Vicente Bosch 30 de junio de 2018
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El
tema de la santificación del trabajo es central en la enseñanza de san
Josemaría: el Opus Dei “es camino de santificación en el trabajo profesional”;
el eje o el quicio de la santificación en medio del mundo
El
Fundador del Opus Dei al hablar del trabajo cita muchos textos de la Sagrada
Escritura, pero sobre todo se fija en el ejemplo de Jesús: el sentido de su
trabajo no puede ser el de ocupar el tiempo o ser uno más de su conciudadanos
hasta que iniciara su vida pública, «en manos de Jesús el trabajo (...) se
convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación»
El
presente artículo es una síntesis y elaboración personal de la cuestión tratada
en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San
Josemaría, vol 3, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221.
I. Contexto
histórico y teológico
La
noción de “trabajo” remite a toda actividad humana −intelectual y corporal−
que, implicando esfuerzo y perseverancia, modifica y transforma el mundo.
Expresa el dominio del hombre sobre la naturaleza. Es actividad productiva que,
por transformar nuestro existir y el de las futuras generaciones, tiene
importancia antropológica, social e histórica.
Aunque
en nuestros días todas las ciencias humanas se ocupan del trabajo, el tema no
fue objeto de reflexión filosófica hasta bien entrado el siglo XIX. El estudio
del trabajo por parte de la teología inició el pasado siglo XX con las
encíclicas papales, la teología francesa de las realidades terrenas, y, sobre
todo, el documento conciliar Gaudium et spes. Su ubicación en el
ámbito de la espiritualidad es más reciente e incide, obviamente, en la
santificación de los fieles laicos. Aunque muchos no sean conscientes, el
trabajo afecta a la persona en su interioridad: independientemente del
producto, importa el cómo y el porqué de esa actividad.
El
tema de la santificación del trabajo es central en la enseñanza de san
Josemaría: el Opus Dei “es camino de santificación en el trabajo profesional”;
el eje o el quicio de la santificación en medio del mundo. También el Catecismo
de la Iglesia Católica afirma en el n. 2427 que «el trabajo puede ser
un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el
espíritu de Cristo». ¿Cómo se ha llegado a tal afirmación?
El
aprecio por el trabajo en el cristianismo tiene su raíz en la Sagrada
Escritura. Lo que en síntesis nos transmite la Biblia acerca del trabajo −sin
entrar en el análisis de los numerosos textos− es que el hombre recibe la
naturaleza como un don de las manos de Dios, y “trabajándola” se realiza a sí
mismo si descubre el sentido del don y abre su intención al absoluto, sin
cerrarse en la sola satisfacción de los bienes finitos y en el afán de poseer.
Esa actitud permite que el trabajo pueda convertirse en mediación para la
comunión con Dios y con los hombres, en ocasión de encuentro con Dios. San Josemaría
al hablar del trabajo cita muchos textos de la Sagrada Escritura (cfr.
homilías En el taller de José y Trabajo de Dios),
pero sobre todo se fija en el ejemplo de Jesús: el sentido de su trabajo no
puede ser el de ocupar el tiempo o ser uno más de su conciudadanos hasta que
iniciara su vida pública, «en manos de Jesús el trabajo (...) se convierte en
tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación» (Conversaciones,
n. 55).
Los
Padres y los antiguos escritores cristianos, fieles a la enseñanza bíblica,
muestran una alta estima por el trabajo. Lo que en resumen nos transmiten es
que el cristiano es tan trabajador como el pagano −aportando recursos para su
familia y la sociedad−, pero, además de estar obligado por la fe a considerar
la moralidad de su oficio, sabe encontrar en su actividad laboral el fin
trascendente que marca su vida y que necesariamente le conduce a comportarse de
un modo diverso de los paganos. Más tarde, el desarrollo de la vida monástica
será la causa de que algunos escritores de ese ámbito presten atención al tema
del trabajo, bajo un aspecto muy particular: su carácter ascético para evitar
el ocio y unirse con la fatiga a los sufrimientos de Cristo. El ora et
labora benedictino se entiende, sin embargo, como dos actividades complementarias
que no se funden: no es el “convertir el trabajo en oración” como enseña san
Josemaría. Además, el trabajo es visto como una “profesión” que caracteriza el
ciudadano de la sociedad civil, fuente de preocupaciones que distraen del trato
con Dios y dificulta la vida espiritual.
