Mibelis Acevedo D. 03 de julio de 2018
@Mibelis
Venezuela
es rotura por donde se mire. Las peleas entre facciones, el cisma, los círculos
cerrados, los feudos emocionales se van convirtiendo en áspero signo de los
tiempos, justo cuando más falta hace el compasivo acercamiento. No deja de
acechar la sombra de la no-sociedad, la sensación de nación disuelta. Otro
coletazo, seguramente, del sistemático ejercicio de discriminación que el
régimen ha alentado desde sus comienzos, esa idea del “nosotros contra ellos”
que tanto daño provoca. Y aunque el poder central ha visto mermado su influjo,
aunque ese sector inconforme se vuelve cada día más nutrido y menos dado a
picar toscos señuelos, los responsables del destrozo se las han arreglado para
que los vínculos que deberían multiplicarse entre los supervivientes de este
vasto campo de exterminio se hagan también más precarios, más vulnerables.
Divide et impera.
En
país cuyos vasos comunicantes colapsan, dividido no sólo entre afectos al
gobierno y quienes lo adversan (oposición a su vez distanciada entre sí, más
que por sus tendencias, por sus heridas, fobias y extravíos), la primordial
competencia por la conservación de la vida -el miedo a morir, el miedo a la
desintegración, que no nos suelta- también marca nuevas distancias: entre los
destinatarios del muy menguado CLAP, por ejemplo, y los que nada reciben; entre
quienes emigran empujados por las circunstancias, y quienes siguen acá, ora por
decisión personalísima, ora por falta de opciones. Entre quienes forcejeando
con una economía maleada y ruinosa pueden disponer de algunos dólares y a
trancos mantenerse a flote; y quienes no, obligados a trajinar con la desgracia
de hacer milagros en bolívares pulverizados por la hiperinflación, cada vez más
inútiles. Entre quienes malviven bajo el yugo perverso del burócrata, y quienes
como parias mueren sin nombre, olvidados, sin ser advertidos por nadie. Entre
quien, por tanto, puede aguantar unos meses, unos días más a pesar de la
tragedia que a todos acogota, y aquel que sabe que cada minuto que pasa
descuenta tiempo decisivo a su existencia.
Tenemos
no una, en fin, sino muchas realidades que parecen excluirse mutuamente, que no
se encuentran, y cuya concurrencia irónicamente induce a un sucesivo
aislamiento respecto a la “gran realidad”.
Todo
brinda excusa para el despedazamiento, todo tiende a separarnos. Ah, pero en el
tajo hay quien pesca jugosos botines. Para contento de los mandamases (y ya que
sus afanes por fabricar obedientes “hombres nuevos” boquea por falta de fuelle)
en medio de esa sangría avanza la adaptación forzosa, la normalización de la
patología, eso que configura la amenaza del conformismo. Así los reacomodos
internos van asegurandola reproducción del modelo social anómalo y conspirando
contra la cohesión.
En la
diversificación de las brechas seguro habita el sueño de todo destartalado
autoritarismo, el de esta revolución “humanista” que goza azuzando a nuestros
furtivos lobos. Una masa trozada por sus particulares estancos acaba por
desatender el espacio público(muchos, ante el menguado impacto que ha tenido la
política en la resolución del drama real, diario, terminan viéndola como un
estorbo) o lo intoxica de despecho antipolítico, de pathosdesordenado, de
intolerancia, exclusión y fanatismo. Lo que debería ser debate amplio y sereno
trueca en retahíla de acusaciones en el que si no puede fluir la razón, muchos
menos lo harán los consensos.
Aunque
implique propinar otro desgarro, en esa cultura de la división tenemos que
hurgar profundamente. Que “la comprensión no significa negar lo que resulta
afrentoso”, avisa Hannah Arendt: duele admitir, quizás, que uno de los giros de
la emergencia humanitaria compleja y el brutal abandono que distingue al Estado
fallido ha sido no sólo la vuelta a ese hobbesiano estado de naturaleza que
empuja a hacer cualquier cosa necesaria para preservar la vida de cada uno,
sino la instintiva aceptación de la guillotina del darwinismo social, la
eliminación de los “menos aptos”, el sufrimiento diferenciado que vuelve extranjera
la urgencia del otro, aunque no lo queramos.
¿Qué
hacer? ¿A qué antídotos recurrir para evitar ser engullidos por la doméstica
necesidad y el aislamiento, para resistir juntos mientras surge algún remedio
que frene tanto estropicio individual y colectivo?
Antes
de vislumbrar grandes gestas es preciso transitar primero el espacio íntimo.
Ejercitar la piedad, ese Yoque emerge en la conciencia de un Nos-otros. Ponerse
en el lugar del prójimo; mentalidad ampliada, dice Arendt. Interpelarnos cada
vez que sea necesario, no desentendernos de la nueva monstruosidad que hoy pasa
de largo, que hoy apenas nos roza. Sumar partes en un todo funcional, reparar
el daño de cada brecha dependerá, eventualmente, de esa disposición para la
“soliditas”, la solidaridad que tiende a re-unirlo que los felones tan
diligentemente han separado.
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