RAFAEL LUCIANI 08 de julio de 2017
@rafluciani
En
estos tiempos donde la violencia y el odio nos han llevado a presenciar actos
de barbarie como pocas veces en nuestra historia republicana, urge abrir
espacios para el discernimiento moral del pecado estructural que padecemos como
sociedad, a todo nivel. Aunque la noción de pecado estructural la hemos
desarrollado en escritos anteriores, ésta se puede entender a la luz de una
convicción que definió a los primeros cristianos y que el Evangelio de Juan
recogió: «quien no ama permanece en la muerte. Quien odia a su hermano es
homicida y ningún homicida posee la vida eterna» (Jn 3,14).
Hoy
padecemos el pecado de la negación absoluta del otro como hermano y su
aniquilación total como sujeto de derechos y deberes. Entre sus causas, está la
profunda y continua deshumanización institucional en la que vivimos. La
consecuencia es que nos hace vivir con pesadez y sin esperanza,
deshumanizándonos día a día, en medio de instituciones, políticas y acciones
públicas que no buscan el bien común querido por la mayoría de la población.
El
problema es que todo esto no sólo afecta los modos como vivimos individualmente
nuestra cotidianidad, sino también la forma en la que valoramos y tratamos al
otro en la sociedad. A tal punto que vemos cómo crece la indolencia frente al
hambre del otro y las urgentes necesidades de su salud, sin importar que esté
en riesgo su vida. Esta indolencia no puede ser considerada como mera
indiferencia, sino como complicidad en el pecado -por acción u omisión- ante al
deterioro institucional sostenido de la nación. De aquí surge la pérdida de
todo juicio moral, porque el otro ha dejado de ser un hermano para pasar a ser,
ahora, un enemigo a destruir, odiar e incluso matar. Caben nuevamente las
palabras ya citadas de Juan: «quien odia a su hermano es homicida».
La
deshumanización es un proceso psicosocial que acontece entre personas e
ideologías que descartan al otro por pensar de forma distinta-social, política
o religiosamente. Esto va generando actitudes xenofóbicas, discriminatorias y
excluyentes e induce a la imposición del propio punto de vista sobre los otros.
La absolutización de las propias formas de ver la realidad hace imposible
cualquier discernimiento moral en función del bien común, pues la lógica que
prevalece es la de justificar cualquier medio con tal de alcanzar el fin
deseado.
El
modo de revertir este proceso no puede ser con más violencia, sino con acciones
y propuestas que ofrezcan públicamente un proyecto de nación basado en el «bien
común», lo cual supone incluir al otro. Las cosas no cambiarán solas, y menos
aún por la violencia o con una mayor confrontación. Ninguna transición ha funcionado
sin el encuentro de las partes, incluso con los mismos victimarios, aunque
duela. La historia así lo testifica con innumerables ejemplos de países que,
luego de quedar completamente destruidos, han tenido que sentarse para
reconstruir sobre lágrimas y ruinas.
Aún
hay tiempo para pensar en el bien común y evitar un mal mayor. Pero esto supone
hacer público un proyecto de nación que asuma institucionalmente el deber de la
solidaridad, que exige poner el poder al servicio de los otros; el deber de la
justicia social, que requiere corregir las relaciones de inequidad
socioeconómica; y el deber de la caridad social, que aspira institucionalizar
el sentido de la responsabilidad para con los más pobres, hambrientos y
enfermos. Como recordó Nelson Mandela: «no se trata de pasar la página, sino de
volver a leerla, pero esta vez juntos», desde el bien común.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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