VÍCTOR MOLINA 15 de marzo de 2018
Durante
casi dos décadas, los ojos de innumerables movimientos sociales se posaron
esperanzados sobre Venezuela, cuyas políticas y liderazgo parecían responder a
las muchas necesidades desatendidas de las personas más pobres e históricamente
discriminadas en América Latina. Medidas como la creación de ayudas para madres
de escasos recursos, ambiciosos programas de alfabetización y la construcción
de centros de salud fueron algunos ejemplos.
No
todo fue perfecto. Grandes sectores de la población siguieron adoleciendo de
protección, como las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersex,
cuyos derechos nunca fueron reconocidos, a pesar de que la región, en líneas
generales, avanzaba en esta materia. Pero la percepción mayoritaria, dentro y
fuera de Venezuela, era que el país progresaba.
Vivo
con VIH desde 2009 y, desde el momento de mi diagnóstico pude comprobar que, a
pesar de que la distribución de los medicamentos y los controles necesarios
para mantenerme sano fallaban puntualmente, el sistema público de salud
venezolano funcionaba a grandes rasgos. Mes a mes recibí la medicación
específica, salvo pequeños retrasos, y pude acceder a los estudios necesarios
más o menos con la frecuencia sugerida por la Organización Mundial de la Salud
(OMS).
Sin
embargo, estos últimos años he vivido en carne propia cómo los grandes avances
conseguidos se han derrumbado con la fragilidad de un castillo de naipes. Los medicamentos desaparecieron, y no solo los míos:
desde artículos esenciales para las personas con diabetes, como la insulina,
hasta quimioterapias. No se consigue el tratamiento básico contra la
hipertensión, ni antiepilépticos, ni un largo etcétera. En los laboratorios ya
casi no quedan reactivos para un análisis rutinario y en los centros de
atención primaria crece la maleza. En los hospitales, infectados de aguas
negras y regueros de sangre, nunca hay camas disponibles.
Organizaciones
locales afirman que Venezuela padece un déficit de medicamentos de entre el 80%
y el 90%, y la mitad de los hospitales no están en funcionamiento.
A las
procesiones de pacientes y familiares de farmacia en farmacia en busca de algo
más que un “no hay, vuelva otro día, pero no sabemos cuándo” se sumó de golpe
lo nunca visto: grupos enormes de personas hurgando entre la basura, tan
hambrientas que optan por comer en el sitio y con las manos, entre la
podredumbre y las moscas. Una vez encontré a una anciana que, de rodillas y
engullendo un tomate descompuesto, le intentaba hacer ver a su nieta que
aquello era un juego. Este panorama se ha hecho tan común que resulta evidente
que la red de distribución de comida por parte del Gobierno (cuyo acceso está
frecuentemente condicionado a simpatizar con el proyecto político oficial, lo
que se traduce en discriminación) es insuficiente.
En respuesta
a quienes se atrevieron a exigir su derecho a la salud y a la alimentación hubo
lluvias de gases lacrimógenos, con los que se atacó de manera desproporcionada
e indiscriminada a comunidades enteras. Una gran cantidad de recursos —que
pudieron dedicarse a atender las dramáticas necesidades de una población
enfrentada a la inflación más alta del mundo— se despilfarraron en draconianos
despliegues de seguridad y gasto militar que provocaron destrozos en viviendas
y decenas de muertes en el último año.
Un
equipo de investigación de Amnistía Internacional estuvo en diversos rincones
del país y pudo comprobar cómo miles de personas se vieron afectadas. Muchas de
estas viviendas permanecen expuestas a la altísima inseguridad que sufre el
país, en tanto que sus residentes no han podido siquiera reparar las puertas
que les fueron destrozadas ya que incluso comprar alimentos se ha vuelto un
lujo. Las denuncias de personas aún detenidas arbitrariamente se cuentan por
cientos. De igual manera, grupos de civiles armados cercanos al Gobierno
deambularon con la aquiescencia de las autoridades, como si tuvieran licencia
para matar, accionando sus revólveres y golpeando a cualquiera que expresara su
descontento.
Lo
peor de todo este panorama es que, como en caída libre, la situación en
Venezuela está empeorando debido a la mediocridad, paranoia y testarudez de los
altos mandos que detentan el poder, quienes prefieren mirar para otro lado
antes que activar los mecanismos para que la población reciba la ayuda y
cooperación internacional que tanto necesita y que tantos países han ofrecido.
Como quien trata de tapar el sol con un dedo, se niegan a publicar cifras
actualizadas sobre el hambre y las enfermedades, y achacan las culpas a
factores externos sin plantear alternativas serias más allá de experimentos fracasados
y más militarización.
Quien
tiene hambre aún puede hurgar entre los restos de una familia menos
desafortunada que la suya, pero quienes tenemos condiciones de salud crónicas
no podemos conseguir en la basura los medicamentos que necesitamos. Tampoco
podemos protestar. No nos ha quedado otra que huir en tal cantidad que
representamos una de las pruebas más fehacientes de lo que pudo ser Venezuela
pero no fue.
Solo
en Colombia, las autoridades migratorias calculan que el número de personas
procedentes de Venezuela ascendió a 550.000 el año pasado; en su mayoría han
llegado caminando. Los servicios colombianos de salud proporcionaron
tratamiento urgente a más de 24.000 venezolanos, incluyendo mujeres
embarazadas. Si no se hace algo, pronto seremos muchísimos más.
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