Por Leonardo Padrón
Estuve veinte días fuera del
país con motivo de las fiestas navideñas. Veinte días donde sabía que los
riesgos de morir asesinado se reducían en un 95%. Claro, el mundo ya no es un
lugar seguro en ninguna de sus esquinas, pero la muerte ha conseguido en
Venezuela a sus más entusiastas aliados. El fantasma del terrorismo islámico
aún no nos ha alcanzado, pero igual ya no nos damos abasto con nuestros propios
criminales, que son cuantiosos y diligentes. La muerte aquí obtiene sus mejores
estadísticas porque el hampa no tiene días feriados en Venezuela. A la manera
de Los juegos del hambre atravesamos nuestra propia jungla en
zozobra, acechados, como trofeos de una cacería que nunca acaba. La sensación
de estar en permanente riesgo de muerte es extenuante. El futuro en Venezuela
no es un almanaque normal. Se cuenta en salidas y vueltas al hogar, en latidos
por metros cuadrados, en noches ganadas a los depredadores.
A Venezuela la gobierna el
hampa, en el sentido más amplio de la palabra.
Ustedes entienden.
Porque el que no respeta las
reglas de una democracia está infringiendo la ley. El que permite que sus
aliados saqueen las arcas públicas también delinque. El que gobierna y deja que
las calles se conviertan en sangre es poco menos que un homicida culposo. El
que tiene el poder para castigar y no lo ejerce es socio del delito.
Ante la violencia, el que la
consiente es un criminal.
***
Durante mis días de asueto lo
único que logré abolir en mi cerebro fue el sonido del chavismo. Porque el
chavismo suena. Suena a bramido y amenaza. A escarnio y cadena nacional.
A ideología rancia, afectación y retórica militar. El chavismo es, sobre todo,
el sonido de un resentimiento. Dentro del país es imposible escapar a su ruido.
De esa eufonía descansé. Más allá de sus fronteras puedes prender la radio y
oír música. Ver televisión y contemplar un programa completo. Sin cuñas
alienantes ni consignas de odio. En las redes sociales las tendencias no las
dominan los robots políticos y el insulto. En las calles no hay colectivos que
agredan a sacerdotes o diputados.
Mis tímpanos reposaron. Del resto, la
ansiedad por el país seguía intacta. Incluso, se acrecentaba. Como quien sale
de vacaciones y sabe que hay ladrones merodeando en los jardines de su casa,
forzando las cerraduras y ya quizás probándose tus prendas y lanzándose de
brazos abiertos en tu cama. Por eso, no dejé de asomarme a la marea alta de
nuestras noticias.
En el extranjero, los
venezolanos se tratan como gente de tierra arrasada. En cada conversación
alguien insiste en hablar de la enfermedad. Porque hoy el país es una
enfermedad.
Sin canciones para disimular
en ningún lugar a la redonda.
***
Un joven venezolano cuyo
oficio de inmigrante es embalar cajas en un door to door de Miami me
cuenta su historia mientras coloca —como si armara un lego— papel higiénico,
café, leche, libros, aceite, jabón y atún dentro de una caja.
“Mi novia llora todos los
días. No se acostumbra”, me dice. “Aquí no hay vida social. Solo trabajo y
gastos”, me dice. “En otra vida trabajaré en lo que me gradué”, se lamenta.
Ya más nunca seremos iguales.
Tenemos la piel magullada. Se nos notan los rosetones, la lentitud, los
rasguños en el habla.
De ser una futura Cuba, ahora
somos su posdata. Vida en los márgenes. Historias de sofá cama. Gente que no
tiene lecho propio. Que va de casa en casa, de amigo en amigo, mientras reúne
algún dinero y un código postal. Mientras alcanza estatus de ciudadano.
Hay gente que le perdió la
pista a la moneda nacional. Gente que no entiende cuánta cara de asombro debe
poner cuando menciono el precio de un cartón de huevos. Gente que ya no sabe
cuánto significa carísimo.
Por primera vez no me toca el
hombro la nostalgia. Hoy, afuera, siento alivio y oxígeno. Sucede que uno se
cansa de jugar a la ruleta rusa. Una parte de mí ya no quiere volver. Otra
parte quiere insistir con su morral de ataduras y querencias.
A duras penas.
***
Coloco en las redes una foto
de la cena de Navidad. La foto es austera. Sin alardes. Tres vasos plásticos
rojos con algún líquido impreciso. Una furtiva hallaca sobre más plástico. Y
las sonrisas de dos parejas que no van más allá de ser las expresiones para una
foto. Siempre mentimos un poco en cada foto. Estiramos los pliegues, replegamos
el abdomen, congelamos el espejismo de una perfección que nunca triunfa. Dos o
tres personas se sintieron ofendidas. Ante tanta miseria colectiva debemos
esconder los rituales y celebraciones. Un paro general de la
alegría, pretenden algunos.
Como si eso derrocará al
dictador y su jauría.
***
Esta vez ya ni siquiera mis
amigos desplegaron sus análisis de cómo salir de la pesadilla. Ni siquiera se
hizo el inventario de errores. Como si ya la condena fuera irreversible. Ya
nadie nombró a Ramos Allup, a Capriles, o a Voluntad Popular. Todos asumían al
país como un error consumado.
