DIEGO GARCÍA-SAYAN 07 de abril de 2018
Olinda
tiene 29 años, es de Caracas, llegó a Lima hace seis meses y trabaja ahora en
un restaurante de la ciudad. Luego de un largo y azaroso viaje por tierra desde
la capital venezolana, atravesando Colombia y Ecuador, llegó al Perú.
Al
abordar un bus en la fronteriza Piura con destino a Lima, para un viaje que
dura más de 18 horas, tuvo que transportarse no en un asiento, como un ser
humano, sino en el maloliente y apretujado depósito de equipaje y carga, junto
con ocho compatriotas suyos.
Su
viaje y el de otras decenas de miles de venezolanos no fue sencillo, ni su vida
lo era en Venezuela, país azotado por un colapso económico y productivo por
obra humana; la de un Gobierno, a todas luces, no solo autoritario sino inepto,
habiendo logrado comprimir en poco tiempo en más del 40% el PIB.
Hoy,
felizmente, Olinda cuenta con un trabajo digno aunque distante de los ingresos
que merecería. Otros no han tenido esa suerte aún.Lo que viene ocurriendo no
tiene precedentes. Estamos ante el proceso migratorio más grande ocurrido en
toda la historia de América Latina.
Más de
115.000 venezolanos ya ingresaron al Perú y 600.000 a Colombia, para mencionar
solo dos países a los que habría que añadir Ecuador, Brasil, Argentina y
Panamá. Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, estima que el total
supera ya los 1,5 millones de personas desplazadas o refugiadas en países de la
región. Esto está ya cambiando el mapa demográfico.
Todos
los días, sin excepción, en ciudades como Bogotá o Lima uno se encuentra con
algún venezolano o venezolana, por lo general joven, como taxista, mesero,
portero de edificio, peluquero y mil oficios más. Nada excluye, sin embargo,
que puedan desarrollarse, en algunos sectores, brotes de xenofobia. Mientras,
la crisis ya ha puesto en marcha a varias instituciones en los países
receptores.
En el
Perú se ha montado una oficina especial para tramitar los permisos de
residencia. Colombia —donde cada día ingresan, para quedarse, más de 3.000—
pone hoy día en marcha el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, a
cargo, nada menos, que de la Unidad Nacional para la gestión del riesgo de
desastres. Precio tratarlo como “desastre”, pues lo es. Esta crisis humanitaria
supera largamente la que se sufrió en los años ochenta con las guerras internas
centroamericanas, pero el mundo no parece aún percatarse de que esta merece una
atención internacional prioritaria, al menos en dos aspectos.
En
primer lugar, en el ámbito del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que
supo actuar, por ejemplo, ante la crisis humanitaria centroamericana en los
ochenta o en apoyo al proceso de paz en Colombia, recientemente. ¿El derecho de
veto en el Consejo por países aliados del régimen venezolano podría bloquear
cualquier acuerdo? Eso dependerá del ejercicio de una diplomacia efectiva y de
la puesta sobre el tablero de variables más amplias.
Todos
perderían, incluso Rusia, en caso de un colapso total o de guerra civil en Venezuela.
En segundo lugar, depende del papel de países receptores que, como Colombia o
Perú, vienen haciendo una buena letra. Notable en comparación con algunos ricos
países europeos que han cerrado sus fronteras ante los refugiados sirios. Pero
nada excluye que se compriman los limitados recursos o que, incluso, surjan
brotes de xenofobia.
Responder
a esta crisis no puede ser responsabilidad sólo de los países receptores. Se
trata de refugiados bajo la definición ampliada que se aprobó en Latinoamérica
en 1984 y es un principio internacionalmente protegido que la comunidad
internacional tiene una responsabilidad ineludible en la respuesta a esta
explosión migratoria que ya genera tantas víctimas.
Esa
presencia internacional aún está prácticamente ausente. Hay, por cierto, un
papel y presencia más activa en la región de Acnur que hay que saludar. Las
guías que han emitido van en muy buena dirección: evitar “que las personas sean
deportadas o forzadas a retornar” y poner atención sobre “la explotación, la trata
de personas, la violencia, el abuso sexual, la discriminación y la xenofobia”.
Pero
no basta. Falta muchísimo más para concretar un papel realmente activo y
vigoroso de la comunidad internacional.
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