JUAN ARIAS 1 MAY 2014
Cuando la política
ignora el dolor del mundo para dar paso al cinismo, se están abriendo las
puertas a la barbarie
¿Son los políticos capaces de tener
sentimientos? ¿Y los corruptos? La política debería ser una de las artes más
nobles ya que su finalidad es la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos que
colocan su confianza en sus representantes. ¿Es así? ¿Existen en ella
sentimientos o está solo hecha de frías negociaciones, compromisos, intrigas y
corrupciones?
Con motivo de las últimas denuncias
contra la empresa brasileña Petrobras, que fue orgullo mundial, hemos visto en
los medios de comunicación una verdadera danza de cifras de millones de dólares
que en buena parte podrían haber acabado en el bolsillo de quienes deberían
haber vigilado una empresa creada con el esfuerzo de miles de ciudadanos.
Es una danza de ceros que se repite en
las ya rutinarias acusaciones de corrupción política. Una danza que revela el
poco aprecio que existe por el dinero público, fruto del esfuerzo cotidiano de
tantos trabajadores o de pequeños empresarios que trabajan cuatro meses gratis
para el Estado para pagar impuestos. ¿Para recibir qué a cambio?
Bastaría con usar esas cifras
estelares de la corrupción, que se mide ya en miles de millones y que un simple
trabajador ni consigue calcular, para que Brasil pudiera ser un país con una
mejor calidad de vida sin aparecer siempre en el furgón de cola en las encuestas
mundiales en educación, violencia y desarrollo humano.
¿Qué sienten respecto a sus
gobernantes esos millones de hombres y mujeres que luchan para que no les falte
a sus hijos lo necesario, al toparse con esa danza de los guarismos de la
corrupción que acaba perdiéndose casi siempre en el pozo de la impunidad?
En ese macabro baile de cifras, un
millón de reales ya es considerado un pecado venial. Y sin embargo, para ganar
ese millón, una profesora de escuela primaria, con un sueldo medio de 1.500
reales mensuales, ¿saben cuanto años debería trabajar? Exactamente 70, es
decir, dos vidas laborales.
Pienso también en tantos trabajadores
a sueldo, que se dejan en su tarea su salud y, a veces, hasta su vida, como ha
ocurrido con los ocho trabajadores muertos en las obras de construcción de los
nuevos estadios de la Copa (por Dios, Pelé, que la vida de una persona vale más
que todos los estadios y los mundiales del mundo juntos).
Pienso en los millones de funcionarios
anónimos de los hospitales, de campo, de los servicios públicos de limpieza, de
las trabajadoras del hogar que realizan un trabajo oscuro a favor de todos
nosotros con un sueldo que les da, justo, para vivir en estrechez.
Me pregunto lo que deben sentir
íntimamente todos los que necesitan usar diariamente dos o tres medios públicos
de transporte para ir al trabajo y que a veces hacen kilómetros a pie para
ahorrarse unas monedas, cuando ven a algunos políticos usando, sin necesidad,
aviones y helicópteros del Ejército o de empresarios -a veces corruptos- por
pura comodidad o porque se consideran disminuidos viajando como todos los
mortales.
Nadie, ni siquiera los trabajadores
más humildes, exige a sus políticos que hagan voto de pobreza o que dejen de
usar los medios que necesitan para ejercer con eficacia su trabajo. Lo que
piden y exigen es que los impuestos reviertan en beneficio de todos. Y no solo
de unos pocos.Y que no les roben.
¿Y qué sienten los corruptos?
¿Sentirán por lo menos un mínimo de desasosiego, sabiendo que ese dinero que
les enriquece ilícitamente y que ellos despilfarran, a veces hasta con descaro,
lo sustraen a la fatiga de los demás?
¿Conseguirán sentir, como un lamento
en sus conciencias, que ese dinero de la corrupción está hecho con con las
lágrimas de tanto trabajo duro de gentes que tienen que hacer fila para todo,
que sufren la violencia institucional cada vez que piden lo que les pertenece
por ley y por justicia? Y no estoy hablando de los más pobres ni de los negros,
sino también de la clase media blanca, cada vez más sacrificada.
Hay quien asegura que esos corruptos
no solo no albergan esos sentimientos de vergüenza, sino que hasta piensan que
la gente “vive demasiado bien”, ya que “nunca tuvieron tanto como hoy”. Se
refieren a la gente de a pie, a las personas sin privilegios a las que les
producen vértigo las cifras astronómicas de la corrupción.
Cuando en una sociedad acaban
desapareciendo los sentimientos, sin que la ilegalidad llegue a quitar el sueño
a nadie, todo el resto (desde las comisiones de investigación del Congreso a
las posibles reformas políticas) será tristemente inútil y fácilmente burlado.
La primera gran reforma debería
empezar con el apremio de ciertos sentimientos básicos de decencia a quienes
rigen los destinos de la comunidad. Ese pudor que deberían albergar los que la
sociedad elige con su voto para que cuiden del bienestar de todos, y no para
que se conviertan en peligrosos ladrones del gallinero.
Cuando en la política los sentimientos
de compasión se apagan y se ignora el dolor del mundo para dar paso al cinismo,
estamos abriendo peligrosamente las puertas a la barbarie.
Recibido por correo.
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