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miércoles, 4 de julio de 2018

Cocinar arepas en Cúcuta para sobrevivir en Caracas, por @LuuSalomon




Luisa Salomón 01 de julio de 2018

“Tengo dos hijas menores de edad, soy madre y padre de familia, yo misma manejo mi autobús”, se presentó.

Jetzabeth habla rápido y cortante. Lleva las manos negras de grasa, el cabello recogido y el sudor en la frente. Baja apurada las cuatro cuadras que separan su casa en el barrio de La Vega del taller de su amiga Yolanda, en la avenida principal de Montalbán.

Ese martes la llamaron para decirle que los consejos comunales revisarían los autobuses paralizados para buscarles repuestos con el gobierno, así que detuvo la reparación del suyo y lo dejó sobre los cuatro bloques donde reposa desde hace meses. No se tomó tiempo ni para lavarse las manos.

A primera vista, parece una mujer tímida. Jetzabeth no habla mucho, baja la mirada, trata de no llamar la atención. Su 1,60 de estatura la ayuda a pasar desapercibida. Espera a un lado de la entrada del taller para hablar con los representantes comunales, pero al descubrir que le habían dado repuestos a los directivos de la línea a la que pertenece su autobús, “a los mismos de siempre”, su actitud cambia completamente. Se para de la silla y reclama con severidad. “Esa es una guerrera”, dice Yolanda cuando la ve hablar.

Por todo el taller persigue a los consejos comunales para convencerlos de que revisen su autobús. Está cerca, necesita los repuestos y no puede perder la oportunidad de que la censen. Varias veces le dicen que sí, que ya van para allá, pero se marchan. A cambio le dejan la promesa de visitarla al día siguiente. Tiene razón para estar molesta: desde 2015 los dos autobuses, sustento del hogar, están paralizados.

Habla de su trabajo, de sus esfuerzos y de sus hijas. De Nelly, su mamá, quien en 2006 sufrió dos accidentes cerebrovasculares que le afectaron memoria y concentración. Se enfoca en “su carro”, el autobús azul que le ha costado tiempo, dinero y frustraciones. Entonces llega al momento en que decidió ser transportista y es cuando aparece Eduardo en su relato. Está casada pero, a efectos prácticos, las riendas de su casa las lleva ella. Es la que toma las decisiones. La que afronta los problemas y asume responsabilidades.

No obstante, la historia de los autobuses comenzó con él. Una mañana de 2008, cuando Jetzabeth tenía 25 años, se montó en un autobús blanco. Entre empujones conoció a Eduardo, chofer y dueño del vehículo. Flechados, intercambiaron teléfonos, aunque ella pensaba que no tenía tiempo para tener pareja. Era madre soltera de Karolaine y Bárbara, dos niñas de 4 y 7 años. Hacía malabares para criarlas y mantener varios trabajos.

Desde pequeña le gustaron los autobuses. Le interesaba la mecánica y le parecían un buen negocio. Conocer a su futuro marido le dio la oportunidad de entrar a ese mundo. Él la ayudó a inscribirse en una línea de autobuses y a pedir crédito para comprar uno. El banco le prestó la inicial. 600.000 bolívares le costó su autobús. Escogió uno azul. En 2008 era un negocio rentable. El vehículo generaba unos 30 salarios mínimos al mes. Casi 25.000 bolívares. Suficiente para pagar a un chofer y obtener ganancias.

Mientras Evelio, el chofer de su autobús, cubría la ruta Montalbán-Capitolio, ella montó un quiosco. Vendía almuerzos en Montalbán. Contaba con dos fuentes de ingreso, y por primera vez disponía de tiempo para compartir con sus hijas y su madre.

Jetzabeth nació y creció en el callejón El Cementerio de La Vega. Cuando cumplió 20 años empezó a construir su propio espacio en el primer piso, sobre la casa de su mamá. Una noche, en 2007, un aguacero le tumbó el techo y la mitad de la pared. Por más que trabajaba, no le alcanzaba para la reparación. Pensó que nunca terminaría la obra. No se lo decía a nadie, pero por las noches se preguntaba si lograría reponerse. Hasta que compró el autobús.

Sus primeros cinco años en el transporte público fueron los más fructíferos. Pudo pagar la reparación del techo, terminar la edificación del primer piso de su casa y construir las paredes del segundo. Mantenía a sus hijas y a su madre. Su relación con Eduardo se consolidó y comenzaron a vivir juntos. En 2014 se casaron.

