Por Javier Conde
La jornada invariablemente
acababa entre 8 y 9 de la noche. En los días buenos, Teodoro dejaba listo el
editorial, solo para pequeños retoques en la mañana. A las 6:30 am estábamos de
vuelta en el diario, junto a media docena de personas, para cerrar la edición
que debía estar en la calle a las 10 de la mañana.
Fue una de esas noches, de
regreso a casa, con Teodoro al volante –antes de irse, siempre daba una vuelta
por el diario y ofrecía llevar al “descarriado”– cuando le pregunté por qué él,
entre tantos dirigentes de peso del Partido Comunista de los 60, advirtió que
la lucha armada era un fracaso y que el socialismo por el que luchaba debía ser
distinto al modelo implantado en la URSS, capaz de aplastar Hungría y
Checoslovaquia si se desviaban de la ortodoxia.
Por mi papá, creo recordar que
me dijo, con la parquedad que trata estos asuntos que invaden cierta esfera
íntima.
Y me relató entonces un
episodio que lo marcó. Se encontraba en la sala de su casa leyendo, sería un
joven de unos 20 años o menos, en el comienzo de la década de los años 50 del
siglo pasado, y su padre pasó y le tomó el libro: A ver que lees?, le dijo.
Debió sentarse al lado de Teodoro, hojear el texto durante un rato no muy
extenso y le espetó:
-Chico, pero en esta historia
de la revolución rusa no sale Trosky.
-Trosky es un traidor, papá -le soltó Teodoro sin pensarlo.
-¿Así que el creador del ejército rojo es un traidor? -siguió el viejo, y llevándose el índice a la sien (a la de él o a la de Teodoro), le dio el consejo de su vida.
-Piensa con cabeza propia -y el dedo martillaba en la sien (en la de él o en la de Teodoro).
A mí me interesaba la historia
porque siempre me han cautivado los personajes que nadan a contracorriente.
Y TalCual, el periódico que creó y dirigía Petkoff, iba en esa dirección,
cuesta arriba, contra la lógica al uso, como repitiendo la propia historia
vital del personaje frente al volante. Además, si Teodoro maneja, es bueno
conversar y distraerlo del acelerador.
Me dejaba en Cumbres de Curumo
y él seguía un trecho más. En la mañana, muy temprano, podíamos volver juntos
al diario, que entonces quedaba en el edificio Mene Grande, al lado del Centro
Plaza. Mi carro era poco solidario y el Toyotica de Teodoro, salvo inoportunas
averías, cumplía su tarea con eficiencia. A veces, muy a veces, yo era quien lo
buscaba.
Esa cabeza propia que ha distinguido
a Petkoff –y que seguramente también ha suscitado tantos enconos- parió,
with a little help from his friends, el Movimiento Al Socialismo, que fue una
ruptura con el pensamiento de izquierda tradicional, perfiló con nitidez
el fondo democrático del socialismo a la venezolana y creó una
alternativa al poder bipartidista de AD y Copei, que luego, diría que
injustamente y nunca fui militante del MAS, sucumbió ante la ola chavista, como
si fuera tan responsable “del desastre” como blancos y verdes.
Y en aquel 1998, o un poco
antes, soltó a sus compañeros de partido –que pasaron de Irene Sáez a Hugo
Chávez sin anestesia- aquello de “los espero en la bajadita”. Una frase, quizás
luisherrerista, con el poder de encerrar en unas cuantas sílabas toda una
profecía, ahora autocumplida. La feliz expresión, vista con retrospectiva,
desnuda a tantos y tantas, poderosos e ilustrados, que justifican su apoyo al
chavismo inicial con un argumento pueril: “nadie pensaba que aquello devendría
en esto”. Sí, alguna gente lo pensaba.
Teodoro aparcaba su carro,
subía en ascensor al quinto piso, entraba en la redacción dando los buenos días
a todo gañote y se sentaba frente a la computadora. Disponía de una hora
(cuando no había hecho el trabajo en la noche) para escribir unas 600 palabras,
que serían –que fueron– la cara de TalCual día tras días durante las
mil y tantas noches chavistas. Teodoro escribe rápido y bien, como lo reflejan
sus libros y como es fácil comprobar en sus millares de editoriales. Y, además
de bien, dando en el blanco.
Desde esos editoriales
de TalCual, Petkoff perfiló los rasgos básicos de una política democrática
para la oposición venezolana. Teodoro entendió muy temprano la deriva
autoritaria del chavismo y, por eso, tras su salida abrupta de la dirección del
diario El Mundo –síntoma ya de como los medios iban cayendo en las
redes del poder oficial– se empeñó en crear un diario para el combate político
y para contribuir a preservar la democracia venezolana.
Su Hola, Hugo inicial era el
saludo de un hombre indoblegable, con una misión política afinada y certera, a
pesar de cierta carga de más al comienzo contra Luis Miquilena, entonces
el padre de la criatura.
La tarea que Petkoff trazó
para TalCual superaba, en mi juicio posterior, las propias fuerzas
del diario: se trataba de alertar y denunciar y combatir los desafueros del
Gobierno “revolucionario” y, a la vez, diferenciarse sin medias tintas del
desenfoque, a veces muy riesgoso, de la oposición. De alguna forma, el diario
se granjeó enemigos en ambas aceras, aunque también un importante sector de fieles
lectores, que encontraban luces cada mañana en aquellas palabras.
Petkoff fue de los primeros en
denunciar el golpe de abril, de cuestionar la extensión del paro petrolero, de
no retratarse nunca en la Plaza Altamira y en desligarse del boicot parlamentario.
Eso es público y notorio, y comprobable en sus editoriales, sin dejar de
desplegar una actividad privada en asuntos espinosos del mundo opositor, para
fortalecer su unidad y evitar desgarramientos, que los hubo.
TalCual pagó esa
política. Una imagen lo explica: una mujer que compra el diario en La Trinidad
a un pregonero, paga y luego lo rompe en la cara del vendedor. Seguramente era
una mujer opositora, antichavista furibunda (que quizás en el 98 votó por el
Comandante) que no aceptaba que el diario tuviera “cabeza propia”, y llamara a
las cosas por su nombre, y que además se equivocara , como también ocurrió.
El diario y TP, que era un
poco lo mismo, siempre insistió contra una creciente opinión opositora que
había que dar el paso de reconocer al otro para poder avanzar en la
elaboración política y para ganar talante democrático, dentro y fuera del país.
Y eso ocurrió por vez primera en las elecciones que perdió Manuel Rosales en
2006, cuya candidatura fue posible tras un acuerdo adulto entre el candidato
zuliano, Julio Borges y el propio Petkoff, que fueron las precandidaturas de la
oposición. Aquella noche de la severa derrota, más de 3 millones de votos,
Petkoff, puertas adentro, recordaría el compromiso adquirido: había que salir a
dar la cara y decir la verdad, y a partir de ahí construir el futuro.
Sobre aquella noche se
tejieron toda clase de especulaciones, uno de los deportes favoritos de ciertos
opositores. Pero esa es la noche fundacional, y perdonen la exageración, del
rumbo de la oposición hacia el encuentro con el sentir de las mayorías en el
país. Fernando Mires, que observa a Venezuela desde Alemania con una lucidez
envidiable, destaca en su más reciente artículo (se puede leer en Prodavinci y
en el blog del propio Mires) como ese año de 2006 significó un vuelco decisivo
para la oposición y, esperemos, que para el país.
Hoy, frente al panorama que se
abre, es más importante que nunca tener un liderazgo que piense con “cabeza
propia” y que ponga el país, a Venezuela, por encima de sus propias ambiciones.
03-01-18
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