Alberto Barrera Tyszka 26 de junio de 2019
Un
vecino me escribe indignado. Mientras leo su correo puedo percibir, debajo de
las esdrújulas y detrás de los acentos, sus jadeos entrecortados, el ruido de
la rabia instalado en su respiración. Él esperaba que Michelle Bachelet le
metiera –por lo menos- un dedo en el ojo a alguien, a cualquiera, aunque fuera
a un ex ministro, a adulador de turno, a un oficial de la guardia presidencial.
Y no lo decía metafóricamente. Esperaba algo contundente. Había imaginado una
escena donde la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU se paraba
ante las cámaras y, sin sonreír, le decía a todos los venezolanos que Tarek
Williams Saab es un farsante, un sicario al servicio de los poderosos y
–además- un pésimo poeta. En el fondo de sus sueños, existía la imagen vaporosa
donde esta señora chilena agarraba por las greñas a Cilia Flores y la llevaba a
rastras desde el patio hasta la puerta del Palacio de Miraflores: ¡pa´fuera! No
podía tolerar la foto de la chilena, con media sonrisa de circunstancia
atrapada sobre los labios, junto a Maduro o junto al General Padrino López
“¿Acaso no sabe que son unos torturadores, que son unos asesinos?”, se
preguntaba con genuina exasperación.
Uno
de los elementos esenciales de la antipolítica es el dominio del afecto sobre
las formas. Así se construye el clima ideal para el desarrollo del populismo.
La experiencia sentimental se impone sobre cualquier protocolo, sobre cualquier
ceremonia, saboteando incluso la idea de que el acuerdo y las negociaciones son
un vínculo fundamental para la vida en común. Hugo Chávez destruyó la
institucionalidad del país basándose en sentimientos. Lo único importante era
lo que los ciudadanos sintieran por él. Todo lo demás quedó fuera del debate.
La emoción sustituyó al discernimiento.
Este
proceso ha ido variando, complejizándose y agudizándose con los años. Y en él
estamos todos envueltos y revueltos. Las distintas diatribas que, con respecto
a la visita de Michelle Bachelet, se han dado esta semana entre diferentes
ciudadanos de oposición a veces parecen un enjambre de estridencia sentimental.
La antipolítica puede llegar a ser un melodrama absurdo, sin contención. En el
fondo, no importa qué siente Michelle Bachelet. No importa si se conmovió o no,
si lloró o si solo se le aguaron los ojos, si sus corazón es sincero y se
inclina hacia el sufrimiento de las grandes mayorías del país. Tampoco importa
lo que sintamos cada uno de nosotros. No importan las sospechas entrañables ni
las devociones íntimas. Necesitamos desafectivizar la política, llevarla de
regreso al territorio del razonamiento.
Hay
otra forma de ver los hechos
Esta
semana vino al país una funcionaria de alto nivel, a cargo del tema de Derechos
Humanos en la más importante organización internacional del planeta. Pudo
reunirse con las víctimas de agresiones, escuchó distintos testimonios. Habló
con el liderazgo opositor, con la iglesia, con representantes de ONGs que
trabajan en la defensa de derechos humanos en todo el país. Pero además
consiguió acuerdos importantes que comprometen al gobierno con respecto a la
situación carcelaria y a los presos políticos. Puso en evidencia el tema de la
tortura, exigió datos claros sobre la situación sanitaria… Logró, además, que
el gobierno de Nicolás Maduro acepte que dos representantes de la oficina de
Derechos Humanos de la ONU permanezcan en el país y monitoreen de forma
permanente todo lo que ocurre.
No
importa que esta alta funcionaria sea chilena, no importa que se llame Michelle
Bachelet. No importa su historia personal, su vida privada, su experiencia
sentimental. Una Alta Comisionada de la ONU estuvo aquí y formalmente dejó
constancia de que hay profundas violaciones a los derechos humanos y un
alarmante deterioro humanitario en el país.
No
tumbó al gobierno, ciertamente. Tampoco vino a hacerlo. Tenía una labor que
cumplir, según los requerimientos y exigencias de su misión y de su cargo. Eso
es acción política. Y quizás nunca sabremos lo que realmente sintió, lo que en
verdad siente en su interior. Vino a trabajar no a emocionarse.
Alberto
Barrera Tyszka
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