Ahora tenía un compañero y dos negocios propios. Cada seis meses cambiaba los cauchos de su bus azul y el aceite cada mes. En 2015 comenzó a fallar el autobús blanco, el de Eduardo. Uno a uno se espicharon los seis cauchos. Los sustituyeron con otros usados, pero también se dañaron y ya el dinero no alcanzaba para comprar otros.

A ella no le gusta pedir ayuda. Quiere resolverlo todo sola y así lo entienden en su hogar. Como se quedaron con un autobús paralizado, el de ella asumió la carga de todos. Eventualmente también falló, y Jetzabeth se negó a verlo morir. No confiaba mucho en el mecánico y tomó la costumbre meterse bajo “el carro” con él a reparar, así no entendiera.

No recuerda bien la fecha, pero sabe que fue un día de 2016 cuando se cansó de sacar cuentas y que estas no dieran. No podía mantener más al chofer. Pudo pedirle a Eduardo que manejara el bus, porque el de él no funcionaba, pero decidió tomar el volante personalmente. Sentía que no había otra opción.

Abandonó su quiosco de alimentos y su vida se convirtió en una ruta constante: centro comercial La Villa, avenida Páez, Quinta Crespo, Capitolio, cruce en la esquina de Salas, avenida Baralt, avenida Páez, centro comercial La Villa. Salía a las 5:00 de la mañana y terminaba a las 9:00 de la noche. Almorzaba en casa, pero ya no había tanto tiempo para las hijas, ahora adolescentes.

No conocía a otra mujer transportista. Dueñas de autobuses sí, pero conductoras no. Ella manejaba, cobraba y pagaba el vuelto. También se peleaba con los pasajeros cuando era necesario. En los autobuses los conflictos son constantes. La invadía la frustración cada vez que le reclamaban que el carro tenía alguna falla. Nadie tenía idea de lo que ella hacía para que por lo menos rodara. Una vez tapizó los asientos y a los tres días ya estaban rotos.

Eduardo vendía repuestos, pero ella no contaba con ese dinero. Pasó de dos ingresos a uno solo, y a medias, porque redujo la frecuencia de sus viajes. Ya no cambiaba los cauchos, comenzó a usar aceite quemado, desecho de otros carros, que le regalaba Yolanda, la del taller. En enero de 2017 las unidades 174 y 176 salieron de circulación, como el 90% de la flota de autobuses del país, según estimación de los gremios.

Morcillas callejeras

Los primeros días fueron los más duros. No solo comían menos sino que tenían que seguir pagando los 700.000 bolívares mensuales del cupo en la línea de transporte si querían acceder a insumos del gobierno a precios regulados. No tenían con qué pagar.

Jetzabeth regresó al negocio de la comida. Se le ocurrió vender morcillas en la calle, a dos esquinas de su casa. Con 30.000 bolívares compraba un kilo que traía unas 10, las vendía a 15.000 bolívares cada una. Pero los precios aumentaron. Casi no tenía clientes. Todo el mundo empobrecía. Tuvo que abandonar las morcillas.

Intentó rodar el autobús para conseguir un poco de efectivo –que ahora es otro bien escaso en Venezuela– y dañó los cauchos definitivamente. En enero de 2018 sacrificó las medicinas que necesita Nelly después de sus dos ACV. Ya no tenía para comprarlas. Para marzo ya no podía pagar las reparaciones básicas ni el cupo de la línea.

Sintió otra vez que no tenía alternativa y vio que varios vecinos y compañeros choferes emigraron. Jetzabeth era la única con pasaporte, pero decidió que todos tenían que cruzar la frontera. No importaban los papeles ni el año escolar de las hijas ni la enfermedad de la madre. Era la salida.

Armaron las maletas, dejaron atrás el callejón con los dos autobuses atravesados, y la segunda semana de marzo de 2018, Jetzabeth, Eduardo, Nelly, Karolaine y Bárbara estuvieron entre los 74.396 venezolanos que ese mes ingresaron a Colombia desde el estado Táchira, por el puente Simón Bolívar. La Oficina de Migración colombiana publica estadísticas. Las autoridades venezolanas no.

Salieron desde el terminal de autobuses del Prado de María, en Caracas, y se hospedaron en una pequeña posada cerca del terminal de Cúcuta. Jetzabeth vio que muchos venezolanos vendían comida en esa misma calle. Consiguió una cava roja, le puso un cartel y gastó el dinero que tenía en ingredientes para hacer arepas. Estaban los cinco, pero solo ella vendía en una esquina.

