Por Vladimiro Mujica, 03/04/2015
Cuando se analiza el tema de la magnitud de la corrupción que se ha
literalmente enseñoreado sobre Venezuela, se suele centrar la discusión en los
canales y actores tradicionales. Solamente en este departamento, la magnitud
del fenómeno, en buena medida asociado con el negocio cambiario y el tráfico de
drogas que utiliza a nuestro país como ruta de escape, es simplemente
descomunal. A ello hay que añadirle las revelaciones recientes sobre el manejo
de los recursos petroleros de la nación y las cuentas asociadas a poderosos
miembros de la oligarquía chavista y la discrecionalidad absoluta en el manejo
presupuestario y el pago de comisiones. En verdad que en materia de corrupción,
Venezuela ha adquirido una sólida reputación como una de las naciones menos
transparentes del planeta.
Pero no es este aspecto del fenómeno, ampliamente documentado, el que
me ocupa. Es más bien una versión perversa de una de las palabrejas favoritas
del régimen chavista: el empoderamiento del pueblo. Sin más remedio que aceptar
el infortunado anglicismo, hay que concentrarse en lo que significa el lento
proceso de transferencia de los mecanismos de control y distribución de bienes
y servicios desde el Estado hacia la población y, más específicamente hacia
sectores de la población que operan de manera caótica y al margen de la ley.
Por supuesto que cuando la propaganda chavista se refiere al empoderamiento lo
que pretende transmitir fundamentalmente es la idea de la democracia
participativa y protagónica en oposición a la democracia representativa. Pero
en esto, como en muchas otras cosas, cuando el chavismo utiliza sus mejores
palabras para describir los presuntos logros de la revolución hay que leer la
receta para los mayores desastres de estos últimos 15 años. Cuando la
oligarquía chavista diga paz, lea guerra contra el pueblo; cuando diga trabajo
para todos, lea dádivas y desempleo; cuando diga libertad, lea control y
represión; cuando diga paraíso socialista y tierra de esperanza, lea pesadilla
para los venezolanos. Así de patológica se ha tornado la comunicación entre
gobernados y gobernantes en este país donde se pretende manejar la realidad a
voluntad de los poderosos.
Una secuela inevitable del empoderamiento salvaje es la corrupción al
menudeo. Se trata de un ovillo interminable, y con múltiples ramificaciones, de
mecanismos que permiten que la gente común se enriquezca a través del ejercicio
de actividades ilícitas frente a las cuales no es solamente que el gobierno se
haga la vista gorda sino que son abiertamente propiciadas, tanto por la
ausencia de regulaciones y controles como, sobre todo, por el manejo
desquiciado de la economía. Uno de los más importantes mecanismos de la
corrupción al menudeo es el bachaqueo, una práctica de difusión tan amplia en
Venezuela como la lotería de animalitos que permite la compra de bienes
regulados por individuos, familias y grupos especializados y su posterior
reventa a precios exorbitantemente mayores. Al bachaqueo hay que añadirle el
tráfico de bienes, mercancías y medicinas en complicidad con corporaciones
públicas, el robo de energía, el contrabando fronterizo y, en general, el
ejercicio de una suerte de economía informal pirata en escalas inimaginables.
La revolución jurásica chavista no solamente ha destruido el aparato productivo
del país sino que ha arruinado las redes comerciales normales de distribución y
transporte de mercancías y bienes, abriendo así las puertas al caos y el
desorden.
Este aspecto de la corrupción, intrínsecamente caótico y muy difícil de
controlar y cuantificar, viene frecuentemente acompañado de otras
manifestaciones, muchas de ellas violentas, de conductas al margen de la ley.
Ello incluye el control de extensas regiones del país y de muchas barriadas
populares por bandas armadas que actúan frecuentemente en connivencia con los
organismos de seguridad y la policía, bandas que con tan sólo un cambio de
camisa se transforman en los grupos motorizados armados que agreden a las
manifestaciones de la oposición.
El nefasto resultado de la combinación de la corrupción generalizada y
la impunidad en el ejercicio arbitrario de derechos y competencias confiscados
o cedidos voluntariamente por el Estado es no solamente el estado de anomia y
caos que cada vez se expresa con mayor fuerza, sino una fractura de la conducta
y los valores ciudadanos y culturales de la nación. Un daño profundo que se ha
infringido al país y cuya sanación, si alguna vez ocurre, será un proceso
difícil y doloroso.
La pregunta es inevitable: ¿Es el estado de caos, desorden y violencia
el resultado accidental de un mal gobierno? Difícilmente. La conclusión
inescapable es que el régimen chavista ha utilizado el empoderamiento caótico
del pueblo, conjuntamente con el escalamiento del aparato represivo oficial y
la hegemonía comunicacional, como parte de un proceso complejo y atroz de
control de la población. Las cosas han ocurrido por diseño, por increíble que
parezca, y no por accidente. La oligarquía chavista ha avanzado profundamente
el concepto, ensayado extensivamente en Cuba, Corea del Norte y algunas
naciones africanas, de que al transformar la existencia de la gente en una
pelea por la sobrevivencia se debilita la lucha social por la libertad y la
democracia. Ello acompañado de un escalamiento en la represión de cualquier
manifestación organizada de oposición.
Las consecuencias que para la estrategia de la alternativa democrática
tiene el entender a cabalidad el proceso de empoderamiento caótico de sectores
importantes de la población durante la era chavista, y cómo esto va a generar
una resistencia enorme a cualquier intento de restablecer una existencia
ciudadana de respeto al individuo y las normas legales, no puede ser exagerada.
La resistencia al cambio no solamente vendrá de los súper privilegiados de la
oligarquía chavista, sino del hombre de pueblo común que ha disfrutado de la
libertad bárbara del poder arbitrario que se ejerce con impunidad mientras no
se perturbe a otro más poderoso, y que ve el empoderamiento salvaje como su
tajada de la distribución de privilegios. Ese es el país al que nos estamos
enfrentando y al que aún estamos lejos de entender a cabalidad.
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