La
mentalidad negativa hacia el trabajo −como obstáculo a la santidad− está muy
bien reflejada en el conocido texto del duo genera christianorumdel Decreto de
Graciano, de mitad del siglo XII[1]. En los albores de la Edad Moderna, Lutero
afirmó con rotundidad la universalidad del deber de trabajar para obedecer al
mandato divino, aunque este paso −en principio positivo− está viciado por su
polémico rechazo de la vida monástica (vida de contemplación = ocio) y por
negar el valor de toda obra humana para la salvación.
Con la
revolución industrial del siglo XIX se produce un profundo cambio en la
consideración del trabajo, que ahora adquiere dimensiones éticas y sociológicas
antes insospechadas. Los Papas dirigen su atención hacia el trabajo: León XIII
con la enc. Rerum novarum (15-V-1891) y Pío XI con Quadragesimo
anno (15-V-1931) proclaman exigencias de justicia en la organización
laboral (derechos de los obreros, salario, relaciones trabajo-capital, etc.).
Siendo cuestiones importantes, son, sin embargo, adyacentes al trabajo: éste
reclama una consideración más profunda en cuanto actividad que tiene por objeto
mejorar la creación y al hombre, temas que entran de lleno en la reflexión
teológica. El primer tímido intento en teología espiritual es el de Tanquerey,
que en su Compendio de teología ascética y mística (1923)
incluye, entre los medios exteriores de perfección, la “santificación de las
relaciones profesionales” (es decir, los deberes de justicia, prudencia y
caridad que imponen la profesión)[2]. En cambio la “santificación del trabajo”
aparece por primera vez en un discurso de Pío XI, del 31-I-1927:
«El
secreto para gozar continuamente del encuentro con Cristo (…) es santificar el
trabajo cotidiano, el mismo trabajo que llena todos los días y las horas de su
vida, y de este modo suavizarlo. (…) Qui laborat orat, el que
trabaja reza, lo cual significa hacer del trabajo oración (…). Hace falta bien
poco para santificarse cuando se trabaja: basta la buena intención que dirija
el trabajo a Dios y mantenga unidos a Dios (…)»[3].
La
primera vez que en los apuntes manuscritos conservados de san Josemaría se hace
referencia a la santificación del trabajo es el 28-III-1933, cuando anota: «el
trabajo santifica»[4]. Pero sabemos que esos términos fueron empleados por san
Josemaría desde la fundación del Opus Dei:
«Desde
1928 mi predicación ha sido que (…) el quicio de la espiritualidad específica
del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario» (Conversaciones,
n. 34).
Según el
estudio de Burkhart-López, aunque haya una evidente afinidad entre la enseñanza
de san Josemaría, el discurso de Pío XI en 1927 y otros autores de la época
(Joseph Cardijn, fundador de la Jeunesse Ouvrière Chrétienne5[5],
Raoul Plus, etc.), los conceptos no son idénticos debido a que: 1) estos
últimos se refieren sólo al trabajo manual, que permite rezar mientras se
trabaja, dejando fuera de ese ámbito el trabajo intelectual; 2) la finalidad de
las J.O.C. estaba más centrada en la acción sindical, colectiva, para lograr
mejores condiciones de trabajo, que en el mejoramiento personal con la
actividad laboral[6].