La esperanza de la emigración se apagó una semana después, al acabarse los ahorros. La vida en pesos es mucho más cara que en bolívares y la venta de las arepas no alcanzaba para cubrir la tarifa de 15.000 pesos por persona y por noche de hospedaje. Regresaron con el dinero justo para el pasaje.

Las arepas

De vuelta a La Vega, las hijas regresaron a sus clases y Jetzabeth, que no quería rendirse, pidió 1.000 dólares a un prestamista para rehacer el motor del autobús blanco, el de Eduardo. Reparar el azul costaba otros 640 dólares –alrededor de 150 millones de bolívares en marzo– para arreglar la transmisión. No les alcanzaba. Decidieron esperar. En mayo estuvo listo el motor, pero los 12 cauchos de los dos autobuses seguían inservibles. Volvió al mismo punto crítico, esta vez con una deuda en dólares.

El recuerdo de Colombia reapareció como opción. Acostumbrada a resolver, Jetzabeth sacó cuentas. Cúcuta era caro para cinco, pero no para una sola. Vendió prendas para pagar el millón y medio de bolívares que costaba el pasaje en bus a San Cristóbal a principios de abril. Sola, con una maleta y la cava roja, volvió a recorrer los más de 860 kilómetros que separaban La Vega de Cúcuta.

Llegó a la misma posada y pagó una pequeña habitación con cama y ventilador. Los dueños, colombianos, le prestaron una cocina eléctrica de una hornilla. Pagó 25.000 pesos en ingredientes.

El primer día se despertó a las 3:00 de la mañana. Cocinó por cuatro horas las arepas y sus rellenos. A las 7:00 am estaba a las afueras del terminal. A pesar de la competencia –muchos venezolanos venden comida en la misma zona–, a las 11:00 había vendido las 30 arepas a 1.000 pesos cada una. Hizo 60 para el día siguiente. Las volvió a vender todas y terminó después del mediodía.

Por una semana repitió la rutina. Se sintió tentada a comprar alimentos para llevar a casa, pero un kilo de arroz a 1.200 pesos en Cúcuta salía más caro que adquirirlo “bachaqueado” en Caracas por 800.000 bolívares. Calculó con el precio del mercado negro porque la caja de alimentos de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), que el consejo comunal prometía entregar cada 15 días a precio regulado, llegaba a La Vega cada mes y medio.

Transfirió las primeras ganancias a través de una casa de cambios informal en la frontera y envió la remesa en bolívares a su esposo. Regresó a Caracas. Por primera vez en 2018 cubrieron sus deudas con la línea de transporte y pagó su primera cuota del pasivo en dólares. Reparar los autobuses seguía estando pendiente.

Dos semanas después volvió a Cúcuta. Esa vez se llevó a Karolaine, ahora de 17 años. Estudiaba segundo lapso del cuarto año de bachillerato, pero el liceo suspendía sus clases porque no tenía agua. El primer viaje juntas fue de cuatro días. Desde abril, viajaron tres veces más.

Regresaron la última semana de mayo porque la línea convocó una asamblea de transportistas. Ella se paró y armó un “berrinche” a la directiva, a la que acusaba de acaparar los pocos cauchos que había. Logró que le dieran un certificado para comprar cauchos regulados a 11 millones 500.000 bolívares cada uno, pero necesitaba diez cauchos más.

La última vez que Jetzabeth puso el autobús blanco a circular con los cauchos llenos de parches, fue a finales de mayo. Produjo 3 millones de bolívares. Para comprar los 10 cauchos sin que aumentaran los precios, tendría que trabajar 840 días, es decir, 2 años y 3 meses.

Omar Bautista, presidente de la Cámara de Fabricantes Venezolanos de Productos Automotores, estima que en 2018 la producción de repuestos nacionales ha disminuido 44% en comparación con el año anterior. Con respecto a 2008, cuando Jetzabeth empezó en el transporte, la producción de autopartes ha bajado 83%. Por eso los repuestos deben ser importados y cuestan más caro.

La espera

Cuando regresa a casa por las tardes, Jetzabeth ve pasar las “perreras” desde la redoma de La India. Rotuladas con la frase “Amor por Caracas”, la alcaldía del municipio Libertador puso a circular camionetas con jaulas por la falta de autobuses. No tienen suficientes puestos para sus pasajeros, la mayoría va de pie. Como son abiertas en la parte trasera, los viajeros deben aferrarse a cualquier viga para sostenerse. El Comité de Usuarios del transporte público ha registrado 25 muertos en esos carromatos.

