Oscar García 31 de diciembre de 2017
Los
venezolanos en Lima se sorprenden cada vez que escuchan a un peruano
quejarse por la inseguridad ciudadana. Sin desmerecer, aseguran que
es nada comparada con la agitación de despertar en su país y constatar que
se ha sobrevivido a un día más. “Me cansé de vivir allá con miedo. De
salir del trabajo y no tener idea de si iba a regresar a casa. Y eso
que yo vivía cerca del Palacio de Gobierno”, cuenta Wolgfang
Jiménez (31), un risueño caraqueño que trabaja en un call
center de Lince y que también vende comida de su país.
A
veces Jiménez se pregunta cómo llegó a su situación. Piensa que en la vida
cumplió los pasos que se suponían eran los correctos: estudiar, conseguir un
trabajo en su profesión –Educación– y ser bueno en lo que hacía. “¡Aún soy
el mejor en lo que hago!”, dice contento mientras prepara un pan de ají
amarillo con ‘reina pepeada’, un aderezo típico de allá. Wolgfang es un
optimista empedernido pese a todo lo que le ha pasado. Hace un año, un
secuestro con armas al bus en el que viajaba por Caracas, el segundo que
padecía, terminó por decidirlo. “No tenía hijos, no lo pensé más y me vine
para el Perú. No tengo vergüenza de vender comida, aunque nunca pensé que
iba a terminar en esto”, dice.
HIJOS
DE LA CATÁSTROFE
La de Wolgfang es solo una de las miles de historias del exilio venezolano que pueden conocerse caminando por las calles de Lima. Es, además, uno de los rostros involuntarios de esa “diáspora venezolana”, como llama The New York Times a los 150 mil ciudadanos que han abandonado Venezuela en el último año, debido a la ruina económica que se vive en el otrora rico país petrolero.
La
necesidad de subsistir y el estatus informal de sus documentos ha arrojado a
miles de llaneros en el Perú al comercio ambulatorio. Una de ellas es Erika
Chale (23), ingeniera civil con dos años ya en Lima, quien vende arepas, el
popular platillo hecho con masa de maíz. a ella se le encuentra todas las
tardes en el centro cívico. Anota que una paisana suya, arquitecta, vende
medias en una tienda. Una afortunada. Un poco más allá, otros 11
connacionales suyos ofrecen arepas por el Jirón de la Unión, vestidos con las
casacas de la selección venezolana.
El
caso de Erika es especial. Sus padres son peruanos, que viajaron a Venezuela a
fines de los 80, cuando ese país tenía una economía boyante, pero nunca la
inscribieron como ciudadana del Perú. Ella habla y se siente como una
venezolana, pero su aspiración es conseguir la nacionalidad peruana, un
trámite que está solicitando a la Superintendencia Nacional de Migraciones.
Como su caso hay cientos. “Allá tenía que hacer cola a las 4 de la mañana
para conseguir alimentos al mediodía. Ahora, mi familia me cuenta que hace la
misma cola y no recibe nada. El Gobierno les entrega una vez al mes una caja
con un kilo de arroz y un kilo de pasta y quieren que sobrevivan con eso y los
15 dólares mensuales que es el sueldo”. Allá no le creen cuando les cuenta
que con 25 arepas vendidas aquí puede hacer 40 dólares al día, no sin
esfuerzo.
LEVANTANDO
PUENTES
De lunes a viernes, a partir de las 2 dela tarde, las oficinas de Migraciones, en Breña, se llenan de venezolanos que acuden con
esperanza a la cita para obtener su Permiso Temporal de Permanencia (PTP). Esta es una figura jurídica creada por el actual gobierno con un enfoque humanitario y de derechos fundamentales que permite acogerlos en nuestro suelo y darles un respiro de al menos un año, mientras mejoran su situación y se integran a la economía formal de este país. Es por acciones como esta que dicha comunidad ha anunciado su intención de postular en setiembre del 2017 al presidente Pedro Pablo Kuczynski al Premio Nobel de la Paz [ver recuadro]. Al día, el despacho gubernamental tramita 260 de estas solicitudes, que se aplican solo a los ciudadanos que hayan llegado al Perú antes del 2 de febrero. “Siempre decimos que somos un país con memoria y que en el Perú tenemos una vocación de construir
puentes, no muros. Acuérdate de que muchos peruanos se fueron a Venezuela en los años 70”, comenta Eduardo Sevilla, superintendente nacional de Migraciones. La comunidad peruana que vive allá bordea los 150 mil individuos. La cifra de venezolanos en el Perú es incierta, pero podría estar entre los 6 mil y 15 mil.
La
sensación general, sin embargo, es que la presencia venezolana se ha
multiplicado en los últimos meses de un modo sensible, quizá porque ahora
esta es más visible, con el fenómeno del comercio ambulatorio de comida.
Según datos de Migraciones, el 2016 más de 36 mil venezolanos entraron y
salieron del Perú como turistas. La cifra es mayor a lo que ocurría hace 10
años (19.980 visitantes), pero bastante menor a los 152 mil que llegaron el
2013, año del fallecimiento del presidente Hugo Chávez. La migración
venezolana no está fuera de control ni debería causar alarma en nadie,
aseguran las autoridades aquí. Para poner paños fríos, afirman que la cifra
de ingresos es poca comparada con la de Estados Unidos, con medio millón de
visitantes anuales al Perú, o la de Chile, que rozó los 200 mil visitantes el
año pasado.
“Con
el PTP estamos contribuyendo a poner orden en la casa, porque es importante
tener regularizados a los extranjeros para que puedan estudiar, trabajar y
tributar, pero esto no significa que no seamos firmes. En lo que va del
gobierno hemos superado los 900 extranjeros expulsados de distintas
nacionalidades por vulnerar las normas peruanas”, sentencia Sevilla. Para
obtener el PTP es requisito presentar una ficha de Interpol de antecedentes
penales y una declaración jurada. Si se miente o se le usa para dedicarse a
actividades ilícitas, se puede ganar la expulsión del país y la incapacidad
para regresar a este por 15 años.
VIDA
EN COMUNIDAD
En Perú, los venezolanos se agrupan en redes para poder protegerse entre ellos y acoger a otros. Elías Pavone (24), natural de la provincia de Barquisimeto, conocida como la ‘Capital Musical’, cuenta que vive desde hace cuatro meses en El Agustino con otros 30 venezolanos, repartidos en varias casas. Algunos llegaron antes que él, otros después. Están también los que se han venido con toda la familia, como el músico Sebastián Bernardini (31), que fue profesor de la Sinfónica del Estado de Sucre, el segundo más grande de allá, pero que ahora sobrevive tocando joropos con su ‘cuatro venezolano’, un instrumento de cuerdas, en micros y restaurantes. Se vino junto a su esposa y sus tres pequeñas hijas cuando ya era imposible encontrar leche, pañales y medicinas para ellas. Ahora Bernardini integra una orquesta de músicos con sus paisanos. Recién están en fase de ensayos. Alguien le alcanza a Bernardini un charango peruano y no tarda nada en encontrar los acordes correctos y tocarse un Alma llanera con un sabor andino. No es difícil, dice, reconociendo que nuestros pueblos han sufrido lo mismo y que hay lazos más fuertes que cualquier adversidad. //
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