A
partir del magisterio de Pío XII (que introdujo el 1-V-1955 la fiesta de San
José Obrero), y más todavía con Juan XXIII y Pablo VI, la atención al trabajo
ya no se limita a cuestiones sociales sino que se dirige al trabajo mismo y a
su papel en el plan divino de la Creación y de la Redención. Autores come
Thils, Congar y Chenu contribuyeron con sus reflexiones a preparar la
constitución conciliar Gaudium et spes, que enmarcó en los nn.
33-39 la actividad humana en el mundo, y abordó en el n. 67 la cuestión del
trabajo señalando que «con el trabajo, el hombre (…) puede ejercer la caridad
verdadera y cooperar en el perfeccionamiento de la creación divina. Más aún (…)
se asocia a la obra misma de la redención de Jesucristo, quien dio al trabajo
una dignidad eminente trabajando con sus propias manos en Nazaret». La
enseñanza de san Josemaría está en perfecta sintonía con estas palabras, que
superan los planteamientos de la primera mitad del siglo XX para llegar a la
base antropológica del trabajo. Después del Concilio, san Juan Pablo II
expondrá en el último capítulo de Laborem exercens (14-IX-1981)
algunos “elementos para una espiritualidad del trabajo” en línea con la
enseñanza del Fundador del Opus Dei (participación en la obra creadora de Dios,
el ejemplo del trabajo de Cristo en Nazaret, el sentido redentor del trabajo,
etc.).
En definitiva,
la enseñanza de san Josemaría sobre el trabajo irrumpe cuando ya el Magisterio
hablaba de santificación del trabajo, pero su contenido va más a fondo
transmitiendo ideas como: 1) conversión del mismo trabajo en oración; 2) eje de
la santificación personal en medio del mundo; 3) elemento de cristianización de
la sociedad.
II. La
noción de trabajo en San Josemaría
En un
largo texto de la homilía En el taller de José (Es Cristo
que pasa, n. 47) encontramos los elementos de la noción de trabajo en san
Josemaría:
a) La
idea general de trabajo. El hombre fue creado por Dios para que
trabajara, y su trabajo es participación en la obra creadora de Dios, con un
triple sentido: 1º) perfeccionar la creación (hacer que el
mundo refleje cada vez más su bondad; imitar a Dios en su trabajo de la
creación); 2º) perfeccionarse a sí mismo (trabajar como Dios
con sabiduría y amor, nos transforma, nos hace vivir una serie de virtudes);
3º) servir a los demás y a la sociedad (vínculo de unión a los
demás; hacer del mundo un hogar para todos).
b) La
distinción entre trabajo y fatiga. No son sinónimos; la fatiga
aparece como consecuencia del pecado original, y acompaña la actividad de
trabajar, pero hay que distanciarse de la visión del trabajo como de una pena
de la que hay que librarse. Además, con Cristo, la fatiga y el dolor se
transforman en instrumentos de redención.
c) La
dignidad de todo trabajo. El cristianismo desbarató la
idea griega de que el trabajo era una actividad servil, la forma ínfima de la
actividad humana, indigna de los hombres libres que tienen su ideal en la
filosofía (contemplación de la verdad, actividad intelectual −no manual−) y en
las hazañas o gestas bélicas. La dignidad de los trabajos manuales está en la
espiritualización de ese “contacto” con la materia. Por tanto, la dignidad del
trabajo no depende de “aquello que se hace”, sino de la calidad de la acción
espiritual: la «dignidad del trabajo está fundada en el Amor» (Es Cristo que
pasa, n. 48).
d)
Trabajo y “Trabajo profesional”. Por
profesional se entiende “oficio públicamente conocido”, que implica una
formación profesional y comporta deberes, responsabilidades y derechos. No
serían profesionales las actividades ejercidas para cultivar una afición o la
práctica del deporte por diversión, aunque esas actividades cuesten esfuerzo y
puedan reportar beneficio económico. El adjetivo “profesional” añade el matiz
de “dedicación de la vida”. El Fundador del Opus Dei al hablar de trabajo
profesional solía añadir intelectual o manual. Por último, dejamos
constancia de que san Josemaría utilizaba el adjetivo “profesional” con un
sentido análogo en dos tipos de actividades: la labor del sacerdote (tarea en
sí misma santa, no profana, pero en cuyo ejercicio el sacerdote debe
santificarse), y situaciones como enfermedad, vejez y desempleo.
