Por Tomás Straka
La república conmemora el
cincuenta y nueve aniversario del 23 de enero en estado de gravedad. Hoy,
cuando muchos venezolanos se acuestan sin comer y otros sólo pueden hacerlo
tras escarbar en la basura; cuando cada día muere alguien por la violencia o
por la falta de medicinas, la significación de aquella jornada adquiere una
estatura distinta ante los retos que tenemos en frente y que definirán el
destino de nuestra patria. ¿Qué importancia tiene hablar del 23 de enero
para aquellos conciudadanos que en este momento están haciendo cola para
comprar pan o van de romería por las farmacias buscando un medicamento? ¿Qué
utilidad tiene esta sesión para la madre que a esta hora piensa, con tristeza,
en la cena que debe y a lo mejor no puede preparar para sus hijos? ¿Para
los abuelos que sólo pueden disfrutar a sus nietos vía Skype? La historia nunca
ha sido un regodeo de erudición. Por lo menos no cuando se hace en
instancias como la presente. Cuando los representantes del pueblo solicitan el
concurso de quien por vocación y oficio se dedica a la indagación de la
sociedad a través del tiempo, subrayan el compromiso de esta disciplina con la
sociedad; sus potencialidades para hacer a las mujeres y los hombres más
libres, en el sentido de ayudarlos a ser más conscientes de su responsabilidad
y a tomar las riendas de su propio destino.
Pues bien, esa responsabilidad
y esa asunción de las riendas tiene mucho que ver con la democracia y en
especial con lo ocurrido el 23 de enero de 1958. En aquella fecha
confluyeron muchas de nuestros más altos valores y luchas más sentidas y
prolongadas. Por eso escrutarla es confrontarnos con nosotros mismos;
vernos en el espejo de lo que hemos sido, de lo que hemos hecho, en cuanto
nación, con nuestras vidas. De nuestros éxitos más sonoros, pero también
de nuestras fallas, que no han sido pocas, que debemos asumir como adultos y
remediarlas antes de que sea demasiado tarde.
Ilustres parlamentarios:
Hace cincuenta y nueve años los
venezolanos sentamos un hito fundamental en la construcción de nuestra
ciudadanía. Entonces recuperamos, unida la sociedad en un gran frente
como probablemente no lo habíamos tenido nunca, la soberanía conculcada por un
grupo negado a respetar la voluntad popular. Ese día se hicieron
efectivos los pilares de nuestro pensamiento democrático, proclamados -aunque
lamentablemente cumplidos de forma muy limitada hasta entonces- un siglo antes,
en 1859, cuando Juan Crisóstomo Falcón afirmó que en las repúblicas los poderes
sociales corresponden a las mayorías y que por eso la causa de nuestros males
de entonces era que “el pueblo quiere, y no lo dejan elegir”. A partir de
1958 ese sueño democrático se hizo real: al pueblo se le dejó elegir y las leyes
fueron producto de los acuerdos refrendados por las mayorías.
Tal vez, apreciados
representantes, cause sorpresa que me haya remontado hasta tan lejos como la
Guerra Federal para marcar el significado del 23 de enero. Pero lo hago
con el objetivo de resaltar el alcance histórico de tres aspectos especialmente
importantes para los venezolanos que hoy navegan en la adversidad: primero, que
en su esencia la lucha contra los despotismos ha sido una constante; una que en
grados mayores o menores, se mantuvo incluso en los setenta años de autocracias
caudillistas que vivimos entre la Guerra Federal y la aurora liberalizadora de
1936; una lucha que adquirió forma definitiva en la década siguiente y que supo
resistir y finalmente triunfar durante la dictadura que gobernó de 1948 a
1958. Segundo, que la mayorías venezolanas han hablado muchas veces
en la historia y que cuando lo hacen de forma contundente, han sabido hacerse
oír; y que, tercero, en ese largo camino, a pesar de sus retrocesos, hemos
logrado triunfar. Que incluso en sus trechos más oscuros ha sido posible
hallar una luz para guiarnos y avanzar. Con su venia, permítanme
girar un poco en torno a esas tres ideas.
