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domingo, 11 de febrero de 2018

Reflexiones sobre la dimensión profética del cristiano y de la Iglesia, por @TeologiaHoy



Franco Nicolas Rojas Contreras 10 de febrero de 2018

Decir que el cristiano personalmente, y por ende la Iglesia como tal, poseen una dimensión profética, requiere tener una visión sobre lo que es un profeta. El profeta «es un hombre llamado por Dios para transmitir su palabra, para orientar a sus contemporáneos e indicarles el camino correcto»[1], es decir, es un hombre o mujer dentro de un contexto epocal determinado, conocedor del entramado social, que ha sido llamado para ser fiel a los designios de Dios, escuchando y actuando según éstos para propiciar un mundo justo, solidario, guiado por lo que Dios vislumbra (o revela) al hombre (cf. 1 Re 18; Am 3-6; Is 10; Jr 2).

Esto nos indica que la persona considerada como profeta posee ciertas características específicas: en primer lugar, es una persona religiosa que tiene la habilidad de experimentar lo divino de un modo específico y de recibir revelaciones del mundo divino (cf. 1 Re 22,5-28); en segundo lugar, el profeta es una persona inspirada, refiriéndose a que él habla no desde su pensamiento y sentir, sino que siempre refiere a otro que está detrás de él (cf. Ex 4,15-16); en tercer lugar, es una persona llamada, puesto que ha sido elegido por la divinidad para un designio especial divino y una misión[2].

Estas características, en primera instancia, son propias de la Iglesia como tal, denotándose por consecuencia la dimensión profética de ésta y considerando, a su vez, la característica temporal de esta dimensión: «la Iglesia peregrina siempre será profética»[3]. Es la Iglesia misma quien tiene la habilidad de experimentar lo divino gracias a Cristo presente como Cabeza del Cuerpo; así también la misión de la Iglesia, que es anunciar la Buena Noticia de Jesucristo resucitado, liberador y salvador, no es algo propio que ha formulado la Iglesia durante siglos como una elaboración sistemática y convincente de forma propia, sino que es la misión apostólica que Cristo encomendó personalmente a sus discípulos (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15), manifiestando que el mensaje evangélico viene de este Otro, el Cristo, que está detrás de la Iglesia; y por último la Iglesia es llamada por Dios en el sentido que los discípulos de Jesús fueron llamados por Él (cf. Mc 1, 16-20; 2, 13-17; 3, 13-15). De aquí podemos vislumbrar las palabras de Pedro citando a Joel después de recibir, junto a los otros apóstoles, el Espíritu del Señor (cf. Hch 2, 17ss) cuando refiere a que todos tenemos algo de profetas por el bautismo, aunque también no se puede olvidar la aclaración paulina sobre que no todos los miembros del cuerpo tienen el carisma profético (cf. 1 Co 12, 29). Pero es indudable que el carisma de la profecía es un carisma que edifica a la Iglesia[4].

Por lo tanto, así como los cristianos personalmente posee esta dimensión profética en su particularidad por ser bautizados en Cristo, también la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, posee esta dimensión profética por Cristo y sus miembros. El Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática Lumen Gentium, que recupera el tema de los profetas con la eclesiología naciente después de la Primera Guerra Mundial[5], dice lo siguiente:

«Cristo, el gran Profeta, que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de su vida y con la fuerza de su palabra, realiza su función profética hasta la plena manifestación de su gloria. Lo hace no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hch 2,17-18; Ap 19,10) para que la fuerza del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social» (LG 35).

Esto nos da a entender que cada cristiano, clérigos y laicos, por el bautismo, somos verdaderos testigos de Jesucristo en el mundo, puesto que la «profecía es el testimonio de Jesucristo, el testigo fiel y verdadero»[6], no como algo exclusivo de la Jerarquía de la Iglesia, sino que es algo propio de todo fiel cristiano, con el fin de manifestar la gracia de la Buena noticia en todas las realidades seculares.

En definitiva, los cristianos personalmente poseen esta dimensión profética por el hecho de que están llamados a ser testigos de Jesucristo, implicando este situarse-en-la-realidad e interpretar lo que Dios habla en este contexto epocal. Es por esto que, como el profeta es un hombre situado ante la realidad social, el cristiano tiene la gran misión de situarse en esas realidades sociales donde impera la injusticia, la pobreza, el sufrimiento, con el fin de combatirlo con el mensaje evangélico hecho acción. Así también la Iglesia, que también tiene la gran tarea de leer los signos de los tiempos (cf. GS 4, 11), los cuales nos indican la acción transformadora de Dios presente en la historia. Al estar situados en la realidad actual, el cristiano y, por ende, la Iglesia está llamada a sentir más profundamente la realidad de los otros de su tiempo y de su pueblo; a percibir los deseos y anhelos más escondido del hombre situado en el presente, quien reflexiona sobre sus memorias y está lanzado a la esperanza de un futuro mejor; a hablar con viva voz sobre lo que le ha sido llamado a anunciar, puesto que se siente forzado a decir y proclamar tal anuncio por el impulso de una fuerza mayor; a cumplir un papel social que ayude a despertar al pueblo adormecido por la esclavitud de la marginación, de la individualización y del sinsentido[7]. Es decir, los cristianos y, por ende, la Iglesia como tal, por tener esta dimensión profética, deben y tienen que «saben discernir los sentimientos profundos de su época, saben diagnosticar los verdaderos males y prescribir los verdaderos remedios»[8].

[1] José Luis Sicre, Los profetas de Israel y su mensaje (Madrid: Cristiandad 1986), 20.
[2] Cf. Eduardo Pérez-Cotapos, «3 unidad: La raíz humana de la profecía», en Curso TBS 029 – Profetas (Santiago: 2016), 38-39.
[3] Sergio Zañartu, «El carisma de la profecía. Reflexiones», La Revista Católica 109, n°1162 (2009): 95.
[4] Zañartu, «El carisma de la profecía. Reflexiones», 95.
[5] Joseph Comblin, «Misión profética de la Iglesia en los tiempos actuales», Revista Mensaje 23,n°229 (1974): 211.
[6] Zañartu, «El carisma de la profecía. Reflexiones», 96.
[7] Comblin, «Misión profética de la Iglesia en los tiempos actuales», 213.
[8] Comblin, «Misión profética de la Iglesia en los tiempos actuales», 214.

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