Luisa Salomón 01 de julio de 2018
“Tengo
dos hijas menores de edad, soy madre y padre de familia, yo misma manejo mi
autobús”, se presentó.
Jetzabeth
habla rápido y cortante. Lleva las manos negras de grasa, el cabello recogido y
el sudor en la frente. Baja apurada las cuatro cuadras que separan su casa en
el barrio de La Vega del taller de su amiga Yolanda, en la avenida principal de
Montalbán.
Ese martes
la llamaron para decirle que los consejos comunales revisarían los autobuses
paralizados para buscarles repuestos con el gobierno, así que detuvo la
reparación del suyo y lo dejó sobre los cuatro bloques donde reposa desde hace
meses. No se tomó tiempo ni para lavarse las manos.
A
primera vista, parece una mujer tímida. Jetzabeth no habla mucho, baja la
mirada, trata de no llamar la atención. Su 1,60 de estatura la ayuda a pasar
desapercibida. Espera a un lado de la entrada del taller para hablar con los
representantes comunales, pero al descubrir que le habían dado repuestos a los
directivos de la línea a la que pertenece su autobús, “a los mismos de
siempre”, su actitud cambia completamente. Se para de la silla y reclama con
severidad. “Esa es una guerrera”, dice Yolanda cuando la ve hablar.
Por
todo el taller persigue a los consejos comunales para convencerlos de que
revisen su autobús. Está cerca, necesita los repuestos y no puede perder la
oportunidad de que la censen. Varias veces le dicen que sí, que ya van para
allá, pero se marchan. A cambio le dejan la promesa de visitarla al día
siguiente. Tiene razón para estar molesta: desde 2015 los dos autobuses,
sustento del hogar, están paralizados.
Habla
de su trabajo, de sus esfuerzos y de sus hijas. De Nelly, su mamá, quien en
2006 sufrió dos accidentes cerebrovasculares que le afectaron memoria y
concentración. Se enfoca en “su carro”, el autobús azul que le ha costado
tiempo, dinero y frustraciones. Entonces llega al momento en que decidió ser transportista
y es cuando aparece Eduardo en su relato. Está casada pero, a efectos
prácticos, las riendas de su casa las lleva ella. Es la que toma las
decisiones. La que afronta los problemas y asume responsabilidades.
No
obstante, la historia de los autobuses comenzó con él. Una mañana de 2008,
cuando Jetzabeth tenía 25 años, se montó en un autobús blanco. Entre empujones
conoció a Eduardo, chofer y dueño del vehículo. Flechados, intercambiaron
teléfonos, aunque ella pensaba que no tenía tiempo para tener pareja. Era madre
soltera de Karolaine y Bárbara, dos niñas de 4 y 7 años. Hacía malabares para
criarlas y mantener varios trabajos.
Desde
pequeña le gustaron los autobuses. Le interesaba la mecánica y le parecían un
buen negocio. Conocer a su futuro marido le dio la oportunidad de entrar a ese
mundo. Él la ayudó a inscribirse en una línea de autobuses y a pedir crédito
para comprar uno. El banco le prestó la inicial. 600.000 bolívares le costó su
autobús. Escogió uno azul. En 2008 era un negocio rentable. El vehículo
generaba unos 30 salarios mínimos al mes. Casi 25.000 bolívares. Suficiente
para pagar a un chofer y obtener ganancias.
Mientras
Evelio, el chofer de su autobús, cubría la ruta Montalbán-Capitolio, ella montó
un quiosco. Vendía almuerzos en Montalbán. Contaba con dos fuentes de ingreso,
y por primera vez disponía de tiempo para compartir con sus hijas y su madre.
Jetzabeth
nació y creció en el callejón El Cementerio de La Vega. Cuando cumplió 20 años
empezó a construir su propio espacio en el primer piso, sobre la casa de su
mamá. Una noche, en 2007, un aguacero le tumbó el techo y la mitad de la pared.
Por más que trabajaba, no le alcanzaba para la reparación. Pensó que nunca
terminaría la obra. No se lo decía a nadie, pero por las noches se preguntaba
si lograría reponerse. Hasta que compró el autobús.
Sus
primeros cinco años en el transporte público fueron los más fructíferos. Pudo
pagar la reparación del techo, terminar la edificación del primer piso de su
casa y construir las paredes del segundo. Mantenía a sus hijas y a su madre. Su
relación con Eduardo se consolidó y comenzaron a vivir juntos. En 2014 se
casaron.
