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sábado, 13 de enero de 2018

Tony Blair llama a un centrismo revolucionario, por @elespectador



Tony Blair 12 de enero de 2018

El primer ministro del Reino Unido entre 1997 y 2007, y ahora presidente de la Iniciativa de Gobernanza para África, escribe sobre el populismo de derecha y de izquierda que se tomó la política global.

El centro del espectro político en Occidente es un ámbito de pragmatismo, mesura y evolución, donde los actores políticos rehúyen de los extremos y buscan el acuerdo. Los centristas desconfían de la retórica grandilocuente y divisiva, y por eso se habituaron a mirar el funcionamiento de la política un poco desde arriba.

Pero hoy la realidad los supera. Cunde el populismo de derecha y de izquierda, y ya no sirven las reglas de antaño. Afirmaciones que hace unos años hubieran inhabilitado a un candidato hoy son pasaporte al corazón de los votantes. Propuestas políticas antes normales ahora se desprecian, y las estrafalarias están de moda. Alianzas políticas que duraron un siglo o más se desintegran debido a profundos cambios sociales, económicos y culturales.

La derecha se resquebraja. El sentimiento nacionalista, xenófobo y a menudo proteccionista imperante da lugar a una nueva alianza. En el Reino Unido, los residentes de las viejas ciudades industriales que siempre apoyaron al laborismo se unen a ricos desreguladores y empresarios en el rechazo a la forma en que está cambiando el mundo y a la “corrección política”. No está claro que esta coalición (y formaciones similares en otros países) pueda sobrevivir a sus contradicciones económicas inherentes, pero yo no subestimaría el poder de cohesión de un sentido compartido de alienación cultural.

Pero como puede verse en las divisiones que atraviesan el Partido Republicano en Estados Unidos, el Conservador en Gran Bretaña y toda Europa, una parte considerable de la derecha todavía se ve como defensora del libre comercio, la apertura de mercados y la inmigración como fuerza positiva.

La izquierda también se divide. Una parte adopta una posición estatista mucho más tradicional en política económica y una forma de política identitaria mucho más radical en relación con las normas culturales. La otra se aferra a un intento de ofrecer una narrativa nacional unificadora en torno de ideas de justicia social y progreso económico.

Por supuesto, puede ocurrir que los antiguos núcleos de la izquierda y de la derecha recuperen el control de sus respectivos partidos políticos. Pero, por ahora, los extremos mandan, dejando a muchos (socialmente liberales y partidarios de una economía de mercado competitiva combinada con formas modernas de acción colectiva) sin una morada política.

¿Es una situación transitoria o estamos en un punto de inflexión?

La causa de esta transformación de la política es la globalización. Hoy la división real es entre los que la ven esencialmente como una oportunidad, con riesgos que hay que mitigar, y los que creen que, a pesar de sus ventajas visibles, la globalización está destruyendo nuestro modo de vida y hay que ponerle estrictos límites.

A veces lo he expresado como la diferencia entre una visión “abierta” del mundo y una “cerrada”. Pero, aunque estas palabras capturan un aspecto esencial de la divisoria, ya no me parecen adecuadas, porque se les escapa algo: cierta sensación de que los “globalizadores” no están prestando atención a problemas reales en el funcionamiento de su creación.

El peligro de la política occidental es que, sin un centro amplio y estable, los dos extremos choquen en una guerra sin cuartel. El grado de polarización que hay tanto en Estados Unidos cuanto en el Reino Unido es alarmante. En ambos casos, la gente se está dividiendo en dos naciones que no piensan igual, que no trabajan juntas y que ni siquiera ven con agrado a la otra.

La persistencia de esta situación es peligrosa, porque resta apoyo a la democracia, paraliza los gobiernos, hace más atrayente el modelo autoritario. Cuando el sistema político y económico se convierte en una competencia a todo o nada, en algún punto los ganadores empiezan a mirar a los perdedores como enemigos en vez de adversarios.

La democracia no es sólo cuestión de forma, sino también de espíritu, y el nivel actual de polarización es incompatible con el espíritu de la democracia. Por eso necesitamos una política nueva que trate de tender puentes y reunir a las personas. Y esta política difiere en dos aspectos de la política centrista del pasado.

En primer lugar, hay que entender que se necesitan cambios radicales, no meras reformas graduales. Ya de por sí la tecnología transformará el modo en que vivimos, trabajamos y pensamos. Debemos mostrar a quienes hoy se sienten olvidados que hay un camino a través del desafío del cambio y que es transformador. Y debemos responder a sus comprensibles temores en torno de cuestiones como la inmigración; cuestiones complejas y multifacéticas que no podemos limitarnos a ignorar cual lamentaciones de unos nativistas “deplorables”.

Es decir, debemos mostrar que hemos escuchado el malestar legítimo que algunos aspectos de la globalización generan. En segundo lugar, debemos reconocer que la política contemporánea no está funcionando a la altura del desafío. Aunque para los políticos del centro de los partidos tradicionales sea tabú trabajar juntos, hoy son ineficaces, no pueden decir lo que realmente piensan y son incapaces de representar a aquellos que necesitan con urgencia quien los represente.

En síntesis, la revolución está demasiado a la orden del día para dejársela a los extremos. El centro también tiene que volverse capaz de hacer estallar el statu quo.

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