III.
El trabajo como realidad santificable y santificadora
«Al
haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad
redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio
y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» (Es Cristo que
pasa, n. 47).
«Para
la gran mayoría de los hombres, ser santos supone santificar el propio trabajo,
santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y
encontrar sí a Dios en el camino de sus vidas» (Conversaciones, n. 55).
Con
esta fórmula ternaria –“santificar el propio trabajo”, “santificarse en el
trabajo”, y “santificar a los demás con el trabajo”, tres dimensiones de un
único fenómeno– queda delimitada, desde el punto de vista de la espiritualidad,
la realidad que estamos tratando. Veámosla más de cerca.
a) Santificar
el propio trabajo
Santificar
el trabajo significa hacer santa la acción de trabajar y, consecuentemente, el
efecto exterior o producto de esa acción. La santificación del trabajo, en
cuanto fuente −la acción de la persona−, es prioritaria respecto a los otros
dos aspectos de santificación de las personas y de las estructuras del mundo,
que son sus consecuencias: el trabajo santificado constituye la dimensión
objetiva y es, al mismo tiempo, conditio sine qua non para el
resto. Por trabajo santificado entendemos “obras realizadas en Cristo”, que
construyen el mundo y santifican a la persona que las realiza, y,
evidentemente, presupone estar en gracia de Dios y la intencionalidad de
realizar esa tarea por Cristo, con Cristo y en Cristo. Si el sujeto no se
inserta en el dinamismo del obrar santo y santificador de Cristo, no
santificará nada, pues la acción humana de trabajar no santifica ex
opere operato, por muy humanamente perfecto que sea el sujeto y por muy
bien hecho que esté el trabajo. Hace falta la intención: la actividad de
trabajar se hace santa cuando se realiza por un motivo sobrenatural −dirigir el
mundo hacia Dios y darle gloria−; es decir, cuando la prioridad y primacía
recae sobre el finis operantis −el motivo por el que se
realiza el trabajo−, entonces, la causa final influye en la actividad y en el
resultado del trabajo[7]. Si a un conductor de autobús de una línea urbana se
le preguntara a mitad de trayecto “¿a qué se dedica usted?”, las respuestas
podrían ser variadas: “¡ya ve: conduzco autobuses!”, sería quizá la más
probable; tampoco extrañaría escuchar algo así como “saco la familia adelante
conduciendo en este tráfico infernal”; estrechando el círculo de probabilidades
se podría obtener un “procuro ser útil a la gente haciendo lo mejor posible
este servicio público”; pero no debería pertenecer a otro planeta la
contestación “intento santificarme conduciendo este autobús”. En la primera de
las respuestas el conductor no se plantea ninguna finalidad: ejerce ese oficio
y basta (quizá su padre y su abuelo ya trabajaban en esa misma empresa); en las
otras tres, en cambio, se ve que el sujeto tiene una intención o finalidad,
cada vez con más amplias miras, hasta llegar a la de santificarse, santificando
esa actividad.
Otro
elemento importante en la santificación del trabajo es la buena realización de
esa actividad, la perfección humana del trabajo y la competencia profesional:
«el trabajo de cada uno (…) ha de ser un ofrenda digna para el creador, operatio
Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido,
impecable» (Amigos de Dios, n. 55). La posible imperfección del
trabajo jamás deberá ser consecuencia de la intención del sujeto, ya que el
motivo sobrenatural tiende per se hacia una trabajo humanamente
perfecto y sólo per accidens el trabajo santificado puede ser
defectuoso.
