Rafael Luciani 22 de junio de 2019
Muchos
recordarán el Catecismo escrito por el Jerónimo Martínez de Ripalda SJ en 1616.
Su influencia siguió hasta mediados del siglo XX. Presentaba a un Jesús maestro
que enseñaba la sana doctrina cristiana: «credo, mandamientos, oraciones y
sacramentos». Esto dio forma a un estilo devocional y ensimismado, muy distante
y olvidadizo, desplazando la centralidad de la praxis fraterna de Jesús como
aquello que da sentido al cristianismo.
Quizás
debamos preguntarnos si leemos los Evangelios y nos relacionamos personalmente
con Jesús, o nos limitamos a practicar el culto. Podemos estar ante a un estilo
de catolicismo que ha olvidado lo central, como es la puesta en práctica del
Reino predicado por Jesús, como lo ha recordado el Papa Francisco.
En
un ambiente donde el cristianismo se comprendía doctrinariamente, creció Angelo
Roncalli, el futuro Papa, elegido a los 77 años, que llevaría por nombre Juan
XXIII. Su ministerio transcurrió como delegado apostólico del Vaticano en
Bulgaria, Turquía y Grecia. Fue admirado por salvar la vida de tantos judíos
durante el Nazismo, obviando protocolos diplomáticos y poniendo en riesgo su
vida. Luego de la guerra fue enviado como Nuncio a Francia para reconciliar a
una Iglesia dividida por la presencia de obispos colaboracionistas con el
Nazismo. Terminó ganándose el corazón del pueblo. Fue luego nombrado Patriarca
de Venezia donde permaneció hasta su elección como el Papa número 261, desde 1958
hasta 1963. Este hombre, de gran sencillez, fue teológicamente cercano a la
nouvelle théologie francesa y al movimiento litúrgico alemán. Lo rodeaban aires
de reforma.
A
los primeros meses de ser elegido recortó los altos estipendios de la curia,
reconoció los derechos laborales de los laicos en el Vaticano y mejoró sus
salarios. Nombró a Cardenales de otros continentes, entre ellos al primer
venezolano, el Card. Quintero. Fue el primer Papa en visitar parroquias
romanas, hospitales de niños y cárceles, como Obispo de Roma.Luego de 400 años
aceptó reunirse con el arzobispo de Canterbury. Y para los que no recuerdan
decretó la excomunión de Fidel Castro.
Esto
no sería todo. Aquél hombre elegido bajo la sombra de un papado de transición,
anunciaría sorpresivamente la convocatoria a un nuevo Concilio. Tan solo a tres
meses de su elección, el 25 de enero de 1959 anunció lo que se conocería como
el XXI Concilio Ecuménico Vaticano II.
Luego
de una amplia tradición de veinte concilios ecuménicos que formularon dogmas y
condenaron herejías, Roncalli se atrevía a recordar en su discurso inaugural
del 11 de octubre de 1962 el sentido que debía inspirar a este Concilio:
«Cristo pronunció esta sentencia: Buscad primero el Reino de Dios y su
justicia. La palabra primero nos indica hacia dónde se tienen que dirigir
especialmente nuestras fuerzas y nuestros pensamientos». Buscar el Reino era
hacer lo que Jesús dijo (MM 235). El mundo ya no podía ser visto como lugar de
pecado sino como presencia del amor de Dios. La Iglesia ya no podía ser creíble
por sus jerarcas, sino por su servicio a la humanidad.
El
cambio de paradigma fue tremendo. Implicaba situar a la comunidad eclesial como
quien «está presente en este mundo y con él vive y obra» (GS 40), pues «el gozo
y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre
todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1). El Concilio se
inspiraba en un mensaje que el Papa había difundido por Radio el 11 de
septiembre de 1962: “de cara a los países pobres, la Iglesia se presenta como
es y quiere ser: la Iglesia de todos, pero especialmente la Iglesia de los
pobres”.
En
sus dos encíclicas más destacadas, Mater et Magistra y Pacem in Terris, se
dirigió por vez primera «a todos los hombres de buena voluntad», y no sólo a
los católicos, dejando claro que el camino de la Iglesia es, como luego dirá el
Vaticano II, «el servicio a la humanidad» (GS 41) como pueblo de Dios que busca
la construcción de la «fraternidad». «Es la persona humana la que hay que
salvar, y es la sociedad humana la que hay que renovar» (GS 3). Es Cristo, y no
la Iglesia, el centro y sentido del cristiano (MM 236ss). Es la paz y no el
carrerismo, el poder o las ideologías, lo que hay que construir (PT 161ss). Es
por esta razón que el Papa quiso que el Concilio se dirigiera «a la humanidad
entera» (GS2), para poder «contribuir a la humanización de la familia humana»
(GS 40).
Gracias
a este buen hombre se logró un giro extraordinario en el modo de vivir la fe. A
él le debemos el inicio de un acontecimiento que superó las propias fronteras
de la Iglesia y puso en marcha un proceso de aggiornamento radical. Buscó
inspirar, no fácil aunque sí acertadamente, la convicción de que «el porvenir
de la humanidad está en las manos de quienes sepan dar a las generaciones
venideras razones para vivir» (GS 31). Podemos imaginar el impacto de esa frase
en aquellos años donde los intentos de reforma y diálogo con el mundo eran
rechazados.
Recordemos
hoy sus sabias palabras: «la salvación y la justicia no están en la revolución,
sino en una evolución… La violencia jamás ha hecho otra cosa que destruir…
encender las pasiones; acumular odio… y precipitar a los hombres a la dura
necesidad de reconstruir… sobre los destrozos de la discordia» (PT 162).
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