Tristes al fondo de los
tragos.
El país como un rastro de
comida oscura entre los dientes.
***
Cierras paréntesis y toca
regresar. En el aeropuerto de Miami una multitud atesta los mostradores de la
línea aérea Santa Bárbara. Hay un caos en proceso. De tres aviones en servicio,
dos se han dañado (cada uno con capacidad para 200 pasajeros). Solo se
encuentra operativo el más pequeño. Las matemáticas no dan. ¿Cómo encajar 500
pasajeros dentro de un avión donde caben 100?
Es una muchedumbre varada,
huérfana de atención. Nadie da información oficial ni ofrece disculpas. Hay
pasajeros que están desde el día anterior y aún no saben qué va a pasar con
ellos. Muchos entregaron sus maletas y no tienen cómo cambiarse de ropa o
cepillarse los dientes. Los lobbys de los hoteles cercanos están colapsados por
la imprevista avalancha de pasajeros abandonados a su suerte. Ya hay varios
vuelos acumulados. Hay hartazgo, rabia, gente desesperada. Nadie sabe qué
día logrará regresar al país. La agenda de vida de 500 personas debe
reescribirse. Un caraqueño me comenta: “¡Y de paso tenemos que pasar por el
purgatorio para llegar al infierno!”.
Ni siquiera afuera el país
funciona.
***
El aterrizaje es forzoso. El
país te recibe, pero no hay brazos abiertos, sino caídos, magullados,
famélicos. Debes prender tus radares de nuevo. Olvida el asfalto de Florida,
que no conoce de huecos. No hay una sola calle de Caracas que no esté herida.
Zanjas, agujeros, alcantarillas rotas. Otra vez debes estar atento al zumbido
de los motorizados. Ve a los lados, adelante, atrás, no te descuides, oculta tu
celular, maneja rápido, huye de la noche. Otra vez las colas en farmacias y supermercados.
Otra vez los medios invadidos por insultos y amenazas. Has vuelto al sonido del
chavismo.
***
Y entonces, al primer
amanecer, viene la muerte a decirte que sigue siendo la dueña de las calles.
Se repite la ecuación:
asesinan a una figura mediática y se activan los estribillos de protesta. Pasa
esta vez con el joven periodista de Televen, Arnaldo Albornoz. Todos los que
tenemos ventanas públicas agitamos nuestra rabia porque lo conocíamos. Pero
también se estremecen las ventanas íntimas de miles de anónimos ciudadanos que
mueren acribillados en sus propios hogares, en el asiento de sus carros, en las
esquinas de sus barrios o edificios. Durante 48 horas el nombre de Albornoz
será tendencia en las redes. Decimos ya basta y no pasa nada. Nos ofuscamos
durante tres días y no pasa nada. Declaramos nuestra irritación, levantamos
pancartas, y no pasa nada.
Luego nos mudaremos a otra
mala noticia.
***
Mientras, el régimen se hace
el loco, el sordo, el ocupado.
Ocupado en no perder su botín.
Por eso su principal programa
de gobierno es la amenaza. Nos amenaza el Presidente por adversarlo. Nos
amenaza la ineptitud de cien ministros. Nos amenazan los colectivos armados con
sus cabillas ideológicas. Nos amenazan las megabandas con sus armas largas y
humeantes.
Al régimen no le importan
nuestros muertos, enfermos y exiliados. No lo conmueven el hambre, la ruina y
la tristeza nacional.
El régimen está ocupado
dibujando su propio espejismo.
***
El hampa nacional tiene muchos
rostros.
El hampa tiene una pistola en
la sien de cada uno de los venezolanos.
Nos asaltaron la
vida.
Los seguidores del chavismo
tienen que terminar de entenderlo: Chávez ya no vive. Solo vive el mercadeo
político de su recuerdo. La revolución mutó en saqueo histórico. Y lo que sigue
es más ruina. A estas alturas del desastre, es imperativo plantearnos si
realmente vamos a aceptar otro año más de vandalismo y exterminio. Si vamos a
tolerar más errores y requiebros de la oposición. Si vamos a hacer de la
paciencia la mortaja de nuestros sueños.
Si eso ocurre, habremos
transgredido nuestra dignidad y, presos en la resignación, le regalaremos el
sentido de nuestra existencia a la jauría.
No acepto que mi destino lo
determine un accidente llamado Nicolás Maduro. Ni su camarilla de resentidos,
ahora millonarios. No nos lo merecemos. Ninguno de nosotros.
¿Seremos capaces los
venezolanos de convertir nuestra miseria en un acto definitivo de redención?
¿Alcanzaremos a reaccionar masivamente? ¿Lograrán estar finalmente al nivel de
las circunstancias los líderes de la oposición? ¿Sabremos comprarle el ticket
de regreso a la democracia y colocarle una lápida a la dictadura que nos
gobierna?
Se nos va la vida en esas
preguntas.
Sobre todo en sus respuestas.
Es la hora cero de Venezuela.
29-01-17
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