Fernando Mires 15 de junio de 2017
Manuel
Valls, después de las elecciones presidenciales en Francia puso la lápida:
“Este Partido Socialista está muerto”. Fue como decir: “el rey está desnudo”.
La frase pudo confirmarse en las parlamentarias del 11-J: el partido socialista
francés muere y no hay nadie que lo resucite.
No
solo es un fenómeno francés. La frase de Valls pudo haber sido pronunciada en
Grecia, hace un par de años, cuando el Titanic del socialismo griego, el Pasok,
implosionó cediendo el paso al Syriza de Alexis Tsipras. O en España, donde el
PSOE ha sido superado según todas las encuestas por Podemos. O en Austria,
donde el SPÖ dejó de ser el gran partido que una vez fue. O en Holanda, en
cuyas decisivas elecciones del 2017 los del SP hicieron el ridículo. O en
Alemania, donde pese a la llegada del supuestamente carismático Martin Schulz,
la SPD no logra levantar cabeza frente a la pre-candidatura de Merkel.
Casi
en toda Europa ocurre lo mismo, con una sola excepción, la británica, en cuyas
recientes elecciones los laboristas resucitaron como lázaros, aunque nadie sabe
muy bien si ocurrió gracias a las torpezas de Theresa May, o porque los
electores comienzan a arrepentirse del Brexit, o simplemente porque Jeremy
Corbyn logró encantar a los jóvenes con un programa que tiene de todo. De todo
menos de socialismo.
¿Cuáles
son las razones que explican el colapso del socialismo democrático? Una buena
pista para responder a esa pregunta es averiguar a donde han ido a parar los
votos que ayer fueron socialistas.
Antes
que nada, la demoscopía constata una fuerte emigración hacia el centro
político. No hacia el medio: hacia el centro. Ha surgido, en efecto, una nueva centralidad formada por nuevos o por
antiguos partidos que han comprendido que las contradicciones de la sociedad
post-moderna ya no caben en el espacio izquierda- derecha. En Marcha, el partido
de Macron, y la antigua CDU remozada por Merkel, son claros ejemplos de esa
nueva centralidad.
Otra
parte, sobre todo en Holanda y en Francia, ha sido cautivada por la retórica de
la ultraderecha xenófoba. A esa esquina han ido a parar incluso antiguos
electores obreros, tradicionalmente identificados con las banderas socialistas.
Una
tercera parte intenta revivir al antiguo socialismo adhiriendo a partidos de
extrema izquierda, los que han comenzado a proliferar por doquier, alcanzando
incluso, como ya ocurrió en Grecia, el poder gubernamental. Son partidos -lo
advirtió Alain Touraine- equivalentes a la
“sociedad post-industrial”, a diferencia de los partidos socialistas
tradicionales, profundamente anclados en una sociedad industrial que está
definitivamente en extinción.
En
otras palabras, los partidos socialistas se hunden junto al orden social al
cual pertenecieron. Pues la hegemonía de la democracia social surgió a partir
de la alianza formada entre organizaciones obreras y empresarios industriales
en el marco de la llamada economía social de mercado. Y esa alianza, de la cual
los partidos socialistas fueron uno de sus puntales, ya no existe más.
Los
nuevos supuestos partidos socialistas al estilo de Podemos o Francia Insumisa
pertenecen, en cambio, a la sociedad post-industrial. A diferencia de las
antiguas socialdemocracias, no son partidos de trabajadores. Ni siquiera son
partidos “de clase”. Sus líderes son más mediales que sociales. El socialismo
de las multitudes anómicas, en fin, no es continuador ni sustituto de los
partidos de la democracia social. Se trata de “otra cosa”. Esa “cosa” debe ser
analizada con cierta detención. Lo intentaremos en un próximo artículo.
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