Consecuencia
no desdeñable del papel que juega la intención en la santificación del trabajo
es la evidencia de que todo trabajo honesto es santificable. Todo trabajo
honesto es santo cuando está imperado e informado por el amor a Dios y a los
demás. Esa es la sustancia del “motivo sobrenatural” del que hablábamos. Si el
modelo de todo trabajo es la Creación, conviene preguntarse cómo creó o trabajó
Dios. Una respuesta nos la da la liturgia en unas palabras de la Plegaria
Eucarística IV de la Santa Misa: «Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande
y porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor». Aquí está en síntesis
la clave para santificar el trabajo: realizarlo con sabiduría (competencia
profesional, estudio, orden, prudencia, etc.) y con amor (para la gloria de
Dios y el servicio a los demás). Por tanto, si alguien nos preguntara “¿cuáles
son las condiciones para poder santificar el trabajo?”, se tendrían que señalar
estas cuatro: 1º) estar en gracia de Dios (en estado de pecado no se puede
santificar nada); 2º) que el trabajo sea honesto y no sea contrario a la fe y a
la moral; 3º) que haya un motivo sobrenatural, la intención de santificar esa
actividad para la gloria de Dios; 4º) la perfección humana y competencia
profesional.
b)
Santificarse en el trabajo
El
primer fruto del trabajo es inmanente: la autorrealización humana y
sobrenatural del que trabaja. La acción de trabajar modifica en primer lugar al
sujeto. Se trata de ese trabajo en sentido subjetivo −acción no transitiva− del
que hablaba Laborem exercens. Indudablemente, la santificación del
trabajo requiere que el sujeto viva toda una serie de virtudes: en primer lugar
las teologales, puesto que sin fe y sin amor no es posible imitar a Jesús
Obrero; pero también virtudes humanas como la laboriosidad, constancia,
diligencia, paciencia, fortaleza, justicia, prudencia, mansedumbre, orden, etc.
Y poner en práctica todo esto mientras se lleva a cabo la actividad laboral,
evidentemente, perfecciona a quien realiza ese trabajo[8].
Ayuda,
también, considerar que ese trabajo santificado no es sólo trabajo hecho “para”
Dios, sino que, necesariamente, ese trabajo es “de” Dios, ya que es Él quien lo
santifica. Es Él quien nos ha amado primero y hace posible que nuestro amor
esté presente en la intencionalidad del trabajo. Es Cristo quien con su gracia
hace fecundar la actividad humana del trabajador y la hace capaz de que pueda
serle ofrecida, para que Él la asuma como propia y la asocie a su Cruz
redentora. Todo esto gracias al sacerdocio común de los fieles, que pueden
ofrecer sus vidas y actividades en ofrenda agradable a Dios a través del
sacrificio del altar. En definitiva, el hombre cuando trabaja, además de
transformar las cosas, realiza principalmente su ser, y realizar nuestro ser
cristiano es lo que llamamos “santificarse”.
c)
Santificar a los demás con el trabajo
El
trabajo santificado –su dimensión objetiva– tiende a la reforma de los modos y
estructuras de la convivencia, favoreciendo el desarrollo humano y sobrenatural
de los hombres que participan en aquellas actividades y estructuras. Es decir,
la capacidad que tiene el trabajo santificado de perfeccionar a la persona que
lo realiza alcanza, también, a quienes son testigos de esa actuar y a quienes
se benefician del producto de ese trabajo. El fruto de mi trabajo no sólo
permanece en mí, en mi perfección, sino que se expande a las personas y a las
cosas. Se supone, además, que cuando el cristiano trabaja no debe buscar la
propia autoafirmación, sino que actúa con espíritu de servicio para contribuir
al bien de los demás. El trabajo hecho por amor de Dios, santificado, es
instrumento para santificar al prójimo. No cabe duda, por ejemplo, de que las
relaciones con los colegas, cuando están llenas de caridad y simpatía, son
instrumento de la gracia de Dios. Todo trabajo comporta una red de relaciones
personales −colegas, clientes, representantes, usuarios, consumidores, etc.−
que constituyen potenciales receptores del mensaje cristiano presente en un
trabajo bien hecho por amor de Dios y de los demás, y cauce directo para el
apostolado personal[9]. Por otra parte, el trabajo santificado y «santificante
de quien lo realiza, coopera necesariamente no sólo a
configurar un mundo justo, sino también a informarlo con la caridad de Cristo,
a santificarlo»[10].
