Por Marco Negrón
Como era de esperar, varios
atentos e informados lectores reaccionaron a mi artículo anterior considerando
exagerado su título. Y quizá tengan razón: si es cierto que hubo en el
pasado ciudades que “murieron” (pienso en la civilización maya), tal cosa
parece descartada en un mundo tan interconectado e interdependiente como el
actual; sin embargo, lo que sí es indiscutible es el riesgo de que caigan en
una suerte de vida vegetativa que, por supuesto, comporta graves daños para sus
economías y, lo que es más grave, sus habitantes.
Pero no son pocos los
autores que han reflexionado sobre el tema a propósito de la ciudad moderna.
Jane Jacobs, autora de The Death and Life of the Great American
Cities, uno de los textos más influyentes en el pensamiento urbanístico
contemporáneo, afirmaba en 1985 que “las sociedades y civilizaciones cuyas
ciudades se estancan, no se desarrollan ni vuelven a florecer. Se deterioran”.
Y si el libro de Jacobs aludía a la resurrección (la vida después de la muerte)
el año pasado el periodista Peter Moskowitz, en el libro How to Kill a
City, alertaba respecto a las amenazas que hoy se ciernen sobre las ciudades
norteamericanas, en algunas, paradójicamente, como consecuencia de su éxito en
las décadas pasadas.
Detrás de todo esto subyace
una idea fundamental, como es que las ciudades no son solamente una
infraestructura física, no importa cuán compleja y sofisticada ella pueda ser,
sino sobre todo una forma de vivir en comunidad o, en palabras de Octavio Paz,
una civilización. Y la alerta que hoy lanzan autores como Moskowitz se refiere
precisamente a cómo ciudades que han alcanzado elevados niveles de desarrollo
económico, lideran los procesos de generación de conocimientos y han construido
un medio urbano de gran calidad pueden, al mismo tiempo, ahondar las
desigualdades sociales y económicas y, a través de los llamados procesos
de gentrificación, disparar dinámicas de exclusión de un número creciente
de actividades y de ciudadanos, muchas veces con largo arraigo en el sitio,
vedándoles el disfrute del progreso urbanístico y conspirando contra la
diversidad social y económica que hace a la esencia de la ciudad.
En América Latina,
contrariando los pronósticos agoreros de décadas pasadas, hoy muchas ciudades
conocen notables mejoras en la calidad del medio urbano que se han traducido en
mejoras también en la calidad de vida de sus habitantes, incluso los de menores
ingresos. Aunque todavía registran carencias y retardos importantes, los signos
de los tiempos apuntan al progreso como lo han subrayado, en referencia a la
experiencia de Medellín, el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz u Oriol
Bohigas, considerado el cerebro del “modelo Barcelona”.
Lamentablemente, no ha
ocurrido lo mismo en Venezuela, donde las ciudades entraron en este siglo en un
declive inimaginable que apunta al colapso, algunos de cuyos rasgos se
mencionaban en el artículo anterior. Entre estos destaca esa suerte de crimen
silencioso que ha sido la irresponsable liquidación de todo el sistema de
gobierno metropolitano.
Si a ello se suma el cerco
político y financiero a las alcaldías municipales y el acoso a las
universidades el resultado es la anulación de la capacidad de pensar la ciudad,
cuya ruina económica y física ya no sólo es incapaz de atraer al talento, la
savia vital de la ciudad contemporánea, sino que lo expulsa. Puede que nuestras
ciudades no mueran, pero su renacimiento va a ser difícil, costoso y prolongado.
Al margen: El gobierno
se jacta de las sumas milmillonarias que destina a ampliar la autopista Fajardo
para mejorar la movilidad de los autos privados. Siguen dando tumbos mientras
el Metro se cae literalmente a pedazos, el transporte público superficial
enfrenta el colapso y se menosprecia la movilidad alternativa: socialismo del
siglo XXI en todo su esplendor.
06-02-18
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico