Por Gioconda Cunto de San Blas
Venimos
de la noche y hacia la noche vamos…/
¿Qué
fuego de tiniebla, qué círculo de trueno
cayó
sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Vicente
Gerbasi: “Mi padre el inmigrante”
Cuando Fausto Verdial
escribió “Los hombros de América”, no se imaginó que hablaba para nuestro
porvenir, uno que él no vería. Llegado a Venezuela en enero de 1958, a tiempo
para incorporarse al júbilo popular por la caída del dictador local y huyendo
de una España silenciada por el franquismo, Verdial hizo su vida aquí,
asimilándose a su patria nueva y dejando para la posteridad un legado cultural
extenso, orgullo de nuestra venezolanidad.
La obra transcurre en Caracas,
iniciándose en los días en que la muerte es ya inescapable para el Generalísimo
Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. Aquí, dos españoles
republicanos que se han pasado décadas esperando ese momento para regresar a su
terruño, discuten lo que harán, en diálogos abordados desde el humor y la
nostalgia. Uno de ellos, Manuel, ha hecho familia con Rosa, una venezolana tan
parecida a mi madre, que ha influido para que él arraigue su vida aquí, sin
mirar atrás; Javier y su esposa española, en cambio, solo piensan en dejar esta
tierra de paso apenas Franco muera, para retornar a una España inmutable en el
tiempo. Pasaban por alto la advertencia de Teresa de la Parra en sus Memorias
de Mamá Blanca: “Debemos alojar los recuerdos en nosotros mismos sin
volver nunca a posarlos imprudentes sobre las cosas y seres que van variando
con el rodar de la vida”.
Decididos, Javier y Encarna se
van, para volver al cabo de pocos años, porque efectivamente la España de 1980
está lejos de ser la de 1940 y porque sus hijos y el nieto común a ambas
parejas, han nacido en esta tierra y se sienten venezolanos a plenitud. Comprenden
al fin que su vida es aquí y ahora, con sus abrazos y alegrías familiares; no
en el pasado, poblado de muertos y fantasmas.
Asistir a esta obra, ahora
dirigida e interpretada de manera soberbia por Héctor Manrique, acompañado de
un elenco estelar, me colocó frente a mi propio origen. Hija y viuda de
inmigrantes que en el siglo pasado vinieron a Venezuela en plan de “hacer la
América”, provenientes de una Europa desolada por las guerras y el hambre, he
sido testigo de esa dualidad desde mi nacimiento en Caracas. El desarraigo, el
retorno, el desencanto de los emigrados repatriados frente a una tierra natal
que al final no es la de los recuerdos, vivir aquí con el corazón allá,
son situaciones harto conocidas que me sumergen en la tensión de la obra.
He preguntado a amigos nacidos
en otras tierras y trasplantados en su infancia a este país, su disposición a
enfrentar el dilema de regresar al origen ante la precariedad actual
venezolana. Para muchos de ellos, una vez superado el primer desarraigo y haber
plantado raíces en esta tierra, recorrer el camino inverso es casi impensable.
Y si hubiera que proceder, como tantos ya han hecho, sería a costa de mucho
dolor, a una edad menos plástica para el reacomodo. Es que el sentimiento
de pertenencia local se mantiene en el mundo globalizado de hoy.
Buena parte de los exiliados
de ahora son jóvenes de segunda o tercera generación de inmigrantes, que nos
hacen vivir el extrañamiento desde la acera de enfrente: el nieto, que con
pasaporte extranjero heredado de su abuelo, hace en reversa el viaje inicial
buscando fuera ese mejor futuro que su patria, antes espléndida y dadivosa,
ahora le niega. Y que obliga a los que quedamos a prodigar distantes caricias
digitales a los nietos nacidos fuera de nuestras fronteras, o a iniciar un
éxodo indeseado para encontrar al otro lado del mar el calor de esos abrazos
filiales que hicieron volver a Javier y Encarna.
La obra de Verdial, de la mano
de Manrique, se convierte así en un espejo retrovisor de lo que nos pasó en el
siglo XX cuando mi padre y tantos otros extranjeros echaron raíces y
concibieron hijos en esa Venezuela generosa de entonces. Es también un espejo
reflector de lo que vivimos ahora cuando seguimos en el horizonte a los hijos,
exploradores lejanos de ese futuro promisorio que un siglo antes sus abuelos
encontraron aquí.
Pasado el tiempo, ellos quizás
vivirán el mismo dilema que desgarró a los personajes de Verdial y permanecerán
en sus países sustitutos al constatar que el suyo solo existe en sus memorias.
Tocará conformarnos con que en este siglo XXI habrá muchas maneras, antes
inexistentes, de contribuir desde el destierro con esta patria, hoy doliente,
que les dio su formación inicial y sus raíces
“Los venezolanos no hemos sido
emigrantes, estamos aprendiendo y es algo muy doloroso”. Lo dice Héctor
Manrique, él como yo, hijo de inmigrante.
05-07-18
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