IV.
Explicación de la frase ‘El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se
ordena al amor’ (Es Cristo que pasa, n. 48)[11]
Las
tres expresiones reflejan en modo completo lo que es “trabajar por amor”, nos
dicen cómo se convierte la actividad de trabajar en algo santo. Se trabaja “por
amor de Dios” cuando se dan a la vez las tres expresiones.
a) El
trabajo nace del amor
Significa
que es el amor a Dios lo que me lleva a trabajar (es decir, el sentido
eficiente de la preposición “por”). Implica el ejercicio de la virtud de la
laboriosidad, justo medio entre trabajar poco o nada y trabajar en exceso. La
laboriosidad lleva a trabajar “cuantitativamente” en lo que se debe (en la
profesión de cada uno) y “cualitativamente” con el esmero, orden y atención que
nacen del amor. A la laboriosidad se opone la pereza, que san Josemaría
considera como «el primer frente en el que hay que luchar» (Carta 24-III-1931,
n. 10). En el extremo opuesto se coloca la “profesionalitis”, que consiste en
no poner los debidos límites al trabajo para atender al descanso, a la familia
y a otras relaciones necesarias. Por último, resulta importante considerar que
la vocación profesional es parte importante de la vocación divina.
b) El
trabajo manifiesta el amor
Si el
amor se trasparenta en el modo de trabajar afecta también a los resultados,
porque se trabaja con perfección e ilusión. Como Dios contempla ese trabajo, ha
de ser «tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino
llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con
lealtad, con justicia» (Carta 15-X-1948, n. 26). Aquí entran en
juego conceptos como “perfección sobrenatural y humana”, “moral profesional”,
“ilusión profesional”, y el “cuidado de las cosas pequeñas”, opuesto al
“perfeccionismo” que busca la autocomplacencia o la aprobación de los demás más
que agradar a Dios.
c) El
trabajo se ordena al amor
Aquí
la preposición de la frase “trabajar por amor” tiene sentido final: que Dios
sea el fin último del trabajo, que la actividad de trabajar se ordene a la
gloria de Dios (que sirva al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia
[no podemos desarrollar aquí la interesante cuestión del carácter eclesial del
trabajo profesional de los laicos]). Ese trabajar para dar gloria a Dios lleva
a contemplar a Dios en el trabajo. Cuando el cristiano realiza su trabajo
profesional con perfección humana, con rectitud de intención, con amor y por
amor, está de hecho rezando: todo su obrar −no sólo el pensamiento, sino
también la acción física− manifiesta externamente la comunión con Dios que
existe en su corazón, y esto constituye una verdadera oración que podríamos
llamar “oración de las obras” (se reza con y a través de
las obras). El trabajo es acto de la persona en que el participan cuerpo y
espíritu; es al hombre entero al que se dirige la Palabra de Dios, y el hombre
responde con todo su ser -cuerpo y espíritu-, con su actividad, y esa respuesta
es precisamente la oración.
Por
tanto, la expresión “santificarse en el trabajo” no indica una simple conexión
entre trabajo y oración, entre ocupación temporal y vida teologal: no se trata
de una sobreposición de dos realidades, sino de la plena unión de ambas. El
trabajo santificado y santificador no sólo es oración, sino verdadera oración
contemplativa. Para san Josemaría, transformar el trabajo en oración significa
tener alma contemplativa:
«Cuando
respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza:
sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos
impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él nos
resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir
dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es
también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin
rarezas–: endiosamiento» (Carta 6-V-1945, n. 25, §2).
