Por Wuilmar Mora
Tengo 36 años, 15 de ellos
como enfermera de Emergencias en el Hospital de Niños J.M. de los Ríos. Ser
enfermera fue un sueño de niña. Jugaba a poner inyecciones a las muñecas o a
escuchar el corazón de los niños. Cuando me gradué de bachiller tenía dos
carreras que me gustaban: Comunicación Social y Enfermería. Mis padres, aunque
se esforzaban, no podían pagarme la carrera de periodista en una universidad
privada, así que decidí ser enfermera.
Estudié cuatro años de TSU en
el Colegio Universitario de Enfermería que está en San Martín, que es público,
y luego año y medio para la licenciatura en la extensión de la Universidad
Rómulo Gallegos del estado Vargas. No fueron años fáciles. Justo cuando
comencé, se cayó el viaducto de la autopista Caracas-La Guaira y todos los días
tenía que hacer una travesía desde mi casa en Agua Salud hasta la universidad
por una trocha. Me gradué justamente cuando habilitaron el puente otra vez.
Cuando ya no lo necesitaba.
Cuando estudias Enfermería
haces pasantías antes de comenzar a trabajar. Yo las hice en el hospital Vargas
y el psiquiátrico de Los Chorros, entre otros centros. Apenas terminé los estudios,
en el año 2003, empecé en el J.M. de los Ríos en el turno nocturno. Ahí había
de todo. Era el hospital con más recursos de los que conocía. Éramos
relativamente bien remunerados. En aquel entonces pagaban bonos y el dinero
rendía. Recuerdo que salía los fines de semana con mis amigas y ayudaba a
mantener a mis padres junto a una de mis hermanas.
En esa época, Enfermería era
una profesión buscada. Pagaba muy bien. Como trabajamos por turnos, se podía
laborar en varios sitios y ganar un buen salario. En 2005 me casé. Mi esposo
trabajaba en el Servicio Panamericano de Protección. Hacíamos mercado con
nuestros tickets de alimentación y nos sobraba dinero. Todos los fines de
semana salíamos a comer en la calle.
Tres años después, en 2008,
tuve a Cristian, mi primer hijo. Le pudimos comprar absolutamente todo. Era
alérgico a una marca de pañales, pero encontrábamos otra. Le dábamos leche,
fórmulas, tenía coche. Tuvo todo nuevo. No le faltó nada. En 2012 llegó el
segundo, Moisés. Ya escaseaban algunas cosas, no era tan sencillo como la
primera vez. Pero con esfuerzo conseguimos lo necesario y también tuvo la
posibilidad de tener fórmula y pañales. Todo.
En mayo de 2017 nació
Ezequiel. Mi tercer hijo. Ya era imposible darle lo básico. Mi hijo toma leche
del CLAP porque no le puedo comprar otra. Usa pañales desechables solo cuando
va al pediatra o es estrictamente necesario. Para el día a día le pongo pañales
de tela, que lavo a mano y cuelgo en mi balcón para secarlos antes de
reusarlos. No podemos comprarle cosas nuevas. Su papá y yo seguimos casados,
vivimos juntos, pero ya no somos pareja. Ezequiel vino “coleadito” y no lo
esperábamos. Yo me volví “un ocho” cuando llegó. Le doy gracias a Dios que no
fue ahorita, que no hay fórmulas. Las que hay cuestan 6 millones y duran dos o
tres días. No las podría pagar.
Cuando nació, le hicieron el
perfil neonatal por el talón y todos los valores salieron bien. Un mes y medio
después, a Ezequiel le diagnosticaron una cardiopatía. Una comunicación
interventricular y una persistencia del conducto arterioso. Son dos ductos que
están abiertos y comunican los ventrículos izquierdo y derecho en el corazón.
Eso debe cerrarse después de nacer. En su caso no pasó. Para corregirlo, debían
hacerle una cirugía o un cateterismo.
A los cuatro meses, la
pediatra notó que el bebé bajaba la cabecita. No era normal. Revisé los
resultados del perfil neonatal y estaban bien, pero recordé que le habían hecho
otro examen sanguíneo en un centro privado. Yo no había buscado los resultados
porque ya tenía bien los del talón.
Los busqué y estaban
alterados. Me alarmé. Mi hijo tenía hipotiroidismo. No sabemos por qué el otro
examen salió bien, pero suponemos que los reactivos del hospital estaban
vencidos. El hipotiroidismo es una condición que puede causar retardo mental y
problemas de crecimiento si no se trata a tiempo. Mientras más tarden en
diagnosticarlo, mayor es el riesgo.
Ezequiel debe tomar Euthyrox
diariamente desde los cuatro meses. Una parte del tratamiento la pedí por el
Ministerio de Salud, que ya me lo ha dado dos veces. Amigas que han estado en
Colombia me han mandado pastillas. Aquí en Venezuela no se consigue, es súper
costoso cuando encuentras personas que lo venden. Lo trataba con un endocrino
en una clínica, pero las consultas subieron de precio y lo empecé a llevar al
J.M. de los Ríos. Cada tres meses debo hacerle un perfil tiroideo. El precio
aumenta todo el tiempo. En el Hospital de Niños lo hacían, pero ya no. Se lo
hago en centros privados. El último me costó 17 millones. Los pagué con la
tarjeta de crédito, su papá me dio la mitad.
El 14 de febrero de este año
me dieron la noticia de que uno de los ductos en su corazón se cerró. El médico
lo consideró un milagro, porque eso no ocurre por sí solo después de los siete
meses de vida. Le quitaron el tratamiento, ahora solo necesita controles
anuales.
El problema ahora es la
terapia. Mi hijo está hipotónico. Sus músculos son débiles y necesita terapia
para endurecerlos. Tiene 13 meses, ya debería pararse solo y dar sus primeros
pasos. No puede. Necesita fisioterapia. Antes lo llevaba todos los días a un
centro público en San Bernardino, pero su terapista se fue del país. Los que
quedan son pocos y es un rollo atenderlo. Tiene tres meses sin recibir la
terapia. Hay que hacerla para que pueda empezar a caminar.
Como tengo 15 años en el
hospital, soy una de las enfermeras que gana más. Mi sueldo es de 5 millones de
bolívares, incluyendo los cestatickets. La primera quincena de junio cobré 1
millón 400.000 bolívares. El último me sube un poquito más porque me pagan un
bono por tener dos niños pequeños. ¿Qué hago yo con 1 millón 400? Ni para un
jugo, que cuesta 1 millón 900. Tengo compañeras que cobran 400, 500, 600 mil
bolívares en una quincena.
Yo no me he muerto de hambre,
o mis hijos no se han muerto de hambre, por mi papá. Él tenía un microbús, que
tuvo que vender en 2015 porque no podía comprarle cauchos ni repuestos. Con ese
dinero montó un abasto que queda en la planta baja de mi casa. Compra su
mercancía y nos da un poco de charcutería, de carne o pollo. Comemos gracias a
él. A nosotros también nos ayuda mucho la caja del CLAP, que entregan en la
comunidad. Cuestión con la que no estoy de acuerdo, porque yo crecí en una
Venezuela donde podía comprar lo que quisiera y la marca que quisiera, pero
actualmente eso es lo que nos está ayudando.
En vez de ir mejorando, como
que vamos para atrás. En lugar de seguir ayudando a mis papás, son ellos los
que me mantienen.
La vida como enfermera
Hace tiempo que no hago cosas
para mí. Antes iba al gimnasio o salía con mis amigas. Ya no puedo hacer nada
de eso. Tengo un absceso en la boca y una muela partida, pero no me puedo pagar
el odontólogo. A veces me dicen que para poder cuidar a mis hijos primero tengo
que cuidarme yo. ¿Cómo hago? O compro pañales o voy al dentista.
Los zapatos de enfermería
cuestan 32 millones. Los míos no están muy buenos. Después de tener a mi primer
hijo, los pies se me hincharon mucho y compré un par de zapatos plásticos en la
calle a un buhonero. Esos son los que utilizo desde hace diez años. Para
mantener mi uniforme, hago magia. Muchas veces uso lavaplatos para lavarlo, no
me alcanza para pagar un jabón de ropa.
