Américo Martin Marzo 6, 2015
Era
una noche caraqueña llena de augurios y temores. A las 11 y 45 pm del 17 de
diciembre, moría el último caudillo, el amo de Venezuela. El país tembló. ¿Y
ahora qué pasará? Los pesimistas de siempre sospecharon que una cruenta guerra
civil, contenida por la mano enguantada del tirano, caería sobre la agobiada
Venezuela, sobre todo si el diabólico primo del dictador, el sanguinario Eustoquio,
se alzaba con el poder. El general López Contreras, sin embargo, había estado
hasta el final al lado de Juan Vicente y se había ganado su simpatía. Antes de
nombrarlo sucesor, la muerte lo sorprendió, pero en el gabinete tenían sus
mismas aprensiones y finalmente favorecieron al moderado pero no débil ministro
de guerra y marina, lo que le revolvió la sangre de la parte de la familia que
quería a Eustoquio en el mando.
López
descubre dos cosas: que quieren sacarlo del medio y que debe buscar apoyos más amplios,
incluso de la disidencia moderada, para ampliar su propia base. Para fortuna
suya, una tropelía audaz de Eustoquio le allana el camino. Con aire de pocos
amigos, se abre paso entre la gente que lo odia pero le teme concentrada en la
Plaza Bolívar y se dirige a la gobernación.
El
general Félix Galavís y cerca de una decena de acompañantes lo esperan con la
orden de disparar si aquel pelaba por su arma. Con una sarta de improperios, el
bárbaro llama traidor a Félix Galavís y amaga con sacar su revólver, pero antes
de que pudiera hacerlo recibe cuando menos ocho impactos. El año no ha
terminado. Es 20 de diciembre de 1935.
Uno
de los presentes se asoma al balcón y grita: ¡el asesino Eustoquio Gómez ha
muerto! Es Corao, a quien durante muchos años le atribuirán sin fundamento el
hecho letal.
López
Contreras debió sentirse aliviado, pero a poco comienzan los saqueos y los
atemorizados gomecistas presionan para que se aplique mano dura a los
revoltosos. López no está sólido en el cargo; comprendiendo que si la apertura
es necesaria, fácil no será, procede a complacer a los duros del gobierno
decretando la suspensión de garantías. Es 6 de enero de 1936. Ahí ardió Troya.
Estudiantes, periodistas, comerciantes recrudecen las protestas. En la
oposición, Andrés Eloy Blanco, al frente de una larga lista de personalidades,
había publicado una carta destinada a facilitar la apertura de López pero el
retroceso represivo del gobierno le sobrepone la cólera colectiva al
inteligente gesto de amplitud.
El
13 de febrero, la Federación de Estudiantes de Venezuela, presidida por Jóvito
Villalba emite un comunicado terminante que sin cerrar la puerta al diálogo
pone los cambios exigidos por el país para conquistar una democracia moderna.
Citaré un fragmento de ese documento por su sorprendente parecido con las malas
costumbres del gobierno del presidente Maduro.
“Alarma
igualmente a la ciudadanía la constante práctica de acudir al expediente,
inventado por Pedro Manuel Arcaya en 1928, de acusar de extremista
desestabilizador a toda persona no grata al gobierno, con objeto de justificar
la represión”
López
viró de nuevo hacia la moderación y entre dame y te doy culminó su período que,
en general, le dio un puesto relativamente decoroso en la historia de
Venezuela.
Las
circunstancias hoy no son las mismas, pero en algo se parecen. López, sin duda
más inteligente y con mayor dominio de sí que Maduro, entendía que escalar la
represión, sin abrir la mano cuando la situación lo apremiara, era el camino
seguro hacia la derrota más escandalosa y la reproducción del sistema de odio
recién superado.
La
espiral en que se pierde el gobierno de Maduro es la contraria. Mientras más
problemas, más arremete armas en mano, y si la gente no se rinde escala el
conflicto. Esa lógica ilógica se repite en escala internacional. En el mundo el
retroceso del gobierno es continuo, como acaban de demostrarlo la no presencia
de Maduro en la toma de posesión del presidente uruguayo Tabaré Vásquez, y
muchos otros incidentes en estos días. El aturdido régimen venezolano ha
decidido atribuir a la oposición su hondo fracaso en todas las áreas del hacer
gubernamental; a la “oposición coludida” -según repite como muñeco al que se le
acaba la cuerda- con la inminente invasión gringa.
Son
tonterías reveladoras. El gobierno necesitaría dialogar con la oposición en la
crítica situación que lo atormenta, pero ha preferido refugiarse en el
apocalipsis decretado por la brutal obsesión de meter presa a la dirigencia
disidente y golpear en forma salvaje a estudiantes y pueblo que hacen uso del
derecho constitucional a la protesta pacífica.
Ante
la cercanía de las parlamentarias y las críticas hasta de países hace poco
incondicionales, parece reventar en el oficialismo un brote de arrebatos
desesperados. Los estertores de la guerra económica, el “golpe inminente”, la
“invasión ya lista”, el magnicidio que nunca llega, serían tomadas a guasa de
no ser por el gran peligro que amenaza a los venezolanos de todas las
banderías, de todas las aceras.
Pese
a la tozudez del poder es posible derrotar la violencia. Pero hay que hacer un
mayúsculo esfuerzo a favor de la unidad de todos los rostros, y no solo de
algunos. Un documento suscrito por ellos, incluida la MUD, que afronte el muy
cercano reto comicial; por supuesto, quedando claro que esa unidad supone
respaldar a los perseguidos cualquiera que sea su condición social y su
bandería política.
Unidad,
sí, unidad sin cuentas por cobrar y sin aquella pasión desatada que impide la
reunificación democrática de Venezuela.
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