La
contemplación en medio del mundo no es una contemplación de bajo nivel, de
segunda categoría, sino verdadera oración contemplativa, pues nuestro mirar a
Dios se realiza a través de los acontecimientos y circunstancias que entretejen
la vida ordinaria. La contemplación en medio del mundo es una modalidad
existencial de la oración contemplativa, una modalidad peculiar, presente en el
carisma fundacional que recibió san Josemaría el 2-X-1928.
Vicente
Bosch
[1]
«Hay dos géneros de cristianos. Uno de ellos entregado al oficio divino y
dedicado a la contemplación y oración, y alejado de todo ruido de lo temporal,
que son los clérigos y devotos a Dios (…) Todos ellos Dios los eligió para sí.
(…) Y esto simboliza la corona en la cabeza. (…) Existe otra especia de
cristianos a la que pertenecen los laicos. Laós significa
pueblo. A ellos se les permite poseer bienes temporales, pero sólo para su uso.
Nada es, en efecto, más miserable que despreciar a Dios por el dinero. A ellos
se les concede casarse, cultivar la tierra, juzgar causas, defender la propia
causa, llevar ofertas al altar, pagar las décimas, y así podrán salvarse si
evitan los vicios y hacen el bien» (Graciano, Decretum, Causa
XII, q. 1, c. 7 [ed. Friedberg, Corpus Iuris canonici I,
Akademische Druck, Graz 1959, col. 678]).
[2]
Cfr. A. Tanquerey, Compendio de Teología Ascética y Mística,
Palabra, Madrid 1990, pp. 323-325.
[3]
Pío XII, Discurso, 31.1.1927, en Discorsi di Pio XI (a
cura di D. Bertetto), Torino 1960, vol I, p. 675 (traducción de E. Burkhart –
J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanaza de San Josemaría,
vol III, Rialp, Madrid 2013, p. 143-144).
[4] Apuntes
íntimos, n. 971, del 28.3.1933 (texto citado en Edición
crítico-histórica de “Camino”, p. 368).
[5] Este
autor definirá el trabajo como una «Misa prolongada» en la que los obreros
ejercen plenamente su sacerdocio laico (cfr. Ph. Jourdan, La
spiritualité du travail dans la Jeunesse Ouvrière Chrétienne [1925-1939],
Roma 2006).
[6]
Cfr. E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza
de San Josemaría, vol 3, o.c., pp. 145-148.
[7]
Cfr. F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, en
Ídem, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa, Pamplona 2000, p. 267.
[8]
San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 49 [ed.
histórico-crítica, cit., pp. 358-359: «En esa tarea profesional vuestra, hecha
cara a Dios, se pondrán en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus
incidencias, las relaciones y problemas que trae consigo vuestra labor,
alimentarán vuestra oración. El esfuerzo por sacar adelante la propia ocupación
ordinaria, será ocasión de vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La
experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo
esfuerzo humano, os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los
demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no
vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios».
[9]
San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 49 [ed. histórico-crítica,
cit., p. 358): «El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de
entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios
Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas.
Entre las indicaciones que san Pablo hace a los de Efeso, sobre cómo debe
manifestarse el cambio que ha supuesto su conversión, su llamada al
cristianismo, encontramos esta: el que hurtaba, no hurte ya, antes bien
trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para tener con qué
ayudar a quien tiene necesidad (Ef 4, 28). Los hombres
tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan
del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo,
con las iniciativas que se promueven a partir de esa tarea, en vuestras
conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto
apostólico»[9] (Es Cristo que pasa, n. 49).
[10]
F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, cit., p. 266.
[11]
«Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en
el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo
efímero y transitorio. (…) −Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas,
a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al
amor» (Es Cristo que pasa, n. 48 [ed. histórico-crítica, cit., p. 357]).
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