Los dos senderos de una larga
marcha
Comencemos con lo que el
historiador Germán Carrera Damas ha llamado, jugando un poco con las
palabras, la “larga marcha hacia la democracia”. No se trata,
legisladores, de una tautología. No habla Carrera Damas de esos
movimientos indefectibles del destino en que soñaron los historicistas del
siglo antepasado. Se refiere a la decisión decisión asumida tanto por las
elites políticas e intelectuales como por las mayorías del pueblo, cada una a
su modo, y empujada ya por dos siglos. De modo que la democracia no es un
resultado necesario, sino el producto de un esfuerzo decidido, con éxitos
grandes y pequeños, así como también con fracasos y retrocesos importantes:
pero un esfuerzo al que no hemos renunciado.
La cita de la Proclama de
Palmasola nos dice, indistintamente de lo que en lo inmediato postergó por décadas
aquellas promesas, que la democracia venezolana no es flor de un día.
Tampoco que fue un producto del azar u otro prodigio del cielo. No
tenemos una democracia sub specie aeternatis. Hay unos valores
hondamente enraizados y unas circunstancias históricamente definidas que han
permitido, según los tiempos, irlos realizando. Y como tales
es necesario advertir que no están libres de fisuras, de desvíos, de tentaciones
autoritarias o prácticas personalistas. Decirlo es necesario para estar
alertas. Lo importante es que el balance se inclina hacia la
búsqueda de la democracia y la libertad.
El triunfo de los federales en
aquella guerra se coronó con el Decreto de Garantías, que entre otras cosas
abolía la pena de muerte y prometía ayuda del Estado a los venezolanos en
desgracia ya en 1864; que consagraba las grandes libertades individuales, la
económica muy especialmente; y que después condujo a una constitución que
consagró el voto universal (entonces aún sólo de los varones) y la autonomía de
los Estados. Muy pronto la realidad dio al traste con aquello y Venezuela
fue, si vale la palabra, des-democratizándoase en las siguientes décadas, hasta
llegar al gomecismo. Pero la semilla estaba sembrada. De hecho, lo
estaba de mucho antes, ya que esas ideas básicas de representatividad,
elecciones y libertades individuales, fueron las directrices del proyecto con
el que los Padres de la Patria fundaron la república; y al menos en los discursos
y las leyes, no se abandonó nunca. No es un dato irrelevante que ni
siquiera nuestros peores tiranos se atrevieron a negar la santidad de estos
principios.
El reglamento electoral de
1810, con base en el cual se eligió el Congreso que proclamó la independencia,
demuestra que desde el principio el destino de la república ha sido concebido
en manos de la representación popular libremente elegida. Aquel reglamento
establecía la representatividad moderna, esa de la que Ustedes, ilustres
parlamentarios, son expresión; es decir, la que ejercen los ciudadanos
libremente a través del voto. Nuestra república, entonces, nació de un
acto electoral, pues los diputados salidos de aquellas primeras elecciones de
1810 fueron los que la fundaron un año después. Hablar, entonces, del ensayo
democrático de 1864 es hablar de una tradición larga, como lo es hablar
del ensayo de 1946 a 1948; una tradición que se corona en 1958 y que pese a las
adversidades y enormes amenazas, sigue vigente como guía de nuestras luchas.
Dos efemérides a celebrarse en
este año, nos dan cuenta de las dos grandes vertientes de esta tradición
democrática; son dos bicentenarios que no deben pasar inadvertidos: el de uno
de los libros fundamentales de nuestro pensamiento, El triunfo de la
Libertad sobre el despotismo, escrito por el jurista, teólogo y repúblico Juan
Germán Roscio (por cierto redactor de aquel primer reglamento electoral); y el
natalicio de Ezequiel Zamora. La hora actual, los usos de la historia
oficial por las distintas banderías, parecerían ponerlos contrapuestos.