Ahora
tenía un compañero y dos negocios propios. Cada seis meses cambiaba los cauchos
de su bus azul y el aceite cada mes. En 2015 comenzó a fallar el autobús
blanco, el de Eduardo. Uno a uno se espicharon los seis cauchos. Los
sustituyeron con otros usados, pero también se dañaron y ya el dinero no
alcanzaba para comprar otros.
A ella
no le gusta pedir ayuda. Quiere resolverlo todo sola y así lo entienden en su
hogar. Como se quedaron con un autobús paralizado, el de ella asumió la carga
de todos. Eventualmente también falló, y Jetzabeth se negó a verlo morir. No
confiaba mucho en el mecánico y tomó la costumbre meterse bajo “el carro” con
él a reparar, así no entendiera.
No
recuerda bien la fecha, pero sabe que fue un día de 2016 cuando se cansó de
sacar cuentas y que estas no dieran. No podía mantener más al chofer. Pudo
pedirle a Eduardo que manejara el bus, porque el de él no funcionaba, pero
decidió tomar el volante personalmente. Sentía que no había otra opción.
Abandonó
su quiosco de alimentos y su vida se convirtió en una ruta constante: centro
comercial La Villa, avenida Páez, Quinta Crespo, Capitolio, cruce en la esquina
de Salas, avenida Baralt, avenida Páez, centro comercial La Villa. Salía a las
5:00 de la mañana y terminaba a las 9:00 de la noche. Almorzaba en casa, pero
ya no había tanto tiempo para las hijas, ahora adolescentes.
No
conocía a otra mujer transportista. Dueñas de autobuses sí, pero conductoras
no. Ella manejaba, cobraba y pagaba el vuelto. También se peleaba con los
pasajeros cuando era necesario. En los autobuses los conflictos son constantes.
La invadía la frustración cada vez que le reclamaban que el carro tenía alguna
falla. Nadie tenía idea de lo que ella hacía para que por lo menos rodara. Una
vez tapizó los asientos y a los tres días ya estaban rotos.
Eduardo
vendía repuestos, pero ella no contaba con ese dinero. Pasó de dos ingresos a
uno solo, y a medias, porque redujo la frecuencia de sus viajes. Ya no cambiaba
los cauchos, comenzó a usar aceite quemado, desecho de otros carros, que le
regalaba Yolanda, la del taller. En enero de 2017 las unidades 174 y 176
salieron de circulación, como el 90% de la flota de autobuses del país, según
estimación de los gremios.
Morcillas callejeras
Los
primeros días fueron los más duros. No solo comían menos sino que tenían que
seguir pagando los 700.000 bolívares mensuales del cupo en la línea de
transporte si querían acceder a insumos del gobierno a precios regulados. No
tenían con qué pagar.
Jetzabeth
regresó al negocio de la comida. Se le ocurrió vender morcillas en la calle, a
dos esquinas de su casa. Con 30.000 bolívares compraba un kilo que traía unas
10, las vendía a 15.000 bolívares cada una. Pero los precios aumentaron. Casi
no tenía clientes. Todo el mundo empobrecía. Tuvo que abandonar las morcillas.
Intentó
rodar el autobús para conseguir un poco de efectivo –que ahora es otro bien
escaso en Venezuela– y dañó los cauchos definitivamente. En enero de 2018 sacrificó
las medicinas que necesita Nelly después de sus dos ACV. Ya no tenía para
comprarlas. Para marzo ya no podía pagar las reparaciones básicas ni el cupo de
la línea.
Sintió
otra vez que no tenía alternativa y vio que varios vecinos y compañeros choferes
emigraron. Jetzabeth era la única con pasaporte, pero decidió que todos tenían
que cruzar la frontera. No importaban los papeles ni el año escolar de las
hijas ni la enfermedad de la madre. Era la salida.
Armaron
las maletas, dejaron atrás el callejón con los dos autobuses atravesados, y la
segunda semana de marzo de 2018, Jetzabeth, Eduardo, Nelly, Karolaine y Bárbara
estuvieron entre los 74.396 venezolanos que ese mes ingresaron a Colombia desde
el estado Táchira, por el puente Simón Bolívar. La Oficina de Migración
colombiana publica estadísticas. Las autoridades venezolanas no.
Salieron
desde el terminal de autobuses del Prado de María, en Caracas, y se hospedaron
en una pequeña posada cerca del terminal de Cúcuta. Jetzabeth vio que muchos
venezolanos vendían comida en esa misma calle. Consiguió una cava roja, le puso
un cartel y gastó el dinero que tenía en ingredientes para hacer arepas.
Estaban los cinco, pero solo ella vendía en una esquina.
