioseph, ora pro eis, ora pro me! San José,
ruega por ellos (aquí podemos
fijar nuestra atención en las personas concretas por las que deseamos pedir con
particular intensidad), ruega por mí.
1 Mt 6,
1-6; 16-18. —
2 Cfr. Mt 14,
23; Mc 1, 35; Lc 5, 6; etc. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 295. —
4 Juan
Pablo II, Alocución, 14-III-1979. —
5 E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, Madrid 1954, vol. II, p.
141. —
6 San
Josemaría Escrivá, Registro Histórico del Fundador, 20165,
p. 1410. —
7 Ibídem,
20165, p. 1411. —
8 Santa
Teresa, Vida, 8, 2.
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