Hay, sin duda, diferencias importantes entre el intelectual que reflexiona
sobre la libertad individual del hombre y colectiva de los pueblos con la
Biblia en las manos; y el jefe guerrillero que incendió medio país con
proclamas de igualdad. Son dos caminos distintos, pero no por eso
contradictorios. Para los efectos de nuestra vida republicana las dos
caras de la misma moneda. Roscio nos habla de una tradición
republicana que desde el estudio y la deliberación reflexionó y ha ido
construyendo construir la libertad. Zamora, de los reclamos de las masas
que querían hacer para todos los beneficios de los hombres y mujeres
libres. Hablamos de los ex esclavos y ex manumisos, de los peones sin
tierras, atados a las haciendas de sus patrones por deudas, que anhelaban tener
la propiedad sobre una parcela que producir, poder calzarse y acaso aprender a
leer y escribir. El pueblo quería elegir, en efecto, pero porque sospechaba –y
sospechaba bien− que la libertad que triunfa sobre el despotismo es la
condición indispensable para vivir mejor. No sabemos qué proponía Zamora para
lograrlo, pero sí qué intentaron hombres como Falcón, con sus recursos y
circunstancias. Hacer de la república y sus instituciones un lugar para
la realización de las mayorías, fue la bandera del Partido Liberal. No
siempre honró la promesa, acaso por las dificultades objetivas para
lograrlo. Durante el largo período de autocracias que va de 1870 a 1935,
se consideró a la democracia un ideal inalcanzable hasta que las circunstancias
no cambiaran. A lo sumo el cesarismo se creyó posible. Un césar
“democrático” que sirviera de equilibrio entre las aspiraciones populares
encarnadas por quienes siguieron a Zamora y la legalidad y libertad soñadas por
los Roscio. Que atara el potro de los reclamos populares mientras poco a
poco se edificaba la república.
Cuando la opción cesarista
parecía más consolidada, en la década de 1930, un grupo los hombres y mujeres
se encargaron de desmentirla. Para ellos, la libertad y la legalidad no
son la antítesis de los reclamos de las mayorías; sino justo lo contrario: la
libertad y la legalidad son por el contrario los requisitos indispensables para
la efectiva igualdad. Nuevas circunstancias nacionales y planetarias favorecieron
el cambio; pero en el momento auroral de 1928 se trató básicamente de una
semilla sembrada desde hacía tiempo, que brotó en la rendijas de una lápida que
se creía inquebrantable.
Por supuesto, hubo muchas
vertientes entre aquellos hombres y mujeres. Unos creyeron con honestidad
que una revolución como la que había sacudido a Rusia podría hacernos libres y
felices. La mayor parte de ellos fue patriota y luchó con denuedo, haciendo
aportes a la nación que no pueden soslayarse. Otros buscaron un camino
propio, inspirados en formas diversas de socialismo, de nacionalismo y de la
doctrina social de la Iglesia. Pero para 1936 pocos ponían en duda que
una democracia entendida como un régimen de libertades, sostenido en la
soberanía popular y promotor del bienestar social, era el camino del
país. La apuesta era que aquellos “Juan Bimbas” que una vez siguieron a
Zamora, encontraran eco a sus esperanzas y angustias en las morigeradas formas
republicanas pensadas por Roscio y los otros repúblicos de su estirpe.
Para que, como en el famoso cartel electoral de 1946, Juan Bimba cambiara el chopo por
la tarjeta de votación. Uno de los grupos, el liderado por Rómulo
Betancourt, incluso desarrolló la teoría propia de la revolución
democrática, que básicamente se resumía en la construcción de un régimen de
libertades más el acceso a la tierra, al crédito, a la educación y a la salud
para todos. Betancourt, lector como pocos de la historia de
Venezuela, planteó de esa manera la conjunción de los dos grandes senderos de
la democracia a la venezolana.
Pues bien, ese es el ideal
centenario que se recuperó en 1958. Habían pasado diez años, entre 1948 y
aquella fecha, en lo que se impuso de nuevo la postergación de la democracia en
tanto que un despotismo pusiera las condiciones para hacerla posible.
Acoquinada la principio por una serie de golpes, por la bonanza de petrodólares
(que en realidad no llegaba a todos) y la represión, la sociedad resistió,
primero callada y tímidamente, después cada vez con mayor altivez. En
cuanto pudo, contra todos los pronósticos, retomó lo que había venido siendo su
corriente profunda fundamental. Esa es la tradición que,
ajustándola al tiempo y las circunstancia, nos confronta hoy. Las
libertades que han de triunfar sobre el despotismo, y que al mismo tiempo les
garanticen el pan a las mayorías que tienen hambre y cada vez más
desesperación. Representantes del pueblo: esa es la misión que hoy nos
concierne a todos.