La
esperanza de la emigración se apagó una semana después, al acabarse los
ahorros. La vida en pesos es mucho más cara que en bolívares y la venta de las
arepas no alcanzaba para cubrir la tarifa de 15.000 pesos por persona y por
noche de hospedaje. Regresaron con el dinero justo para el pasaje.
Las arepas
De
vuelta a La Vega, las hijas regresaron a sus clases y Jetzabeth, que no quería
rendirse, pidió 1.000 dólares a un prestamista para rehacer el motor del
autobús blanco, el de Eduardo. Reparar el azul costaba otros 640 dólares
–alrededor de 150 millones de bolívares en marzo– para arreglar la transmisión.
No les alcanzaba. Decidieron esperar. En mayo estuvo listo el motor, pero los
12 cauchos de los dos autobuses seguían inservibles. Volvió al mismo punto
crítico, esta vez con una deuda en dólares.
El
recuerdo de Colombia reapareció como opción. Acostumbrada a resolver, Jetzabeth
sacó cuentas. Cúcuta era caro para cinco, pero no para una sola. Vendió prendas
para pagar el millón y medio de bolívares que costaba el pasaje en bus a San
Cristóbal a principios de abril. Sola, con una maleta y la cava roja, volvió a
recorrer los más de 860 kilómetros que separaban La Vega de Cúcuta.
Llegó
a la misma posada y pagó una pequeña habitación con cama y ventilador. Los
dueños, colombianos, le prestaron una cocina eléctrica de una hornilla. Pagó
25.000 pesos en ingredientes.
El
primer día se despertó a las 3:00 de la mañana. Cocinó por cuatro horas las
arepas y sus rellenos. A las 7:00 am estaba a las afueras del terminal. A pesar
de la competencia –muchos venezolanos venden comida en la misma zona–, a las
11:00 había vendido las 30 arepas a 1.000 pesos cada una. Hizo 60 para el día
siguiente. Las volvió a vender todas y terminó después del mediodía.
Por
una semana repitió la rutina. Se sintió tentada a comprar alimentos para llevar
a casa, pero un kilo de arroz a 1.200 pesos en Cúcuta salía más caro que
adquirirlo “bachaqueado” en Caracas por 800.000 bolívares. Calculó con el precio
del mercado negro porque la caja de alimentos de los Comités Locales de
Abastecimiento y Producción (CLAP), que el consejo comunal prometía entregar
cada 15 días a precio regulado, llegaba a La Vega cada mes y medio.
Transfirió
las primeras ganancias a través de una casa de cambios informal en la frontera
y envió la remesa en bolívares a su esposo. Regresó a Caracas. Por primera vez
en 2018 cubrieron sus deudas con la línea de transporte y pagó su primera cuota
del pasivo en dólares. Reparar los autobuses seguía estando pendiente.
Dos
semanas después volvió a Cúcuta. Esa vez se llevó a Karolaine, ahora de 17
años. Estudiaba segundo lapso del cuarto año de bachillerato, pero el liceo
suspendía sus clases porque no tenía agua. El primer viaje juntas fue de cuatro
días. Desde abril, viajaron tres veces más.
Regresaron
la última semana de mayo porque la línea convocó una asamblea de
transportistas. Ella se paró y armó un “berrinche” a la directiva, a la que
acusaba de acaparar los pocos cauchos que había. Logró que le dieran un
certificado para comprar cauchos regulados a 11 millones 500.000 bolívares cada
uno, pero necesitaba diez cauchos más.
La
última vez que Jetzabeth puso el autobús blanco a circular con los cauchos llenos
de parches, fue a finales de mayo. Produjo 3 millones de bolívares. Para
comprar los 10 cauchos sin que aumentaran los precios, tendría que trabajar 840
días, es decir, 2 años y 3 meses.
Omar
Bautista, presidente de la Cámara de Fabricantes Venezolanos de Productos
Automotores, estima que en 2018 la producción de repuestos nacionales ha
disminuido 44% en comparación con el año anterior. Con respecto a 2008, cuando
Jetzabeth empezó en el transporte, la producción de autopartes ha bajado 83%.
Por eso los repuestos deben ser importados y cuestan más caro.
La espera
Cuando
regresa a casa por las tardes, Jetzabeth ve pasar las “perreras” desde la
redoma de La India. Rotuladas con la frase “Amor por Caracas”, la alcaldía del
municipio Libertador puso a circular camionetas con jaulas por la falta de
autobuses. No tienen suficientes puestos para sus pasajeros, la mayoría va de
pie. Como son abiertas en la parte trasera, los viajeros deben aferrarse a
cualquier viga para sostenerse. El Comité de Usuarios del transporte público ha
registrado 25 muertos en esos carromatos.
