Miguel Méndez Rodulfo 02 de marzo de 2018
A
riesgo de parecer cansón y repetitivo, hay que oponerse con toda el alma a la
destrucción del cinturón norte del estado Bolívar. No por haber escrito varias
veces sobre el tema, vamos a olvidarlo. Ahora que se cumplen dos años del
infame decreto que abrió la posibilidad de explotar áreas bajo régimen de
administración especial (Abrae); es decir zonas protectoras, reservas
forestales, parques nacionales, santuarios, etc., nos encontramos con un
panorama desolador, documentado por periodistas nacionales y extranjeros que
han hecho trabajos de investigación y tomado fotografías de parajes devastados
y enormemente contaminados por el mercurio. De esta hecatombe han sido víctimas
parcialmente, por ahora, el parque nacional Canaima, el parque nacional Caura y
la reserva forestal de Imataca. Es inconcebible en el mundo actual que el
propio gobierno de un país sea quien degrade y arrase una zona boscosa de
increíble biodiversidad, cuando según la constitución y las leyes, está
obligado a preservarla. Esta avaricia depredadora no puede más que explicarse
sino por el ansia inescrupulosa de dinero de una camarilla de fariseos que se
han enquistado en el poder y manejan el país a su antojo.
Aunque
el gobierno fracasó en sus aspiraciones de lograr la participación de 150
empresas de renombre internacional (a pesar de la alharaca formada cuando lanzó
el Arco Minero, cosa que el Petro nos hizo recordar), no debemos alegrarnos por
ello, por cuanto a pesar de que no hubo mayor interés de las compañías
reconocidas, el llamamiento si tuvo la desgracia de incrementar la minería
ilegal. Además el propio gobierno flexibilizó los controles para regular la
extracción efectuada por la minería informal, disminuyó la vigilancia y relajó
el precario control ambiental que existía. Tampoco exige la obligación de
reparar zonas que están siendo deforestadas. Por otra parte, ninguna
explotación cuenta con estudios de impacto ambiental, lo cual viola las leyes.
Así, en tanto que en América Latina ha bajado la tasa de pérdida de bosques, en
Venezuela ha aumentado.
Aunque
lo fundamental es la explotación del oro, la ambición gubernamental por obtener
réditos fiscales ha ampliado los permisos para extraer coltán, diamantes,
bauxita, cobre, dolomita, hierro, caolín y tierras raras (yacimientos de
tantalio y niobio). Esta apertura del abanico ha estimulado a los mineros
ilegales a trasladarse a la región y a depredar la naturaleza bajo la mirada
cómplice de la Guardia Nacional que reclama y obtiene su tajada.
La
explotación minera, incluso realizada por empresas reconocidas, causa severos
daños al ambiente; por ello, y porque se pone en riesgo la biodiversidad del
escudo guayanés, una de las formaciones geológicas más antiguas del planeta, lo
que tendría el efecto de atentar contra la cuenca del Caroní, la mayor fuente
de hidroelectricidad del país, es que hay que decirle NO al arco minero.
Pero
también en esta hora histórica de cambios profundos en la visión del país,
habría que decirle también que NO a un conjunto de instituciones que si bien
cumplieron su cometido en el pasado, en el presente ya no funcionan. Entre
otras tenemos: el bolívar como signo monetario; el Instituto Venezolano de los
Seguros Sociales; la Guardia Nacional; la propia Pdvsa por la enorme carga
burocrática que lleva sobre sus espaldas (150.000 trabajadores) y por sus
ineficiencias y corrupción; el INTI; la Cantv; etc. No hablemos de la salida de
Mercosur, la eliminación de las milicias, las comunas, etc., etc. Venezuela
debe arrancar una nueva gobernabilidad deslastrada de un peso muerto que
impediría el ascenso al desarrollo.
Miguel
Méndez Rodulfo
Caracas,
3 de Marzo de 2018
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