Una construcción colectiva
Después de cuarenta años de
notables triunfos, en ocasión similar a la que hoy nos congrega, Luis Castro
Leiva clamó en 1998 por lo que presagiaba como el fin de libertades
conquistadas con mucho esfuerzo. Se trata de un hecho que no podemos
eludir. Varias veces el camino de la democracia se ha encontrado ante grandes
disyuntivas. Para cuando Castro Leiva hablaba en este hemiciclo, estaba
ante una de ellas. En 1998, después de dos décadas de empobrecimiento
económico e institucional, lo que hemos llamado la tradición de Roscio, es
decir, la búsqueda deun sistema de libertades que supere al despotismo, se
había desencontrado, en las cabezas y los corazones de muchos ciudadanos, de
esa otra tradición, la popular de búsqueda del bienestar, alguna vez encarnada
en Zamora. No en vano la promesa de una revolución que demoliera lo
existente logró erigirse como una promesa en el horizonte. Lo que
ha pasado desde entonces es una historia que está en desarrollo y cuyo balance
aún es difícil de hacer. No obstante, se pueden esbozar ya algunas conclusiones:
la primera es que, pese al desencanto con el régimen en 1998, la democracia en
sí misma, en su sentido venezolano, no se puso en cuestión. Y no sólo
eso: tanto antes de 1998 como después de esa fecha, ese 80% de los venezolanos
que según todos los estudios prefieren la democracia a cualquier otro sistema,
la asociaban esencialmente a dos de sus aspectos, no poco relevantes, el hecho
de que el poder legítimo proviene de la voluntad de las mayorías expresadas a
través del voto; y que ese poder debe encargarse de fomentar el
bienestar. El día de hoy, sabemos de los costos que aquello implicó en
medio de las duras circunstancias en que estamos, hay estudios demuestran un
cambio que, de sostenerse, podría ser relevante: cada vez más entienden que la
voluntad de las mayorías y la búsqueda del bienestar no son sostenibles sin un
régimen de legalidad y libertades que las garanticen. Por supuesto,
estamos lejos de que sea una convicción extendida sin fisuras. La
desesperación es una muy peligrosa para la democracia; pero es una variable que
empieza a despuntar.
Lo segundo nos lleva
directamente a la fecha que nos congrega, el 23 de enero de 1958. Por
buena parte de las últimas dos décadas, la sociedad venezolana estuvo
polarizada en dos sectores aparentemente irreconciliables. Cuando se
indagaba sobre lo que identificaban como los principales problemas del país,
había notables consensos en muchos aspectos; pero cuando se preguntaba por sus
soluciones, las diferencias se profundizaban. Esa polarización en gran
medida se ha revertido el día de hoy. Chavistas y opositores han
encontrado en las adversidades el sentido de su destino común. La
inflación y la escasez no hace distingos. Por eso una mayoría muy amplia clama
por transformaciones que la saque de los males en que se encuentra.
Es un reto de primer nivel para Ustedes, representantes de ese pueblo que hoy
como nunca “ama, sufre y espera”; representantes de las dos tendencias que,
ojalá, cada una desde su visión del mundo logre hacer propuestas constructivas
para la sociedad.
Estimados parlamentarios:
El 23 de enero fue un triunfo
colectivo. Esa es la lección fundamental ante este desafío que hoy nos
concierne. Cuando la sociedad en su conjunto en se rebeló contra la
dictadura y en un clima de unión se encaminó hacia la democracia, marcó una pauta
que aún resuena entre nosotros. Y cuando hablamos de conjunto, de eso que
entonces se llamó “el espíritu del 23”, lo hacemos en el sentido más amplio de
la palabra. Ahí estaban casi todos.
Los comunistas, que tanta
sangre derramaron en la Resistencia, junto a los adecos, compañeros
fundamentales en la lucha; la Iglesia y los sindicatos; los empresarios y los
intelectuales; los socialcristianos y los militares. El espíritu del 23
de enero fue la cuna del espíritu de Puntofijo y de un sistema definido por los
consensos. Hubo, claro, después algunas rupturas en ese consenso, como lo
demostró la experiencia de las guerrillas, y después hubo abusos en el mismo,
que demasiadas veces impidieron la autocrítica y el efectivo equilibrio de los
poderes; pero en general el 90% de los venezolanos lo refrendaron en los votos,
garantizando cuatro décadas esencialmente definidas por la paz y la
libertad. Esto quiere decir que la democracia no sólo es producto
de un proceso histórico centenario; sino que fue también el resultado de una
labor colectiva, que en 1958 fue rescatada entre todos y que el día de hoy,
cuando las coincidencias ante la situación del país y sus soluciones son tan
importantes, debe ser vivificada y reformulada entre todos.