Las
perreras cobran hasta 20.000 bolívares por un traslado que la alcaldía ofrece
como gratuito. Su casa queda a un kilómetro de la redoma de La India, y ella
sube caminando. Si usara la perrera, Jetzabeth tendría que pagar sobreprecio
por un servicio que su propio vehículo ya no puede prestar.
Jetzabeth
ha conversado con autoridades. En una reunión de transporte entregó un papel a
la alcaldesa Érika Farías, para pedirle ayuda. Nunca la llamaron. Después del
día del taller, pensó que los consejos comunales le prestarían atención. Ese
encuentro fue el 12 de junio de 2018. El miércoles aplazó todas sus diligencias
para esperarlos y no llegaron. Aunque Nelly la hace dudar. Salió un momento. Su
madre estaba pendiente, pero no se acuerda.
El
jueves esperó toda la mañana. Tenía las manos negras otra vez porque estuvo con
el autobús, revisando las fallas que conoce de memoria. A las 3:00 de la tarde
tenía los dedos manchados, pero ya se había cruzado la cartera sobre el pecho.
No podía seguir esperando. Hablaba distraída, se frotaba las manos, intentaba
quitarse la grasa mientras hacía un recuento de las diligencias que sólo podía
hacer ella.
Debía
reunirse con Evelio –el antiguo chofer– porque planeaba reactivar el puesto de
morcillas, ahora en el terminal de La Bandera. Quería que lo atendiera. El kilo
costaba 500.000 bolívares y vendería cada una en 100.000 o 150.000. Un amigo
del banco le dijo que podrían aprobarle un crédito de 100 millones de bolívares
y necesitaba un balance personal. Debía encontrarse con la contadora en una
hora. Si el banco le prestaba el dinero, compraría cinco “tripas”, cauchos
usados, que costaban 20 millones cada uno. Sumados a los cauchos que compró la
semana anterior, podría poner a circular el autobús.
A la
vez tenía que comprar efectivo para volver a Cúcuta. Quería irse el lunes
después de las elecciones colombianas, cuando reabrieran la frontera. La tarde
de ese jueves Nicolás Maduro cambió ministros. Hipólito Abreu, expresidente del
Instituto de Ferrocarriles del Estado, fue designado para Transporte Terrestre.
No está claro en qué estatus quedarían las mesas de movilidad de los consejos
comunales.
De vuelta a Cúcuta
Jetzabeth
amaneció el lunes 19 de junio en el terminal del Prado de María. Es pequeño y
para comprar los pasajes tuvo que hacer cola desde las 6:00 de la mañana. No
sabía cuánto le costaría. Se fue sola y con el dinero justo. Si había autobús,
el boleto a Táchira costaría 2 millones 500 mil bolívares por persona y 500.000
más en efectivo, para la tasa de salida. Si no había bus, habilitarían uno del
interior que llega vacío para arrancar ruta en Caracas. De ser así, costaría el
doble, 5 millones de bolívares. Al mediodía les dirían el precio.
No
encontró boleto y cambió el viaje para final de semana. Jetzabeth se va esta
vez con la lista de medicinas de su mamá. Plavix, Trileptal, Tegretol,
Losartán. Medicinas comunes en cualquier país, escasas en Venezuela. “Estoy a
la buena de Dios, porque no se consiguen y cuando se consiguen son carísimas.
Si ella no se va, aquí no tendríamos qué comer. Ella es la que nos salva”, dice
su mamá.
Jetzabeth
no llora. No le gusta mostrarse como víctima. Si le preguntan cómo se siente,
dice que bien. Si le preguntan si está preocupada, dice que no, que ella
resuelve. Siempre resuelve. Pero cuando habla de la enfermedad de su madre baja
la mirada, dice que sí le importa, que quiere ayudarla a mejorar y va a
comparar precios, pero es que no hay dinero y sin dinero no hay medicinas. No
lo dice, pero le duele ver a su mamá perdida. Le preocupa que su hija mayor va
a pasar a quinto año de bachillerato y ella no ha tenido tiempo ni para hablar
sobre el futuro y los sueños que pueda tener. La prioridad es resolver.
No se
va de Venezuela. Ha decidido no emigrar. No por apego a la tierra, no por
romanticismo. No se va porque su mala experiencia la dejó curada. A Jetzabeth
le parece que emigrar es duro. Más duro que lo que vive acá. Tanto, que seguirá
entre los autobuses de Caracas y las arepas de Cúcuta el tiempo que haga falta.
Pero del otro lado no se queda.
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