Las perreras cobran hasta 20.000 bolívares por un traslado que la alcaldía ofrece como gratuito. Su casa queda a un kilómetro de la redoma de La India, y ella sube caminando. Si usara la perrera, Jetzabeth tendría que pagar sobreprecio por un servicio que su propio vehículo ya no puede prestar.

Jetzabeth ha conversado con autoridades. En una reunión de transporte entregó un papel a la alcaldesa Érika Farías, para pedirle ayuda. Nunca la llamaron. Después del día del taller, pensó que los consejos comunales le prestarían atención. Ese encuentro fue el 12 de junio de 2018. El miércoles aplazó todas sus diligencias para esperarlos y no llegaron. Aunque Nelly la hace dudar. Salió un momento. Su madre estaba pendiente, pero no se acuerda.

El jueves esperó toda la mañana. Tenía las manos negras otra vez porque estuvo con el autobús, revisando las fallas que conoce de memoria. A las 3:00 de la tarde tenía los dedos manchados, pero ya se había cruzado la cartera sobre el pecho. No podía seguir esperando. Hablaba distraída, se frotaba las manos, intentaba quitarse la grasa mientras hacía un recuento de las diligencias que sólo podía hacer ella.

Debía reunirse con Evelio –el antiguo chofer– porque planeaba reactivar el puesto de morcillas, ahora en el terminal de La Bandera. Quería que lo atendiera. El kilo costaba 500.000 bolívares y vendería cada una en 100.000 o 150.000. Un amigo del banco le dijo que podrían aprobarle un crédito de 100 millones de bolívares y necesitaba un balance personal. Debía encontrarse con la contadora en una hora. Si el banco le prestaba el dinero, compraría cinco “tripas”, cauchos usados, que costaban 20 millones cada uno. Sumados a los cauchos que compró la semana anterior, podría poner a circular el autobús.

A la vez tenía que comprar efectivo para volver a Cúcuta. Quería irse el lunes después de las elecciones colombianas, cuando reabrieran la frontera. La tarde de ese jueves Nicolás Maduro cambió ministros. Hipólito Abreu, expresidente del Instituto de Ferrocarriles del Estado, fue designado para Transporte Terrestre. No está claro en qué estatus quedarían las mesas de movilidad de los consejos comunales.

De vuelta a Cúcuta

Jetzabeth amaneció el lunes 19 de junio en el terminal del Prado de María. Es pequeño y para comprar los pasajes tuvo que hacer cola desde las 6:00 de la mañana. No sabía cuánto le costaría. Se fue sola y con el dinero justo. Si había autobús, el boleto a Táchira costaría 2 millones 500 mil bolívares por persona y 500.000 más en efectivo, para la tasa de salida. Si no había bus, habilitarían uno del interior que llega vacío para arrancar ruta en Caracas. De ser así, costaría el doble, 5 millones de bolívares. Al mediodía les dirían el precio.

No encontró boleto y cambió el viaje para final de semana. Jetzabeth se va esta vez con la lista de medicinas de su mamá. Plavix, Trileptal, Tegretol, Losartán. Medicinas comunes en cualquier país, escasas en Venezuela. “Estoy a la buena de Dios, porque no se consiguen y cuando se consiguen son carísimas. Si ella no se va, aquí no tendríamos qué comer. Ella es la que nos salva”, dice su mamá.

Jetzabeth no llora. No le gusta mostrarse como víctima. Si le preguntan cómo se siente, dice que bien. Si le preguntan si está preocupada, dice que no, que ella resuelve. Siempre resuelve. Pero cuando habla de la enfermedad de su madre baja la mirada, dice que sí le importa, que quiere ayudarla a mejorar y va a comparar precios, pero es que no hay dinero y sin dinero no hay medicinas. No lo dice, pero le duele ver a su mamá perdida. Le preocupa que su hija mayor va a pasar a quinto año de bachillerato y ella no ha tenido tiempo ni para hablar sobre el futuro y los sueños que pueda tener. La prioridad es resolver.

No se va de Venezuela. Ha decidido no emigrar. No por apego a la tierra, no por romanticismo. No se va porque su mala experiencia la dejó curada. A Jetzabeth le parece que emigrar es duro. Más duro que lo que vive acá. Tanto, que seguirá entre los autobuses de Caracas y las arepas de Cúcuta el tiempo que haga falta. Pero del otro lado no se queda.


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