Repito: nunca como ahora la
búsqueda de amplios consensos ha sido tan necesaria. Y nunca como ahora
ha habido tantas coincidencias para hacerlo.
Contra la desesperanza
Además, el 23 de enero también
nos recuerda otra cosa: cuando la mayoría trabaja en conjunto y decide empujar
líneas históricas de gran calado, puede triunfar a pesar de las adversidades.
Para noviembre de 1957 la
dictadura parecía consolidada sin remedio.
Incapaz de ganar las
elecciones, había desconocido los resultados cinco años antes y ahora apelaba a
un subterfugio legal para evitarlas, sustituyéndolas como un plebiscito
amañado. Su triunfo, predecible, se insertaba además en un continente
donde campeaban las dictaduras sin contrapesos importantes. ¿Por qué la
venezolana, que además gozaba de notables recursos económicos, no podría
salirse con la suya?
Sin embargo al cerrársele el
paso a un pueblo que entonces, como antes, “quiere elegir”, se obturó una
válvula que finalmente estalló. Tímidamente los estudiantes, echaron a
andar una bola de nieve que pronto fue una avalancha, en la que participaron
todos. En menos de un mes otro gobierno encaminaba el país hacia unas
elecciones libres. Nadie hubiera pensado eso en las horas de aparente
resignación que siguieron al plebiscito del 57. Nadie, tampoco, de cara a
los alzamientos, conspiraciones con financiamiento internacional y la crisis
económica que hubo de enfrentar, pensaría que el gobierno emanado de aquellos
comicios podría llegar a su final, en 1964, logrando el prodigio, por primera
vez en nuestra historia, de la entrega de un presidente civil electo
democráticamente a otro surgido por los mismos procedimientos. El pueblo
que en conjunto recuperó la democracia se propuso de igual manera
defenderla. Salió a la calle cuando con tanques se quiso derrocarla.
Y fue a las urnas cuando el terrorismo quiso amedrentarlo. Entendió en
medio de aquella crisis que la austeridad era una medicina amarga, pero
necesaria. Superó diferencias con oponentes políticos para garantizar la
unidad. Y llevó a otro civil democráticamente elegido al poder. El
esfuerzo valió la pena: fue el inició de más de dos décadas de mejoras
continuas de los indicadores sociales y, más allá de los lunares, algunos
graves, que los hubo, de consolidación de un régimen de libertades, respetuoso
de los Derechos Humanos.
Poco antes, en la presentación
de su último informe al Congreso, Rómulo Betancourt, artífice clave de aquella
revolución democrática, dijo:
“Los sueños y los sacrificios
de tantas generaciones, impar la de 1810, ya dio sus frutos en la buena
vendimia de la civilidad y la democracia. Ya en nuestro país los
gobernantes no se autoerigen, sino que el pueblo les otorga un mandato con la
cédula del voto. Ya en nuestro país el gobernante no realiza acciones de
fraude o violencia para perpetuarse en el poder, sino que lo transfiere, en la
fecha que la ley fundamental fijó, a quien legítimamente había de sucederlo,
porque el pueblo lo invistió con la dignidad y la responsabilidad de la
Presidencia de la República.”
La civilidad y la
democracia aspirados desde 1810 es lo que se conquista, o se termina de
conquistar, en 1958. Es lo que logra en conjunto la sociedad. Y es
lo que hoy pujamos por mantener y mejorar. Si lo hacemos con la
suficiente entrega, valentía y buen juicio, lo podremos lograr porque los
venezolanos hemos demostrado ser capaces de grandes realizaciones. Esa es
la lección de la historia nos ofrece del 23 de enero y es la que hoy,
ciudadanos congresantes, les he querido compartir. Sigamos adelante, que
es un deber hacerlo y será un honor lograrlo.
24-01-17
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