Soy alérgica a los
analgésicos. Una vez, en la guardia, un compañero me asustó mientras preparaba
una jeringa con ketoprofeno. Di un respingo y me cayó una gota en el ojo. Traté
de no prestarle atención y seguí trabajando. Mi ojo se hinchó, se me cerró la
glotis. Tuvieron que trasladarme de emergencia a la clínica Arboleda y me
dieron reposo. Eso fue hace más de 8 años, cuando teníamos seguro HCM. Desde
2010 no tenemos. A mí me pasa algo ahí y no sé qué voy a hacer.
Mi turno es de 7:00 pm hasta
las 7:00 am, con descanso a las 2:30 am. Trabajo tres días a la semana. En un
día que tengo guardia, me paro a las 7:00 de la mañana para servir el desayuno,
visto a los niños y me voy en metro a Bellas Artes y agarró un autobús para
llevar a mi hijo del medio al colegio en San Bernardino. El papá lleva al mayor
a su colegio. Regreso en bus y metro a casa. Cuido al bebé. Al mediodía otra
vez agarro metro y autobús al colegio de Moisés, lo busco y regresamos. A las
2:00 pm me llega el otro –lo trae el papá–, comemos. En la tarde hacemos tareas
y cuido al bebé. A las 5:00 pm ya tengo que empezar a arreglarme porque a las
6:00 pm en punto debo estar saliendo.
Después de un año de reposo
pre y postnatal, no sabía que en la noche los autobuses no funcionaban. La
primera noche estuve hasta las 7:30 pm en la avenida Sucre esperando camioneta.
Me tuve que ir en metro, tarde y caminando. Ahora me voy directamente en metro
hasta Bellas Artes y de ahí camino al J.M. Como estoy en horario de lactancia
materna pudiera entrar a las 8:30 de la noche, pero igual me voy temprano
porque me da miedo caminar de noche sola. San Bernardino es peligroso.
Llego al hospital y descanso
la primera hora. Cuando me integro, ayudo a las compañeras con los pacientes
que recibieron y administro tratamientos, que comienzan a las 10:00 de la
noche. A la 1:30 am me voy a descansar. Ya no me toca trabajar pero debo seguir
en el hospital por cualquier emergencia. Yo no lo hago porque tengo un niño
pequeño, pero algunas de mis compañeras se redoblan y trabajan corrido hasta el
final del turno, las 7:00 am. No hay personal. La mañana siguiente me paro a
las 6:00 am, me visto y llego a casa a buscar al niño, para irme de nuevo en
metro y bus hasta su colegio en San Bernardino. Regreso a casa a cuidar al
bebé. Así es mi rutina. No descanso en el día. Tampoco en los que no trabajo.
Siempre que decaigo, mis hijos
son los que me levantan. Hay que atenderlos, hacerles la comida, no los puedo
dejar solos. No me queda más que guerrear con ellos y por ellos. Sobre todo
Ezequiel, el más pequeño. Yo siempre pienso que si me pasa algo, con sus
enfermedades, ¿qué va a hacer él?
–Mamá, quiero comerme un
cereal.
–No puedo hijo.
–Mamá, quiero un jugo.
–No hijo, no puedo.
Así son muchas de las
conversaciones que tenemos todos los días mis hijos y yo. Estoy cansada de
decirles que no a todo, hasta por lo más sencillo.
He participado en tres de las
cinco protestas que han hecho mis compañeras en el Hospital de Niños. Las
mismas que han hecho en otros 18 hospitales de Caracas y en otros 20 estados
del país. En una de ellas protesté con mi hijo en brazos, porque tenía una tos
y no se lo quería dejar así a mi mamá, pero tampoco quería dejar de protestar.
Yo protesto porque quiero un
sueldo digno. No un CLAP. Al hospital nos llegó la caja de comida por primera
vez por la manifestación y ni siquiera sabemos si hay que pagarlo o lo
descontarán en nómina.
Yo protesto por un sueldo con
el que no tenga que abstenerme de darle cosas a mis hijos. No quiero seguir
diciéndoles que no. Ellos no entienden. Lloran.
Yo les explico que no me
alcanza. Les explico y les explico. Pero son niños.
04-07-18
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