Por Luisa Pernalete, 23/02/2015
Por feliz casualidad, estaba en un supermercado caraqueño y empecé a
ver gente con paquetes de café en la mano. Rápidamente pregunté de dónde venía
el “tesoro” y un señor me indicó dónde estaba la cola que me convertiría en
café- habiente, “no se equivoque, hay otra para el aceite”, advirtió mi
informante. Llegué a mi lugar y me sorprendió ingratamente ver un soldado con
arma larga al principio de la cola. Sostenía el arma en sus manos, como listo
para cualquier ataque. Me sentí mal, muy mal, eran las 5 de la tarde y no
observaba a ninguna persona en el establecimiento en actitud de estar en una
zona de combate.
Hace unos días en el distribuidor de Santa Fe, Caracas, conté 60
funcionarios –creo que eran más- todos visiblemente armados, muchas motos. Miré
alrededor a ver dónde estaba el enemigo que ameritaba tanta fuerza. No encontré
nada. ¿Eran de la Guardia Nacional? ¿Policía Nacional Bolivariana? No pude
distinguir emblemas en los uniformes. Recordé la queja de amigas mías que viven
en barrios populares del interior: se sienten indefensas frente a la
delincuencia armada y violenta. Me acordé también de la recién salida
Resolución 8610. Volví a sentir esa impresión de tener arrugado el corazón.
Hace ya tiempo que la militarización se ha ido apropiando de la
cotidianidad de los venezolanos. Uniformados con armas largas en motos
circulando a cualquier hora por cualquier vía, sin que sepamos de alguna
declaración de guerra de otros países, sin que tengamos desastres naturales que
ameriten control militar de los ciudadanos. Si es verdad que por haber
trabajado en lugares de frontera – con Colombia y con Brasil – he visto muchos
militares, y se en esas zonas se sabe que son “la primera” y a veces la única
autoridad. Ayudé a fundar la escuela de Fe y Alegría en Cojoro, Alta Guajira.
Durante 11 años viajé a Manakrü, vecina a Santa Elena de Uairén, a pocos
kilómetros de Brasil. Pero una cosa es verlos en la frontera y otra en
cualquier calle de Caracas o dentro de un supermercado.
Los civiles no somos militares. Hay diferencia en las normas que rigen
las relaciones interpersonales de los militares y las que nos rigen a los
civiles en una sociedad democrática. Usted no se imaginaría un soldado haciendo
una broma a su superior, o saludándole con un “¿Qué hubo? ¿Cómo está todo? Le
ha caído bien la dieta mi capitán”, o comentarle que el hijo se le enfermó de
chikungunya y no consigue acetaminofén pediátrico. En cambio entre vecinos esa
conversación sería común. Dirá algún lector que estoy banalizando el tema, pero
nada de eso, al revés, profundizo el tema. Un cuartel es un cuartel y la
sociedad democrática es otra cosa, no funciona como un cuartel.
Llevó décadas, más que la edad de algunos ministros, enseñando a
maestros a escuchar a los estudiantes, ayudando a madres y a padres a resolver
los conflictos en sus hogares por la vía del diálogo y la comprensión, llevo
años propiciando “mesas redondas” para tomar decisiones en comunidades
populares. Nada de “línea de mando” que no admite distintos puntos de vista. A un
soldado no se le enseñe a discernir, porque no se aceptan discusiones en esas
relaciones. “¡Sí, señor!” es la respuesta, se esté o no de acuerdo. No es así
en la sociedad compuesta por actores civiles. No hay elecciones en un cuartel
para elegir al General, en cambio en una sociedad democrática es en las urnas
donde se toman esas decisiones.
Respeto la persona del militar, como respeto a todas las personas, pero
quiero vivir en una Venezuela regida por civiles, con mesas redondas para poder
hablar al mismo nivel con los otros, con posibilidad de desacuerdos, y el verde
que deseo ver en las calles es el de las hojas de los árboles, que acogen
generosamente a las aves.
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